miércoles, 27 de noviembre de 2024

El arte de la intimidación

    Lo más gracioso fueron los dos gorilas que me cachearon a la entrada, ¡si ellos supieran! Tampoco había mucho donde rebuscar más allá de mi camisa caqui, los bolsillos de las bermudas y mi inseparable turbante. Después, con malos modos, me acompañaron hasta la puerta del despacho tras la que ahora montan guardia.

El hombre gordo y trajeado me mira altivo, sentado en su sillón encuerado. Fuma un puro con parsimonia y, de vez en cuando, escupe sin disimulo hacia mi rostro el humo espeso, que me hace toser. Las paredes están forradas en madera, como atrapándome en el oscuro camarote de un galeón. Me ha parecido distinguir un Renoir. Desde una esquina, la cabeza melenada de un león me observa desafiante. Al fin, el gordo se digna a hablarme tras la maciza mesa de roble.

—Escúcheme señor ¿Chalau?

—Cholula.

—Explotaremos las minas por mucho boicot que usted y los suyos quieran hacernos. Esas tierras han dejado de pertenecerles. Entiéndalo, nada pueden contra —gesticuló abarcando la estancia— nosotros. Si le he permitido venir hasta aquí es sólo para dejárselo claro, ¡de una vez por todas!

—Tendremos que hablarlo.

—¡Por el amor de Dios! Mírese. Seguro que ni siquiera ha tenido un trabajo decente en su vida.

—Fakir. Era fakir.

Me observa desconcertado. No solo él domina el arte de la intimidación. Encojo el estómago y siento arcadas. Comienza a salirme por la boca, hasta caer sobre mis manos, un afilado estilete. El gordo palidece.

—Como le decía, señor Rothschild…


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