
Ejercía por aquel entonces como correo real y se me encomendó llevar una misiva urgente desde la capital hasta la ciudad de Valladolid. Sucedió que al poco de partir sobrevino una descomunal ventisca, siéndome imposible continuar la marcha entre la nieve. En mitad de la llanura castellana alcancé a divisar los muros de una edificación y hacia allí me dirigí con la intención de solicitar resguardo. Golpeé la aldaba hasta que alguien descorrió la mirilla, volviéndola a cerrar de inmediato. Transcurrió un buen tiempo antes de que debido a mis voces, abriesen de nuevo.
— Este es un convento de monjas. Marchaos.
— No hay lugar en estas tierras que no esté bajo jurisdicción Real —dije mostrando mis credenciales — abrid pues, y dadme el cobijo que cristianamente debéis al caminante.