Isla de La Española, 1659
El capitán
Álvaro Mendoza aguardaba en la atardecida a orillas del Ozama. Desangrada por el
éxodo hacia el continente y asolada por ataques corsarios, Santo Domingo era
una sombra de la plaza que antaño fuera. El gobernador Zúñiga le encomendara esa
mañana transportar un valioso cargamento hasta Cartagena de Indias, al otro
extremo del Caribe. Allí, decía, estaría más seguro. Ante las reticencias de
Mendoza, la respuesta había sido doblemente negativa. ¿Por qué no una
carraca? ¡Proveedme al menos de una escolta a la altura! Ambas cuestiones fueron
argumentadas de igual modo: Una pequeña galera solitaria no llamaría la
atención. La demanda para consignar una dotación más nutrida fue también
desatendida.
Constituía la Indomable una rareza en esas latitudes, galera de tres mástiles y sendas filas de remos a los costados, artillada solo en la proa como era costumbre. Entre la oscuridad, Mendoza observó una figura encapuchada que era conducida por sus marinos hasta el buque. Por instinto, se santiguó.
El primer día transcurrió
sin contratiempos. Al segundo, Mendoza repartió maldiciones entre todos los
antepasados de Zúñiga. Una fragata había sido avistada intentando darles caza. Desde
la cofa, el vigía confirmó que enarbolaba la bandera pirata.
—Bien podían
izar esos granujas el estandarte de la perversa Albión, ¡Así no condenarían sus
almas también por mentirosos!
—¡Nos darán
alcance en unas horas!
—Más
importante será el dónde, contramaestre. Todo a estribor, ¡rumbo al mar del
Olvido!
—Con todos los
respetos, señor…
—¡Necesito
mantener la ventaja hasta el atardecer!
—Podríamos
hacerlo sumando los remeros, pero son escasos y sus fuerzas limitadas.
—Estableceremos
turnos rotativos —ordenó— incluyendo a la dotación y la marinería.
Mendoza se
retiró a los camarotes. Allí encontró a quien buscaba, sobre el acolchado
velloso de un arcón.
—No he
preguntado vuestro nombre, mas es hora ya de averiguarlo.
Al descubrirse
asomó el rostro atezado de una hermosa joven que rondaría los dieciocho. El
cabello negro le caía en bucles hasta la altura de las caderas.
—Me han
instruido con severidad a no revelarlo.
—Señora, en
unas horas un barco pirata nos dará alcance y alguien poderoso os quiere en él.
Desconozco si viva, o muerta.
—¡Algún espía
me ha visto embarcar!
—Aunque así fuera,
no habría tiempo de dar aviso. Además, se han cuidado bien de organizar la
expedición con la mayor desidia. No dudéis, es traición.
—Mencía, mi
señor. Mencía de Sandoval.
—¿Sois acaso
hija del gobernador de Jamaica?
—Lo era, pues
como sabréis la isla fue tomada por los ingleses cuatro años atrás. Mi padre
anhela recuperarla.
Mendoza
comenzaba a atar cabos. Sandoval y Zúñiga eran compadres en los negocios, todos
más turbios que una ciénaga emponzoñada. Ambos serían capaces de vender a sus mismas
madres, mas ¿sacrificaría Sandoval a su propia hija? La Corona había desistido
de recuperar Jamaica, pero el secuestro de la joven sería un casus belli
casi obligado para retomarla.
—Decidme, Mencía
¿Tenéis por cordial la relación con vuestro padre?
No hizo falta
más respuesta que las lágrimas silentes de la muchacha.
Era una
porción de agua al sureste de La Española, conocida por la ausencia de vientos.
Muchos barcos habían tenido un agónico final en el mar del Olvido. Entraron con
brisa de costado, para desesperación de Mendoza. Desde popa podían distinguir
las muecas desdentadas de los piratas. El propio capitán tomó los remos,
bogando con bravura. Tras una persecución angustiosa al fin el viento amainó,
hasta que cayendo ya la tarde sobrevino calma chicha. Ambas naves quedaron
varadas sobre el océano con el velamen lánguido. Temiendo que la brisa
recuperase el resuello, Mendoza ordenó maniobrar a ciaboga.
—¡Los hombres
están exhaustos!
—¡Por todos
los naufragios, un último esfuerzo!
Los galeotes de
babor comenzaron a remar hacia atrás, mientras en estribor lo hicieron hacia
adelante, virando la galera sobre sí misma justo sobre la vertical de la inerme
fragata. En unos minutos toda la artillería del castillo de proa de la Indomable
apuntaba hacia el barco pirata, mientras los numerosos cañones a los costados
de la fragata resultaban inútiles ante la imposibilidad de maniobrar a vela. A
la orden de abrir fuego, los proyectiles batieron el velero atravesándolo
longitudinalmente, terminando por irse a pique en lo que, aseguran los viejos
marinos, canta una sirena.
La mañana calmó
el mar y los ánimos. Dos personas conversaban junto al trinquete mirando al vasto
océano.
—Cualquier
destino será mejor que el que me aguardaba, Álvaro.
—Vuestro padre
os ha traicionado y por mi cabeza no daría un real. Navegaré al sur, hasta el Río
de la Plata. ¿Estáis segura de querer acompañarme?
El cabello
surcado de tirabuzones semejaba arropar a la muchacha. Parecía una perla
nacarada de inocencia. Mas, tras aquellos ojos verdes, se escondían secretos
inconfesables.
Desde niña vivía
perdidamente enamorada de Mendoza. ¿Cómo decirle que había
influenciado a su padre para consignar una embarcación discreta, convenciéndolo
de que era seguro y apelando a un conveniente ahorro en costes, con el objetivo
de condicionar a Mendoza a suponer traición? En Cartagena la esperaba un
matrimonio con el indeseable hijo de Zúñiga, antes se habría arrojado al mar si
las legendarias habilidades del capitán hubiesen sido insuficientes. ¡Jamás
podría revelarle que ella disponía de sus propias influencias, por medio de las
cuales había filtrado a los piratas toda la operación!
Tentadora, se
situó delante del capitán Álvaro Mendoza. De los labios le resbaló una sonrisa
y, sin recato, lo besó.
Cuánto te ha cabido en 900 palabras. Magnífica aportación al reto.
ResponderEliminarUn abrazo.