Decían que era hija del embajador. Todas las
mañanas aquella silueta contorneada en arabescos aparecía en clase. Su melena
pelirroja abrasaba el aire, lanzando un vahído que encendía mis mejillas. Siempre
llevaba algo a juego: un abrigo encarnado, las medias escarlata aflorando bajo su
falda, un jersey granate que le encorsetaba el busto o una camiseta de Mickey Mouse.
Y yo solo imaginaba, pobre de mí, si Ninette había decidido vestir a juego
también aquello que no podía verse.
Se le dibujaban constelaciones en las orillas de la boca las pocas veces que conseguía hablarle. En realidad, Ninette siempre sonreía. Así transcurrió el curso, enganchado al olor traicionero de su perfume. Y tras el verano, Ninette no volvió.