El campamento élfico era una oda a lo peor de la guerra. Ya nadie
recordaba cómo había comenzado, pero continuaba acrecentando sin mesura la
inquina entre hombres y elfos. Junto a fogatas y quejumbrosos cuerpos heridos me
conducían, prisionero y humillado, a un destino que en aquel momento estaba
lejos de imaginar. Entré en una tienda decorada con mayor opulencia de la que
cabría esperar y, para mi sorpresa, cortaron las ataduras dejándome solo.
Eleariel, reina de los elfos, no podía ser otra
quien apareció tras la cortina. Su belleza era legendaria pero la leyenda empequeñecía
ante la realidad. De rostro alargado, sus pupilas de un violeta amatista
semejaban refulgir a la luz de las antorchas; mostraba una expresión triste,
como si soportase el peso de todas las almas que se había llevado la maldita
guerra. Se cubría con sedas que abrazaban su contorno, apenas suficientes para
esconder la sensualidad que rezumaban sus formas. Aparentaba unos veinticinco,
aunque ¿qué hombre es capaz de adivinar la verdadera edad de un elfo?