Londres, 1879
Las sesiones que mi amigo David Archer
organizaba en su mansión corrían en boca de la alta sociedad. Siempre fui
escéptico en lo tocante al espiritismo, pero su prestigio académico y una
creciente curiosidad consiguieron que aceptase su invitación para asistir a una
de las apariciones de quien se hacía llamar Katie Cook. Fui imprudente, olvidé mi pasado. Ahora
maldigo ese momento.
Aquel día plomizo de noviembre llegué al
caer la tarde. Hice ademán de consultar la hora, pero recordé que había perdido
el reloj de oro con mis iniciales grabadas. El del salón marcaba las ocho. Las
siluetas de las treinta personas que lo llenaban se recortaron a la escasa luz de
algunas velas. Al fondo se había dispuesto un cortinón tapando el espacio que
hacía las veces de la habitual cabina, donde se ubicaba la médium y el ente tomaría
forma corpórea. Poco después advertimos movimiento tras la tela.