martes, 8 de octubre de 2024

El dulce influjo de la luna

        La frontera entre la belleza y la deformidad, entre la vida y la muerte, es tan solo una línea que serpentea sobre las formas sinuosas de la colina. Mateo se empapa del paisaje con la mirada de un niño de once años. A un lado, centenares de cadáveres de eucalipto se sostienen a duras penas sobre la tierra quemada, gimiendo cuando el viento comba sus grotescos troncos calcinados. Del otro, el bosquecillo húmedo de hayas, robles y castaños rezuma lozanía y autoridad; aún resuena en la espesura el ¡alto! que la verde hojarasca impuso a las llamas que asolaron los montes dos días atrás. Todavía se huele el hollín envenenando el aire. Y no deja de sorprenderle que, a pesar de su cruel ferocidad, el fuego se haya acobardado ante el señorial porte de esos troncos centenarios.

 

Apenas cinco niños suelen corretear por los caminos de la aldea de Ulloa, un lugar tiznado por el verde de los prados. Antaño eran aún menos, pero ahora la gente huye de las ciudades. Hace seis meses una pareja de hippies se instaló a las afueras, en un caserón medio derruido que les debe una segunda juventud. Y con ellos vino Luna.

Hay una atracción indescifrable en lo diferente. Luna peina una larga cabellera azafranada, del color del fuego. El padre de Mateo dice que seguro tiene ascendencia vikinga y, por lo que el chaval ha podido leer en los libros del colegio, está convencido de que es cierto y que de ahí le vienen también las pecas de la nariz. Luna va un curso más adelante que Mateo. Hoy la mayoría de los adultos han ido al pueblo.

Van a protestar, que son cosas de mayores. No quieren que la fábrica de celulosa se instale en esas tierras. Algunos dicen que dará trabajo y otros que se llevará más de lo que deja. Hablan de contaminación, del aire, de todo lo que aguas abajo llegará a la ría. El abuelo de Mateo se queja de que no podrá ir más a pescar truchas, ¡con lo que le gusta!, pero al chaval solo le importa que después de dar de comer a los animales, bien se lo ha encargado su madre, tiene toda la tarde del sábado para hacer cuanto quiera. Ha decidido caminar hasta el río.

Hay un banco de arena en un meandro, donde el caudal es manso como una mañana de abril. Allí van a veces los rapaces a bañarse. Mateo se sienta sobre una roca y tira un guijarro. El agua fresca le araña los pies desnudos. De repente, otra piedra cae ante él y contempla la luna reflejándose en la superficie, ¡a plena luz del día!

A mí también me gusta ver como las ondas hacen círculos.

Luna se acomoda a su lado. Sobra espacio en la roca, pero Mateo siente como su cadera le empuja hacia el borde. La mira de reojo, acobardado por la quemazón que le recorre el cuerpo. Viste una camiseta sin mangas y un pantalón corto. Las sandalias que calzaba han quedado varadas en la orilla. Se recoge el pelo en una coleta. No han hablado hasta ese día y parece que todo vaya a quedar en un monólogo.

—¿No te has metido nunca? —dice al fin Mateo.

—Está fría.

—Solo al principio.

—De dónde vengo, las playas son inmensas y el agua del mar es caliente.

—¿Y dónde es ese sitio? —Mateo ya sabe la respuesta, los vikingos vienen de un lugar llamado Escandinavia.

—En el Mediterráneo.

—¿Eso está en Dinamarca?

—¡No, tonto! —la risa de la muchacha consigue aminorar un tanto la vergüenza del chaval— Pero no había tanto verde.

—¿Ves aquel árbol de tronco grueso y hojas con dientes de sierra? ¡Es un roble!

—¿Ah sí? ¿Y aquel otro?

—Eso es un castaño —responde Mateo hinchando el pecho.

—Creo que dentro de poco no quedará ninguno.

—¿Por qué no?

—La fábrica. Mi padre dice que plantarán eucaliptos por todos lados. Con su madera se hace el papel.

—Se quemará todo, lo he visto. El bosque será devorado por una bola de fuego, del color de tu pelo.

—Entonces me lo teñiré. ¡Lo pintaré de verde!

Los dos jóvenes se sumergen en un silencio confidente. La claridad se filtra entre las frondosas y Mateo repara en la silueta alabeada de la chica, donde unos senos incipientes se recortan a contraluz.

—¿Sabes, Luna? Acabo de decidir que yo tampoco quiero que hagan aquí la fábrica.

Ya muriendo la tarde, Luna y Mateo caminan de vuelta a casa. Los pájaros que anidan en las copas le trinan al sol poniente y Mateo, casi sin darse cuenta, toma la mano suave de la niña, que se deja hacer con una sonrisa.

 

No existe lugar que pueda contener un alma inquieta. El viejo coche, cargado hasta la extenuación, se llena también con el peso de dos adultos y una chica de largo cabello azafranado. Parten en busca de una nueva aventura. Al arrancar, va dejando una estela triste y polvorienta en el camino.

—¡Luna, no te pintes el pelo!

Mateo corre detrás, con el rostro bañado en lágrimas. La chica asoma por la ventanilla y agita la mano.

—¡Y tú no dejes que arda el bosque!

Mateo no sabe si podrá cumplir la promesa. Solo sabe que cuando sea mayor buscará siempre, allá donde vaya, el dulce influjo de la Luna.







1 comentario:

  1. Una tierna historia de amor entre dos adolescentes, compartiendo naturaleza, como bonito homenaje al maestro.
    Un abrazo.

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