A veces sueño que consigo atrapar el tiempo, congelarlo en un instante e impedir que siga mofándose mientras escapa con una sonrisa burlona, dibujando un ayer inexistente, un presente efímero y un futuro inalcanzable. ¿Qué es el tiempo sino recuerdos pasados y anhelos futuros, bits de información que rellenan espacios vacíos entre las oscuras sinapsis de nuestro cerebro? Mas ese sueño irrealizable me tortura. Porque la quimérica posibilidad de materializarlo me obliga a admitir que estas serán las últimas, que no volveré a vivir un tiempo igual. Que ya no habrá jamás otras Navidades.
Observo caer
la nieve tras los cristales, como lágrimas blancas que semejan ceniza. La mesa
está puesta en esta noche fría y la sala iluminada por las velas ensartadas en
los candelabros que mi mujer y yo hemos dispuesto para que con su abrazo nos
den calor y consuelo. Una gran bandeja de cerdo asado reclama atención, y las
gachas con miel y semillas de amapola tientan la paciencia de los estómagos. Una
matrioshka me sonríe desde el aparador, tal vez se apiada de mi desamparo. Flota
en el ambiente cierta mezcla de alegría contenida y tristeza infinita, si es
que puede haber algo infinito en este mundo cuyas horas se descuentan a cada
momento. Olga está al tanto desde hace algunos días, los niños no. Lloró y
maldijo con la impotencia de quien es consciente de que no puede detener una
locomotora con sus solas manos. Sabe que es inevitable, como yo también lo sé. Y
sin embargo…
Las risas de
Nadia y Nicolás trazan un paréntesis de esperanza con música de fondo de
villancicos; ojalá ser niño de nuevo para vivir cada instante con la
despreocupación de quien no debe temer al futuro. Olga luce un vestido largo y
escotado del color de un cielo de primavera; está hermosa con su extensa melena
rubia que abanica el aire, y a veces se permite una sonrisa que se me antoja
opaca la luz de las velas. Yo me he vestido con el mejor de mis trajes, acorde
con la ceremoniosidad de la fecha. Colma la estancia un olor a mandarina recién
mondada que me llena los pulmones y los recuerdos. No deja de asombrarme la
viveza de los pequeños detalles cuando se sabe que pueden ser los últimos.
La velada ha
sido placentera y por un momento casi he olvidado lo inolvidable, mas todo
llega a su fin y las manillas del reloj no paran de gritármelo a la cara. Me
pongo en pie con una solemnidad que me gustaría haber guardado para otro
momento.
—Es la hora.
—¿No podemos
esperar un poco? —protesta Olga— los niños están terminando los postres.
—Debemos bajar
ya.
Más protestas
y algún berrinche, pero no hay demora posible. Un coche nos espera en la
puerta. Salimos hacia las afueras de la ciudad y nos detenemos junto a un edificio
de paredes de hormigón. Entramos y descendemos varios pisos bajo el nivel del
suelo. Los demás han llegado ya, las familias están acomodándose en lo que será
su nuevo hogar, si así puede nombrarse este agujero triste y desprovisto de
alma. Dejo a Olga y los niños en la austera habitación que tenemos reservada y
acudo al puesto de mando. Hay una actividad frenética de gente uniformada. Korolov
y Sevchenko me esperan en una pequeña sala. Tenemos una conversación repetida decenas
de veces, pero necesitamos esa catarsis antes de enfrentarnos a lo que vamos a ejecutar.
—Dígame que
hay otra manera de hacer esto, general.
Korolov apenas
levanta la mirada.
—Presidente, la
información que han transmitido nuestros agentes infiltrados es clara. El
enemigo atacará con toda su fuerza. La operación está prevista en veinticuatro
horas, lo fían todo a una supuesta superioridad tecnológica. Esperan que el
factor sorpresa inutilice nuestra capacidad de respuesta antes de que podamos
infringirles un daño considerable.
—No pueden
ganar la guerra, pero tampoco se pueden permitir perderla —apunta el ministro
Sevchenko— Esta es su huida hacia adelante.
—Lo único que
podemos hacer es adelantarnos. Aplicar su misma y bárbara solución.
—Pero no seremos
capaces de anularlos por completo.
—No sabremos
en qué medida hasta después del ataque, presidente.
—Hipersónicos,
no los verán venir hasta que les estallen en sus propias narices —el general es
como un crío al que han regalado un juguete nuevo.
—Contraatacarán
con lo que no hayamos sido capaces de detectar o destruir.
—¡Que nuestros
ojos estén atentos y nuestros oídos afinados!
—La orden ya
está dada. Solo falta transmitir las claves —apremia Korolov.
Con una
resignación largo tiempo incubada lanzo un gesto al aire y enseguida un
sargento acerca tres maletines. Abro el mío, mis acompañantes hacen lo propio.
—Demasiado
peso para descansar sobre tan pocos hombros ¡Qué Dios se apiade de nosotros!
Son hombres
curtidos, pero aprecio como les tiemblan las manos. A mí también. Tres pulgares
aprietan los botones.
—Me he
convertido en la muerte, el destructor de mundos —susurro.
Ya no hay
vuelta atrás. En pocos minutos, estará hecho.
Hace casi
media hora que la humanidad debería haberse ido al garete. En la soledad del
bunker, sin embargo, parece que nada hubiera ocurrido. El tiempo, tan
caprichoso a veces, semeja haberse estirado como si hubiesen transcurrido semanas.
Al fin un militar entra con el primer informe.
—¿Qué diablos
es esto? —palidezco.
—Sólo un seis
por ciento de los operadores de los silos han secundado la orden, señor.
—¡Cobardes, les
espera el paredón, maldita sea! —vocifera Korolov.
—Entonces,
estamos perdidos.
—Por la
tibieza del contraataque, pareciera que en el bando enemigo ha ocurrido algo
semejante —me corrigen.
Dejo caer mi cuerpo sobre el sillón. Siento ganas de gritar, de reír, de llorar. El mundo se ha convertido en un lugar frío y hostil, pero al menos, sigue existiendo. A través de los desangelados pasillos del búnker, en la distancia, escucho las voces de un grupo de niños que ajenos a todo cuanto acontece entonan la dulce melodía de un villancico.
Me parece un gran cuento. Felicidades.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias Chema, un abrazo.
Eliminar¡Hola, Jorge! Un cuento navideño desde luego muy potente y esperanzador. Digo esperanzador porque parece que la aniquilación total es el límite que no estamos dispuestos a sobrepasar, al menos la gente de a pie, en este caso esos soldados que, al fin, desobedecen de las ordenes de sangre de sus superiores. Un relato que diría desarrolla una cita que creo recordar que decía algo así como que si la guerra era tan necesaria, que fueran solo los líderes que la organizaban quienes la lucharan.
ResponderEliminarUn cuento de Navidad estupendo con ese trasfondo moral sobre el límite de la obediencia debida o la justificación de la desobediencia. Mucha suerte en el concurso! Un abrazo!
Hola David, la verdad es que el relato se me ocurrió escuchando el "Last Christmas" de Wham, pensando en qué podría significar las últimas Navidades y extrapolándolo de lo personal a lo universal. En los años 60 creo que fue se hizo un experimento en USA (probablemente se replicaría en otros países) en los que se simulaba un ataque nuclear real y muchos de los operadores se negaron a pulsar el botón sabiendo que la consecuencia de hacerlo sería la misma que no hacerlo, su final. Yo he exagerado un poco la cifra pero la idea es la misma. Los juegos de guerra de los que mandan los sufrimos los que no, y cuando obedecer supone la destrucción total la disyuntiva está servida. Respecto al concurso... ya han salido los 10 relatos que optan al premio y no estoy entre ellos así que otra vez será. Un abrazo.
EliminarHola, Jorge, vaya juegos de guerra te has marcado y con la Navidad de fondo, principio y fin con esos villancicos lejanos. Juegas al despiste desde el principio pero el drama está presente, aunque nunca imaginé el devenir de los actos, devenir que se queda en algo menos por la "debilidad" reticente a dejar de existir. Buena moraleja y genial cuento que te deja con la neurona parloteando.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo y mucha suerte!
Ay, acabo de ver que dices que no has salido entre los diez primeros, bueno eso no significa que el relato no sea merecedor, a mi me ha encantado!
EliminarHola Pepe. Esa era la idea, iniciar el relato de una forma y cambiar el pie a mitad, dando un sentido diferente a eso de "las ultimas navidades", que no lo son solo para el protagonista sino que pueden serlo para toda la humanidad. Efectivamente no he quedado entre los diez primeros, esto de los concursos depende de muchos factores y también de la calidad de los competidores. Un abrazo.
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