—Sólo será un
pinchazo de nada, Amadeo.
—No, todavía
no.
—Verá como se siente mejor, no se haga de rogar.
A Eva se le
encoje el alma. A pesar de su juventud ha hecho lo mismo en decenas de ocasiones,
pero siempre es tan duro como la primera vez. El anciano se aferra con su mano
espasmódica al brazo de la enfermera; su piel sedosa le evoca recuerdos casi
olvidados, de cuando era un zagal que bailaba el agua por las mozas más
hermosas del pueblo. Se esfuerza porque el hilo de voz que consigue arrancar de
su garganta sea inteligible.
—Tiempo, niña.
Aún queda tiempo.
—Se llama
Olga, igual que su abuela.
La mirada
ojerosa de María se deshace en lágrimas. También la de Amadeo, que acaricia a
su nieta sabiendo que será lo último que ceda a la posteridad. Por un momento,
el implacable tiempo susurra su tic-tac más despacio. Al fin Amadeo
enfoca los ojos cansados en la trémula Eva, que contempla la escena discretamente.
Su cabeza encanecida aventura un ligero cabeceo, un tácito ahora sí.
—Vamos a sedarlo ya.
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