El hombre gordo y trajeado me mira altivo, sentado en su sillón encuerado. Fuma un puro con parsimonia y, de vez en cuando, escupe sin disimulo hacia mi rostro el humo espeso, que me hace toser. Las paredes están forradas en madera, como atrapándome en el oscuro camarote de un galeón. Me ha parecido distinguir un Renoir. Desde una esquina, la cabeza melenada de un león me observa desafiante. Al fin, el gordo se digna a hablarme tras la maciza mesa de roble.
—Escúcheme
señor ¿Chalau?
—Cholula.
—Explotaremos las
minas por mucho boicot que usted y los suyos quieran hacernos. Esas tierras han
dejado de pertenecerles. Entiéndalo, nada pueden contra —gesticuló abarcando la
estancia— nosotros. Si le he permitido venir hasta aquí es sólo para dejárselo
claro, ¡de una vez por todas!
—Tendremos que
hablarlo.
—¡Por el amor
de Dios! Mírese. Seguro que ni siquiera ha tenido un trabajo decente en su
vida.
—Fakir. Era fakir.
Me observa
desconcertado. No solo él domina el arte de la intimidación. Encojo el estómago
y siento arcadas. Comienza a salirme por la boca, hasta caer sobre mis manos, un
afilado estilete. El gordo palidece.
—Como le
decía, señor Rothschild…
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