lunes, 25 de noviembre de 2024

El último gol de Maradona

Cuando escribí este relato no sabía que con el tiempo se haría mayor. Creció en extensión y creció hasta ocupar el lugar reservado tan solo a los inmortales; como su protagonista, una chica que vivió deprisa y murió joven. No predicó con el mejor ejemplo, pero si dejó su impronta en la memoria colectiva de una ciudad.
Este cuento obtuvo un accesit en el XI Certamen de relatos Vigo Histórico. Gracias al jurado que lo consideró merecedor de tal galardón.

*****
Eduarda corre sobre el empedrado irregular de la ciudad vieja.
—¡Eh tú, Maradona!
A poca distancia, tan cerca que casi puede tocarla estirando el brazo, un policía jadea tras sus pasos. La chica posa la mirada, junto con sus esperanzas, en la esquina donde confluyen las calles Real y Alta. Sabe que si llega hasta allí, estará salvada. Casi cae al suelo al girar, nota como la pendiente se multiplica y le duelen las piernas. Vuelve la cabeza, el madero ha aguantado hasta mitad de la cuesta y exprime sus pulmones apoyado contra una pared. Contiene el deseo de dedicarle un corte de manga, nunca se sabe cómo será la próxima vez. En esta ocasión, la vitalidad de sus dieciséis años ha ganado la partida.

—¿Cuánto ha caído, jefa?
—Mil pesetas y esta chupa de cuero. Para ti, Lino, a mí no me queda. Y pásame un peta, joder, que el día lo merece.
—Marchando una de maría para la Maradona —José, el Cagas, extiende el brazo con un irracional temor a quedarse sin la extremidad.
—¿Qué tal tu viejo?
—Igual, tía. Desde que cerraron el astillero folla más con la botella que con la parienta, y eso siempre que no esté vacía.
—¿La botella?
—El astillero, no te jode.
—Recondición, creo que le llaman —apunta Jaime.
—Reconversión, animal. ¡Reconversión industrial!
—No sé por qué le dicen así, Maradona. Si fuese reconversión no lo cerrarían, digo yo.
—Pues también tienes razón.
—¿Mañana damos el palo en la farmacia del Calvario? —pregunta Jero.
—Junto con la basca de Bichita, ¡va a ser algo grande! Y sed puntuales, coño, ¡que os conozco!
Sentados bajo los soportales de la plaza del Berbés los envuelve el aroma a ropa limpia de la colada recién tendida en los balcones, maridado con los efluvios del vino rancio que se sirve en la taberna. Las campanas de la colegiata de Santa María tañen por encima de los tejados y las putas comienzan a tomar posiciones en las esquinas con la caída de la tarde. Flota en el aire cierto poso de fatalidad que impregna un mundo prendido con alfileres, a punto de hacerse añicos por momentos. Y sin embargo, esa realidad que no deja de bordear el abismo les resulta, en ocasiones, acogedora.
 
Despunta el ocaso en la playa de Samil. La silueta de las Islas Cíes, recortada a fuego sobre la lengua de mar de la ría, embellece el horizonte. La pandilla llegó a mediodía, subidos a un autobús al que accedieron por la puerta de atrás. Nadie tuvo valor de recriminárselo. Eduarda se ha apartado hasta unas rocas. Le ondea con la brisa el cabello rizado que, junto a la habilidad para dar patadas a un balón, le han valido su apodo. La acompaña el Jero, quien no deja escapar la ocasión de pasar un rato a solas con ella. Allí sentada, con el bikini del color de sus bucles, le parece incluso femenina.
—¿Sabes, Jero? Siempre que vengo aquí pienso que puede ser la última vez. Yo moriré joven, lo sé. Joven y sola.
—¿Por qué dices eso? Nadie sabe cuándo va a palmar.
—Todo pasa demasiado aprisa. Además, sueño con ello.
—Eso son tonterías. Yo a veces sueño que vuelo y, de repente, empiezo a caer y la espicho contra el suelo.
—No es lo mismo, Jero.
—El día que muera, pienso tener tantas aventuras que contar que hará falta otra vida para decirlas todas. Por eso no me va a importar morirme. Y a ti tampoco, Maradona.
—No habré hecho nada bueno, tío. Nada, salvo gastar parte del botín en comprar gusanitos para los niños que van al cine en los Salesianos el sábado por la mañana.
—Algún día conocerás a un gicho y entonces, se los darás a los tuyos —sonríe, azorado, el muchacho.
Una gaviota pica el vuelo hacia las aguas, rozando sus cabezas mientras grazna. Eduarda señala al horizonte teñido en sangre.
—¿Lo miras? El sol nos dice hasta mañana.
—¿Ves? Ahora eres poeta. ¡Ya hiciste algo bueno!
—Calla, idiota. Y déjame el mechero —añade sacando un canuto de la mochila— que ya me entra el mono.
 
Voces. Oye voces a lo lejos y en su interior que buscan porqués sin encontrar respuesta. Eduarda escapa por las empinadas calles de la Herrería; su barrio, su casa. En otro tiempo hubiera tardado un suspiro en atravesar los estrechos callejones. Un instante en alcanzar, en la parte alta, los despojos de un castillo de San Sebastián sacrificado en aras de una modernidad que para ella solo ha significado miseria. Pero los años transcurrieron como si uno fuesen diez, y se ahoga con cada nuevo paso. Se detiene a descansar, inclinada con los brazos apoyados en las rodillas. Contempla la procesión de círculos rojizos que trazan una hilera punteada sobre sus venas. Escupe al suelo. Vuelve la vista atrás, es consciente que Jaime y el Cagas han caído. De Lino y Jero no sabe nada. Escucha correr a su alrededor. Se obliga a moverse. Los muros de piedra semejan un laberinto que gira dentro de su cabeza. De repente, al doblar un recodo, tropieza de bruces con alguien.
—¡Ostia, Jero! Lo que no han conseguido los maderos lo vas a hacer tú ¡casi me matas!
Los ojos desencajados del chaval se clavan en los suyos. Sus facciones, otrora agraciadas, invocan ahora lo decrépito de la senectud. Eduarda no lo recuerda así, o no quiere recordarlo. Parece como si desde que lo vio por última vez hubiesen transcurrido décadas, y no minutos. Se pregunta si su mismo rostro arrojará esa imagen irreal, como de un futuro lejano que ya es presente.
—No quería hacerlo, Maradona. ¡No quería! Había sangre por todos lados. El segurata se arrojó sobre mí y tuve que apuñalarlo. Lo entiendes, ¿verdad? ¡Dime que lo entiendes!
—Ya no importa, Jero. No importa. Lo hiciste bien.
Se escucha un ¡alto! ordenado con nerviosismo. El policía avanza en solitario a grandes zancadas por la cuesta.
—O libres o muertos, recuerda. ¡Vamos!
Los pandilleros reanudan su fuga. El agente los advierte de nuevo y apunta a los chavales con su arma. La mano le tiembla sobre un horizonte que perfila dos figuras que casi se pierden entre la maleza desaliñada al final del callejón. Ya ha habido un muerto, que escapen no es una opción.
El eco del disparo ahoga un grito. La sangre mancha el empedrado musgoso de la parte alta de la Herrería. Es una tarde como cualquier otra para morir.
—Maradona, ¿te acuerdas de aquel día en la playa? —la voz de Jero es apenas un susurro acunado por la brisa— Vive por mí todas esas vidas… que yo no voy a poder vivir.
 Eduarda no recuerda la última vez que lloró. No recuerda siquiera haber llorado nunca. Pero si alguien merece las lágrimas que resbalan incontenibles por sus mejillas es, sin duda, el chaval al que se le escapa el alma acurrucado entre sus brazos.
Y hunde la cabeza en su pecho. Y los sollozos se le mezclan con sueños que se deshacen. Y una vida termina, apenas sin haber comenzado.

La habitación es blanca, impoluta, tan diferente a lo que está acostumbrada que le parece irreal. Pensaría que es libre si no fuera porque en las ventanas de la enfermería, también hay rejas. Gira la cabeza, junto a ella solo ve un cuervo con alzacuellos que le toma la mano. El rostro demacrado se le contrae y consigue que de sus labios resecos se deslicen unas palabras.
—No se imagina lo que daría, padre, por volver a empezar de nuevo.
Siente que la presión sobre su extremidad se incrementa. Le cuesta tragar y tose.
—No había futuro, ¿sabe? Qué íbamos a hacer, si hasta de comer faltaba en casa muchas veces. ¡Teníamos tantas ganas de aventuras!
Su cuerpo consumido aparenta haber soportado varias vidas.
—Yo lo quería. Tal vez no lo demostraba demasiado. Seguramente él nunca lo supo. Pero lo quería, joder ¡lo juro!
Se enjuga con la sábana. Algunos recuerdos todavía tienen el poder de humedecerle los ojos.
—¡Era tan joven, como corría! Robaba el balón y driblaba a uno, a dos… nadie podía pararme, llegaba hasta la portería, chutaba y… ¡gol!
Donde Eduarda cree ver al hombre vestido con el clergyman, tan solo está la sombra del gotero sobre la pared. Con cada movimiento, en su mano se clava más la aguja. En un gesto de rabia toma al cura imaginario por las solapas.
—Me llamaban Maradona, ¿sabe padre? 
Aspira entre estertores una bocanada y musita su última frase.
—La Maradona.







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