Cuando era niña mi madre nos prevenía contra toda clase de supersticiones. Era la típica señora que daba un rodeo cuando en mitad de la acera un obrero tenía colocada su escalera. Nunca dejaba el salero sobre la mesa por temor a que alguien pudiera derramar su contenido y ni ebria de vino se le ocurriría abrir un paraguas bajo techo. Yo era la tercera de seis hermanos y todos nos tomábamos a broma sus supercherías. No podía imaginar entonces que el número trece marcaría mi vida. Quizás de haberlo sabido hubiera considerado de otro modo sus manías.
Crecí en una familia de clase humilde. Abandoné la escuela a los dieciséis años, más por apatía que por falta de capacidad para los estudios. A esa edad el mundo se ve con los ojos de los sentidos y mi caso no era una excepción. Mataba el hastío viviendo de noche y frecuentando discotecas, a pesar de las continuas desavenencias con mis padres. La falta de dinero nunca supuso un problema. Era una joven esbelta y de elevada estatura, con una hermosa melena negra y ojos verdes que según decían parecían tener un poder hipnótico sobre los chicos. Además, no me faltaba desparpajo y siempre conseguía que alguno me invitase a una copa. Me gustaba aquel ambiente, la música, el baile, el sabor del ron y sobre todo… ¡me gustaba el sexo!
Crecí en una familia de clase humilde. Abandoné la escuela a los dieciséis años, más por apatía que por falta de capacidad para los estudios. A esa edad el mundo se ve con los ojos de los sentidos y mi caso no era una excepción. Mataba el hastío viviendo de noche y frecuentando discotecas, a pesar de las continuas desavenencias con mis padres. La falta de dinero nunca supuso un problema. Era una joven esbelta y de elevada estatura, con una hermosa melena negra y ojos verdes que según decían parecían tener un poder hipnótico sobre los chicos. Además, no me faltaba desparpajo y siempre conseguía que alguno me invitase a una copa. Me gustaba aquel ambiente, la música, el baile, el sabor del ron y sobre todo… ¡me gustaba el sexo!