jueves, 22 de enero de 2015

La Leyenda del Nanda Devi


"Gracias por el mundo en que vivimos, gracias por tanta belleza que encontramos en el riesgo".


Willy Unsoeld


I

La gran masa de roca se alzaba sobre el horizonte, dibujando una silueta arisca y caprichosa recortada contra el cielo azul del Himalaya. El viento despeinaba su cumbre, desprendiendo un penacho de nieve blanquecina que se alejaba de la montaña como si fuese una columna de humo. A sus pies se abría un amplio valle cubierto por una espesa niebla que parecía envolverlo todo entre algodones, desplegando ante mis ojos un paisaje de ensueño. Contemplaba extasiado la Montaña, todavía sin llegar a asimilar que me encontraba al fin ante aquella cumbre legendaria. El Nanda Devi se alzaba majestuoso y desafiante como retándome, pobre mortal, a ascender por sus laderas escarpadas para coronar sus casi ocho mil metros.

Los nativos la habían bautizado con ese femenino nombre, Diosa dadora de Felicidaden la lengua local, tal vez adivinando en su majestuosidad la encarnación del anhelo más perseguido por todo ser humano. Mas no era el Nanda Devi una montaña cualquiera, si no que la Diosa arrastraba tras de sí un halo de leyenda desde el momento mismo en que los europeos depositaron en ella su mirada.

Situada al norte de la India, cerca de la frontera con el Tibet, se trata de un macizo formado por dos picos, el Nanda Devi Occidental y el Oriental o Nanda Devi Este, siendo la primera la más alta de ambas, cuya altitud de 7816 metros sobre el nivel del mar la convierte en el segundo pico más alto de la India tras el Kanchenjunga. La cima Occidental se halla protegida por una barrera circular en forma de anillo que comprende algunas de las montañas con mayor elevación del Himalaya Indio, incluyendo más de una decena de cumbres que superan los 6000 metros entre las que se encuentra el propio Nanda Devi Este, envolviendo lo que se ha dado en llamar elSantuario del Nanda Devi, un valle prácticamente infranqueable que se mantuvo oculto durante siglos a la mirada del Hombre.

No fue hasta el año 1934 cuando dos exploradores británicos consiguieron encontrar un escarpado y casi impracticable paso a través del cañón del Rishi, logrando la hazaña de penetrar por primera vez en el interior del Santuario. Se encontraron con un mundo virgen en el cual crecían sin interferencias varias especies endémicas de la zona. Este descubrimiento abrió el camino para que tan solo dos años mas tarde Tilman y Odell escalasen la Montaña, convirtiendo su cumbre en el pico más alto jamás coronado por el ser humano, récord que ostentó durante catorce años hasta que los franceses Herzog y Lachenal ascendieron el primer ochomil en 1950 durante su trágica expedición al Annapurna.

A principios de los años sesenta la leyenda mágica del Nanda Devi volvió a incrementarse cuando la CIA intentó colocar un aparato de espionaje con una batería de plutonio sobre su cima, con objeto de observar la posible actividad nuclear china en el Tibet, pero el dispositivo se perdió en un alud y aunque se realizaron intentos para recuperarlo jamás se dio con él. Cuando la noticia trascendió, el gobierno Indio montó en cólera ante la posibilidad de que las sagradas fuentes del Ganges quedasen contaminadas y el Santuario fue cerrado a los extranjeros hasta 1974. Durante los años que siguieron se produjo una progresiva degradación del entorno debido a la presión y los residuos dejados por las expediciones, hasta que en 1983 el Santuario fue cerrado definitivamente, convirtiéndose en un Parque Nacional.

Al igual que muchas cumbres del Himalaya, el Nanda Devi cuenta en su haber con hazañas épicas y tristes tragedias en las que se dejaron la vida tantos aventureros del alpinismo. La muerte de un par de escaladores intentando realizar la travesía entre las dos cumbres en 1951, o la expedición India de 1981 que terminó con el asesinato de dos alpinistas y el fallecimiento de otros tres por accidente, forman parte también de la leyenda negra de la Montaña.

Sin embargo, todos los hechos extraños que rodean al Nanda, las gestas heroicas que unos pocos escribieron sobre sus laderas y las tragedias que contemplaron sus escarpadas cumbres no eran ante mis ojos si no menudencias comparadas con el acontecimiento que desde que conocí y empecé a amar la Leyenda del Nanda Devi me había sobrecogido. En el año 1976 una expedición Estadounidense llegó al Santuario con el objetivo de escalar la cumbre Occidental, logrando que tres de sus alpinistas consiguiesen conquistar la cima. Formaba también parte de la misma Willy Unsoeld, célebre escalador Norteamericano que moriría apenas tres años después durante una avalancha en el Monte Rainier. Unsoeld, como tantos otros, había caído presa del hechizo mágico de la Montaña, hasta el punto de bautizar a su propia hija con el nombre de la Diosa Blanca. La niña creció respirando el amor por el alpinismo y deseando convertirse en una gran escaladora como lo era su progenitor. Cuando se fraguó la expedición al Nanda Devi y su padre le propuso llevarla consigo para escalar la cumbre que llevaba su nombre, la muchacha aceptó sin dudarlo un instante. Ninguno de los dos podía imaginarse entonces lo trágica que resultaría aquella decisión. Nanda Devi Unsoeld no pudo soportar la dureza de la ascensión y murió de frío y agotamiento en el campo IV, mientras los escaladores aguardaban el paso de una tormenta para proseguir el descenso. Su propio padre y sus compañeros, sobrecogidos por el dolor, empujaron el cadáver por las laderas escarpadas dejando que el cuerpo de la joven tocaya de la Diosa de la Felicidad descansase para siempre arropada por las nieves perpetuas de las cumbres.

Desde que siendo un niño conocí la historia de Nanda Devi Unsoeld, ésta me atrapó con la magia endemoniada que parece poseer todo lo que tiene relación con la Montaña.Comencé a buscar información sobre su vida y todo lo relacionado con ella. En aquella época se fraguó mi interés por la escalada y devoraba cualquier lectura relacionada con el tema que cayese entre mis manos. Durante los ratos libres me perdía por los montes próximos y caminaba largo rato sobre las rocas. Con el paso del tiempo comencé a llevar a mis amigos, realizábamos excursiones los fines de semana en las que pasábamos horas deambulando por las montañas sin ningún rumbo fijo. Terminé por apuntarme a un club y empecé a escalar de manera más profesional, en un inicio con la disposición e inexperiencia del principiante, pero no tardé en convertirme en un montañero diestro y tuve la ocasión de ascender las cumbres más importantes del país en compañía de mis nuevos camaradas. Y en todo ese tiempo, la idea de la niña que un día perdió su vida en la montaña que portaba su mismo nombre no dejó de obsesionarme, pensaba en ella en las solitarias noches de acampada cuando todos dormían y yo, bajo el manto de estrellas que brillaban en el firmamento la imaginaba a mi lado escalando las mismas cumbres que hollaban mis pies.

Cierto día cayó en mis manos el libro que relataba las peripecias de la expedición que costó la vida a la hija de Unsoeld, y pude contemplar impresa su fotografía. Me miraba sonriente, su imagen congelada por la instantánea mostraba una hilera de dientes blancos como el marfil, el cabello rubio le enmarcaba un rostro redondeado y alegre que regalaba una vitalidad que en poco tiempo le arrebataría el trágico discurrir de la vida. Recorté la hoja y la guardé bajo mi chaqueta. Desde entonces llevaba su fotografía siempre conmigo, y juré que dedicaría mi existencia al alpinismo y algún día, aunque me fuera la vida en ello, llegaría hasta el Santuario del Nanda Devi para retar a la Montaña y coronar su cumbre, para pisar sus laderas igual que lo hiciera Ella, para estar cerca de donde reposaba para siempre el cuerpo de la mujer que había aprendido a amar todas las noches en la oscura soledad de mis pensamientos. Sabía que la chica se había convertido en una obsesión, mas necesitaba ya de su memoria como una droga para seguir viviendo.

Por eso, cuando tuve conocimiento de que se fraguaba una nueva aventura en el Nanda Devi, hice todo lo posible por participar en ella. Era la primera expedición extranjera en muchos años que había conseguido un permiso para penetrar en el Santuario y escalar el Nanda Devi Occidental desde su interior, por la misma trágica ruta del 76. Toda mi vida había esperado ese momento, y por fin a mis veintidós años recién cumplidos me hallaba contemplando con mis propios ojos las cumbres nevadas de la Diosa de la Felicidad, que semejaba llamarme con el aullido del viento que ululaba sin cesar... “Tengo lo que siempre has anhelado, ¡ven a buscarlo!...” parecía repetirme una y otra vez con su voz resquebrajada y burlona. Y yo, clavado ante ella con la mirada altiva, no dejaba de pensar para mis adentros, sin responderle, “mañana, mañana a estas horas, por fin, estaré pisando tus laderas”. ¿Qué me reservaría la Montaña tras las nieves perpetuas y sus aristas escarpadas?. Anochecía, y la rocosa silueta empezaba a difuminarse en el horizonte. Me puse en pie, cerré mi diario y dando media vuelta penetré en la tienda de campaña.


II

Amaneció un día frío, con el cielo despejado y teñido de un azul límpido e intenso. Durante la última semana había nevado copiosamente y eso nos tuvo parados esperando que el tiempo concediese una oportunidad de asaltar la montaña. A nuestra llegada al Santuario nos habíamos dedicado a aclimatarnos y equipar la escarpada arista de la Roca montando los campamentos de altura. Durante esos días el clima tuvo el detalle de respetarnos y en poco tiempo pudimos avanzar con rapidez, hasta que con todo ya listo para el asalto final las incesantes nevadas nos obligaron a refugiarnos en el Campo Base. Al fin pudimos contemplar de nuevo la luz del sol y supimos que en la jornada siguiente deberíamos aprovechar la oportunidad que se nos brindaba. El valle y la montaña aparecían cubiertos por un espeso manto de nieve, incrementando con ello el riesgo de aludes, pero teníamos la certeza de que era en ese momento o nunca cuando podríamos plantearnos la ascensión, y decidimos afrontar el riesgo a sabiendas de que como en cualquier expedición de alta montaña existe siempre cierto peligro inherente a la escalada.

Nos habíamos levantado aún con la oscuridad de la noche, y comenzamos temprano a preparar el material. Desayunamos cuanto pudimos, haciendo acopio de fuerzas para afrontar el largo día que nos aguardaba y bebimos un caliente té amargo con objeto de evitar la deshidratación. Cuando los primeros rayos del sol despuntaron tras las cumbres, mis manos se afanaban en ajustar los imprescindibles crampones sobre las botas. Escuché una voz a mis espaldas y reconocí al instante su inconfundible acento inglés.

– ¡Ya están suficientemente seguros, Richie! – dijo soltando una carcajada.

Mi amigo John Spencer insistía en llamarme de ese modo, transformado el Ricardo con el que me habían bautizado mis padres en un nombre más anglosajón, y con el tiempo desistí de tratar de convencerlo para que no intentase enmendar la plana a mis progenitores. Había conocido a John dos años atrás, durante una expedición al monte Cervino entre las fronteras Suiza e Italiana. Enseguida hicimos buenas migas y él, que era unos años mayor que yo y contaba con una dilatada experiencia como montañero, me acogió como si fuese una suerte de aprendiz. Desde entonces habíamos coincidido ya en varias expediciones, y fue en parte su prestigio como escalador y su recomendación lo que posibilitó que pudiese participar en mi soñada aventura al Nanda Devi.

Cogí su mochila y se la arrojé a las manos, comprobando que tenía los reflejos en tan buena forma como siempre. Nos unimos al resto de escaladores y juntos partimos al asalto de la montaña. El ambiente en el grupo era distendido y durante las primeras horas abundaron las bromas y los comentarios jocosos, mas la dureza de la ascensión terminó por hacer mella en nuestros cuerpos y al cabo de un tiempo el silencio fue la tónica dominante, solo roto por el jadeo ahogado de las respiraciones y el lejano crujir de algún témpano que amenazaba con desprenderse de cualquier cornisa. Marchaba delante de John, que me seguía sujeto por la soga, pues nos habíamos encordado en grupos de a dos. Caminamos buena parte de la mañana arrastrando nuestros pies sobre la nieve, hasta que alcanzamos las inmediaciones del campo IV, el mismo lugar en el que había fallecido la niña que sin ella saberlo me había traído hasta allí.

Atravesábamos una arista de escasa anchura, lo que nos obligaba a marchar en rigurosa fila india. Volví la cabeza y contemplé el surco profundo de nuestras huellas; entonces observé como en cuestión de segundos el rostro de John transformó su expresión en una mueca alarmada. Casi al instante sentí que el suelo que pisaba, hasta hacía unos segundos firme como una roca, cedía bajo mis pies produciendo un crujido seco que quebró el diáfano silencio. Miré hacia abajo y de forma instintiva procuré mantener el equilibrio, pero la masa de nieve comenzó a moverse arrastrándome con ella. Entreví fugazmente a John, que trataba de sujetar la cuerda que nos mantenía unidos, hasta que él mismo cayó empujado por la avalancha que parecía querer llevarse consigo toda la ladera. Comencé a rodar por la arista entre la masa de nieve que me envolvía, perdiendo la noción del tiempo y el espacio. Caí durante varios segundos, minutos tal vez, golpeándome contra las rocas a una velocidad creciente. Intentaba asirme a algún saliente que pudiera detener la caída, convencido de que el próximo golpe podría ser el definitivo. No dejaba de escuchar mi propia respiración tratando de llenar los pulmones con el aire helado de las cumbres, entre la nieve que cada vez me dejaba menos espacio para robarle a la montaña una bocanada, mientras el estruendo ensordecedor del alud me taladraba los oídos.

Al fin, mi mano derecha agarró lo que parecía un saliente en la roca y conseguí detenerme. Experimenté una fuerte sacudida al frenar en seco el rápido descenso y sentí un dolor intenso en el hombro derecho, que pareció salirse como si se hubiera dislocado. La masa de nieve voló sobre mi cuerpo, amenazando con arrastrarme de nuevo hacia el abismo, mas conseguí resistir apretándome contra la pared y clavando los pies en el hielo, asido a la roca salvadora tan solo por un brazo. Notaba como el guante empezaba a salirse y luché por seguir agarrado, pero la fuerza de la nieve y el dolor cada vez más insoportable terminaron por doblegarme hasta que percibí la piedra cortante desgarrando la piel sobre mi mano desnuda y nuevamente me sentí caer hacia el abismo, rodando y magullándome contra las rocas. Tras un instante de desconcierto, mi cabeza golpeó con fuerza contra algo duro y la realidad se volvió nebulosa y distante por un momento, hasta que todo quedó sumido en una negra, pero al fin tranquila, oscuridad.


III

Sentía un frío que parecía invadirme desde las mismas entrañas. Antes de eso, todo aparecía confuso, como si hubiera dormido durante años y comenzase a despertar. Traté de incorporarme pero un dolor agudo en la pierna izquierda me taladró el alma. Mi garganta ahogó un grito que pugnó por materializarse sin conseguirlo. Abrí los ojos y el haz de luz reflejándose en el blanco paisaje me obligó a entrecerrarlos nuevamente. Permanecí quieto durante algunos minutos, tratando de asimilar la situación, hasta que la amenaza certera de una muerte por congelación me obligó a hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para incorporarme. Realicé un primer examen y comprobé que tenía rota la pierna izquierda, que sin duda se habría golpeado contra alguna roca. El hombro derecho me dolía intensamente, apenas era capaz de moverlo y a buen seguro tenía un par de costillas quebradas, además de diversas magulladuras. Sin embargo seguía con vida, y el instinto de supervivencia me empujaba a buscar un modo de salir de aquella situación.

Comprobé que la cuerda que me sujetara a John se había cortado durante la avalancha. Eché un vistazo a los alrededores, me encontraba en un pequeño valle circular de unos doscientos metros de diámetro, cubierto de nieve y rodeado de escarpadas paredes por tres de sus lados, mientras que en un extremo caía en pronunciada pendiente hacia el pie de la montaña. Alcé la vista en dirección a la masa de roca por la que me había deslizado y el desasosiego se adueñó de mi espíritu al comprobar la dificultad que tendrían el resto de mis compañeros, suponiendo que siguiesen con vida, para bajar a rescatarme. Llené los pulmones con el aire frío de las cumbres, soportando el dolor que me oprimía el costado, y con las escasas fuerzas que me quedaban lancé un grito al vacío que se perdió ahogado en las laderas, devolviendo un eco que se fue apagando engullido por la inmensidad del Himalaya. Me sentí desfallecido y sin esperanzas, avocado a morir en aquel lugar frío y solitario sin un alma amiga que me reconfortase en el último momento. Mi cuerpo se desplomó de nuevo sobre la nieve, aplastado por un cansancio inhumano que me consumía. Fue entonces cuando lo vi.

Mis ojos se concentraron en una mancha oscura que se divisaba en uno de los bordes del pequeño valle, destacando en medio de la nieve y rompiendo el monótono colorido del paisaje, como si hubiese sido puesta allí por alguna mano ajena. Aún en las trágicas circunstancias en las que me encontraba la curiosidad azuzó mi fuerza de voluntad y sentí la necesidad de acercarme. Arrastré el cuerpo reptando sobre la nieve, apoyando los brazos y la pierna sana para impulsarme. A medida que me acercaba el bulto se hacía más nítido, hasta que ya no me cupo duda alguna de que se trataba de un elemento artificial creado por la mano del hombre. El dolor que me consumía se desvaneció, perdiéndose en el mar de sensaciones que ahora ocupaban mi mente. Al fin logré llegar, jadeante y extenuado, junto a aquella cosa depositada al pie de las paredes de roca.

Estaba formado por una tela plástica a cuyo alrededor se habían anudado toscamente unas cuerdas. Medía algo más de metro y medio de largo, aunque al estar parcialmente cubierto se me hacía difícil hacerme una idea de su tamaño real. Caí en la cuenta de que se trataba de un saco de montañero al advertir el discurrir de una cremallera sobre uno de sus costados, pero no pude reconocer el modelo entre los que estaba acostumbrado a utilizar. La tela se encontraba raída y desgastada en varios puntos, desvelando las huellas del paso del tiempo. Palpé el objeto con las manos casi insensibles, comprobando que albergaba en su interior algo duro y consistente. Advertí que en el extremo más alejado el saco estaba roto. Vacilé al acercarme a la hendidura, mas hice acopio de fuerzas para reptar hasta ella. Mi mano temblorosa lo asió con ansia y traté de tirar hacia abajo, pero tras un breve forcejeo la paciencia acabó por agotárseme, hasta que con ambas manos sacudí la tela raída que terminó por romperse. Ni aún sabiendo lo que iba a encontrar hubiera estado preparado para aquel momento.

Mis pulmones se quedaron sin aire y el corazón se me detuvo congelado en un segundo interminable que pareció durar toda una vida. Ante mis ojos apareció un rostro redondeado, de una tez casi tan pálida como la nieve que me rodeaba. El cabello aún conservaba sus tonos dorados y caía a ambos lados de una cara a medio camino entre niña y mujer. Las cejas, también rubias y de pelo ralo, trazaban una fina línea sobre unos ojos pequeños, cerrados para dormir un sueño eterno entre las cumbres. Sus pómulos marcados invitaban a regalar un beso sobre aquellas mejillas otrora sonrosadas y llenas de vida, y en sus labios inertes brillaba todavía una sonrisa que ni la muerte había conseguido arrebatarle. Tantas veces había visto aquel rostro, tantas noches pasara en vela soñando despierto con sus facciones juveniles, que habría sido imposible no reconocerla. Nanda Devi Unsoeld yacía allí, ante mis ojos, la montaña la había conservado intacta arropada bajo su manto para regalarme ese momento que bien podía justificar una vida entera.

Me quité el guante que todavía cubría una de mis manos y la acerqué al rostro de mi amada. Las bajas temperaturas pronto me producirían serias congelaciones, pero no me importaba ya nada más que estar allí, con ella, tocándola para convencerme de que no era un sueño todo cuanto me acontecía. Besé su frente, fría como un témpano de hielo, los dedos se me enredaron en su cabello ensortijado, junté mi rostro con el suyo y abracé su cuerpo para no separarme ya nunca de su lado. Poco a poco todo se fue volviendo nebuloso e irreal, salvo sus facciones aniñadas recortadas contra el cielo azul de la mañana. “¡Mi amor, mi vida!” escuché una voz femenina que me sacó del sopor en que me había sumido. Entreabrí los ojos y la vi de pie ante mí, frente a un sol que me cegaba por momentos. Sus manos extendidas me invitaban a tomarlas mientras me regalaba su sonrisa siempre eterna. Estiré el brazo y sentí el tacto de su piel, ahora cálido y reconfortante, una mano firme se cerró sobre la mía para llevarme junto a su lado y supe entonces que mi destino estaba allí, entre las nieves perpetuas del Nanda Devi acompañando a mi amada, y que ya nunca jamás habría nada que pudiera separarnos.


IV

Durante todo el día la muchacha había visto como el sol describía un círculo en el horizonte sobre la Montaña, mientras ella misma y el resto de los miembros del equipo, ayudados por los porteadores, deshacían los bártulos a su llegada al Campamento Base. Ahora, con la sensación del deber cumplido y tras una ligera cena en compañía de los demás, se había retirado unos metros para sentarse sobre una roca y contemplar como el Astro Rey se perdía en la lejanía, tiñendo de rojo las tenues nubes que se extendían como pedazos de algodón deshilachado sobre las cumbres que formaban el legendario Anillo del Nanda Devi. Sostenía en su mano una taza de té casi hirviendo, que humeaba sin tregua tratando de emular pobremente las formas caprichosas que se dibujaban sobre la cordillera, y apuró un sorbo corto que la hizo entrar en calor. La nieve que cubría las cumbres iba perdiendo poco a poco su color para transformarse en una sombra, hasta que ya sólo distinguió las aristas escarpadas recortando su silueta contra el rojizo cielo del Himalaya. Aquellos momentos de soledad, sin más compañía que el sonido del viento azotando en suaves ráfagas el valle, la transmitían una paz que difícilmente encontraba en cualquier otro lugar y la ayudaban a poner en orden sus pensamientos. De repente una voz masculina la sacó de su mundo de ensoñaciones.

– ¿Le importa si me siento un momento? – preguntó.

Ella se volvió hacia el recién llegado, su larga melena rubia ondeó ayudada por la brisa, que no tuvo reparos en despeinarla. Apartó el cabello con una mano para contemplar el porte atlético del muchacho. Se trataba de un mozo de unos veinte años, alto y espigado, de cabello negro y la piel curtida por el sol. Durante las pocas jornadas que tuvieron ocasión de compartir lo había visto entre los miembros de la expedición y llegaron a intercambiar algunas palabras, pero hasta ese momento no tuviera ocasión de charlar con él a solas.

– Adelante – asintió, mientras le hacía un sitio a su lado sobre la roca.

El hombre se acomodó y se quedó un instante contemplando el horizonte.

– Bonita forma de terminar el día, la vista es majestuosa – dijo al fin, tras unos segundos de silencio.

– Lo es – concedió la muchacha – .La Diosa es hoy generosa con nosotros.

– ¡La Diosa de la Felicidad!. ¿Ha venido aquí por eso, buscando la felicidad tal vez?.

Ella lo miró, escrutando su rostro anguloso.

– ¡Creo más bien que es la felicidad quien me busca mi! – rió divertida – pero hasta ahora le he sido un tanto esquiva. Quizás me haya guiado hasta este lugar para atraparme ya sin remedio.

– No se si felicidad, pero después de unos días en estos parajes sería imposible no entablar amistad con la paz y la tranquilidad.

– Y usted, ¿qué ha venido buscando hasta este lugar remoto?.

– Supongo que lo mismo que cualquier alpinista – respondió el muchacho sin pensarlo demasiado – .Superarse a uno mismo, afrontar un reto que no está al alcance de todo el mundo... ¿no es ese el motivo por lo que estas montañas son tan frecuentadas?

La chica rió como si acabase de escuchar el mejor de los chistes, provocando un momento de desconcierto en el muchacho.

– Eres joven, ¿la primera vez que vienes al Himalaya? – replicó pasando a tutearle.

– Hasta ahora sólo había escalado en las cordilleras más elevadas de Europa – confesó el chaval.

– Al principio se buscan ese tipo de cosas – se sinceró ella – pero con el tiempo una se da cuenta que todo eso no pasa de ser más que parte del propio ego. Las grandes Montañas guardan otros secretos, y descubrirlos termina siendo un juego mucho más emocionante – dijo con una sonrisa – .Aprenderás a ver los misterios que hay detrás de cada cumbre. Esta montaña, sin ir más lejos, guarda entre sus paredes leyendas memorables.

– Conozco la historia del Nanda Devi. Lo infranqueable de su entorno, el record que ostentó durante años al ser la montaña más alta jamás coronada, el espionaje nuclear... y por supuesto la trágica muerte de la hija de Unsoeld.

Ella sonrió nuevamente, complacida.

– De todas las peripecias que se han vivido en la Montaña, la muerte de Nanda Devi es probablemente la mas trágica. Esa y el otro extraño suceso que figura en el haber de la Diosa, tan relacionado con la primera – concluyó con solemnidad.

El chico la miró sin adivinar a que se refería y ella no tardó en advertir la expresión asombrada que despuntó en sus angulosas facciones.

– ¿Me vas a decir que no conoces la historia de Ricardo Mendoza? – preguntó alzando la voz .

El muchacho se encogió de hombros sin saber de que le hablaba, ella lo miró como una madre paciente que instruye a sus hijos en los secretos de la vida.

– Es una historia que circula desde hace años entre los alpinistas, pero poco conocida fuera del grupo de locos que no tenemos otra cosa que hacer que subir montañas. – dijo en tono de broma – .Yo tengo la suerte de conocerla de primera mano.

– ¿Ah sí?. Parece que la cosa se pone interesante – respondió el muchacho, intrigado.

La chica sonrió de nuevo, clavó la mirada en sus ojos e intuyó la curiosidad que había despertado en él. Se tomó unos segundos para lanzar una mirada al valle y comenzó a relatar con su voz pausada.

– Cuando era una chiquilla, mi padre nos solía sentar a mí y a mis hermanos junto a la chimenea y entonces nos contaba anécdotas sobre sus aventuras por lejanas tierras. Para mí, que era todavía una niña, esos lugares se me antojaban paraísos de ensueño, donde la civilización quedaba al margen y un mundo nuevo e inexplorado prometía un sinfín de emociones. Tenía una facilidad innata para narrar y cuando volvía a casa después de cada viaje todos esperábamos ansiosos la llegada de la noche para escuchar las aventuras de sus andanzas. Mi padre era también alpinista, quizás lo conozcas, se llamaba John Spencer.

– ¿Eres la hija de Spencer, el mítico explorador? – preguntó el muchacho boquiabierto.

– Sí – recalcó ella sonriendo – Además de ser un gran escalador era también una gran persona – dijo, al tiempo que por un segundo la tristeza se permitió asomar tras sus ojos claros.

– Sentí mucho lo de su muerte hace un año – replicó el chico.

– En el fondo siempre supe que moriría en la montaña, él era un hombre de acción y necesitaba probar constantemente nuevos retos. Cuando se planteó hacer aquella invernal al Manaslu sentí la corazonada de que quizás no volvería a verlo más, y así fue, un alud se lo llevó por delante para sepultarlo para siempre en las faldas del ochomil.

Se hizo un silencio repentino sólo roto por las ráfagas del viento helado que los acunaba por momentos.

– Pero eso ya forma parte del pasado, hay que aceptar la muerte como parte e la vida – dijo resignada – .El caso es que en una ocasión mi padre nos contó la historia más triste y hermosa a un mismo tiempo que jamás haya escuchado sobre el alpinismo de alta montaña. Fue a su regreso de una expedición aquí, al Nanda Devi. Había venido junto a un grupo de escaladores con la intención de afrontar la subida por la misma ruta que hemos elegido nosotros. Entre los miembros de la expedición se encontraba un muchacho español con el que había llegado a hacer buenas migas. Por desgracia durante la ascensión un alud alcanzó a los expedicionarios. El caso es que el joven, junto con mi padre y otros dos alpinistas, fueron arrastrados por la nieve, pero la avalancha alcanzó de lleno a Ricardo y se lo llevó consigo ladera abajo. Tardaron un día en llegar hasta él, con la ilusión de que aún se encontrase con vida.

– Continúa, por favor – lo animó el muchacho, ansioso por conocer el desenlace.

– Lo encontraron tumbado sobre la nieve, mas la imagen que se ofreció a la vista de los expedicionarios fue algo inenarrable. Junto a su cadáver se encontraba también el de la joven Nanda Devi Unsoeld, intacta a pesar del paso de los años debido a frío que preservó su cuerpo momificado. Ricardo estaba abrazado a ella, tenía la mirada perdida como si en el momento de su muerte alguien más se encontrase junto a él, y uno de sus brazos se hallaba extendido aparentando alcanzar algo. En su cara petrificada ya para siempre se dibujaba una sonrisa de felicidad, como si la muerte no fuera más que un camino para alcanzar una meta más elevada

– ¡Que increíble casualidad! – exclamó el chaval – ¡Que Ricardo fuese a parar justo al lugar donde descansaba para siempre la infortunada Nanda Devi!.

– Lo es – concedió la muchacha – .Todos los miembros de la expedición estuvieron de acuerdo en que no fue si no una treta del destino la que había unido a aquellas dos pobres almas. Rescataron de sus bolsillos un viejo recorte con la foto de Nanda Devi y un diario que Ricardo escribía con regularidad, y dejaron allí los cuerpos para no perturbar su descanso. Mi padre se trajo el diario a casa, pues el chico no dejaba familiares conocidos y él era que se supiese su mejor amigo. Tuve ocasión de leerlo siendo niña y lo que contenía me dejó más sorprendida si cabe que la propia historia. Las páginas dejaban entrever que Ricardo estaba locamente enamorado de Nanda Devi, un amor platónico al que nunca había conocido pero que marcó su vida y su destino, y vino a la Montaña buscando sentirla más cerca todavía, con el secreto anhelo de encontrarse con ella, al menos en espíritu.

– ¡Es impresionante! – exclamó el muchacho aún sin salir de su asombro – .Un hombre que va en busca de un amor inalcanzable y que finalmente acaba muriendo junto a ella.

La chica lanzó un hondo suspiro, que la brisa enseguida se llevó hacia el valle.

– Por eso creo que la Diosa es a veces generosa. Ricardo vino aquí en busca de un sueño imposible, y la Montaña le concedió la felicidad de la única forma en la que creo que hubiera sido capaz de encontrarla – recalcó.

Nuevamente se hizo el silencio, mientras el joven digería lo que acababa de escuchar en aquel paraje solitario, con la majestuosa cumbre del Nanda Devi difuminándose entre las sombras del anochecer.

– ¿No me negarás que ha sido una historia interesante? – le espetó de repente la chica entre risas.

– Realmente lo ha sido. Por lo visto has heredado la maestría de tu padre a la hora de relatar.

– Eres muy amable – agradeció ella -. Pero debemos irnos ya, mañana nos espera otra dura jornada de trabajo. Si me invitas a un té caliente, cualquier día te cuento alguna que otra historia más – dijo guiñándole un ojo.

El muchacho se incorporó y le tendió una mano ayudándola a levantarse. Se sacudieron la arenisca y comenzaron a caminar por el estrecho paso que unía con tierra firme la roca en la que habían estado sentados. Se había sentido a gusto en compañía de aquel muchacho con el que a buen seguro tendría ocasión de charlar en más ocasiones. Se preguntó si debía haberse sincerado más con él, pero desechó inmediatamente la idea, a riesgo de que la tomase por loca. ¿Cómo contarle que de niña se pasaba noches enteras sin dormir, releyendo una y otra vez los pasajes del diario de Ricardo Mendoza, hasta que consiguió aprendérselo de memoria?. ¿Cómo decirle que se había enamorado perdidamente del hombre que dejó su vida en la montaña persiguiendo un anhelo sin sentido? ¿Cómo justificar, sin parecer que perdiera la cordura, que allá donde fuese la acompañaba siempre una fotografía, robada a escondidas del álbum de su padre, del hombre que se había convertido desde muy niña en su mayor obsesión?. ¿Cómo explicar, en fin, que si en ese preciso instante se encontraba pisando el Himalaya a los pies del Nanda Devi era simplemente porque su amado pisara antes esos mismos parajes para venir a morir en ellos?.

Hacía frío, se había levantado una ligera brisa y no existía más luz que la linterna con la que el muchacho iluminaba el camino. Se colocó a la par de la chica y la tomó del brazo, guiándola entre las piedras. Admiró su porte, alta y esbelta como era, con su cabello largo y ondulado cayéndole sobre la espalda, hermosa como la puesta de sol que tan sólo unos instantes antes les había regalado la naturaleza.

– Por cierto, me llamo Jonathan – dijo rompiendo el silencio a la vez que le tendía una mano amistosa.

Esperó la respuesta, pero ella no dijo nada, se limitó tan solo a sonreírle por enésima vez en la noche.

– ¿Y tú? – preguntó al fin, intrigado.

– ¿Acaso no lo adivinas? – dijo ella entre risas, mientras un deje de orgullo le brillaba en los ojos.

El muchacho se detuvo, incrédulo, sin atreverse a decir lo que sospechaba.

– ¡Sí, mi padre también fue otro loco que cayó presa del hechizo de la Montaña! – dijo – ... Mi nombre es... ¡Nanda Devi!.


VI

Una ligera nevada caía sobre los hombres, que aguardaban en silencio. La sombra de la muerte flotaba todavía en el ambiente, esperando al último acto para dar por finalizada su oscura labor. Un viento gélido azotaba las laderas y helaba las manos enguantadas de los alpinistas, que reposaban en perfecta formación sobre el féretro improvisado con un saco de dormir y unas cuantas cuerdas de escalada. El rostro curtido de William Unsoeld se curvó en una mueca de dolor cuando, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se obligó a pronunciar unas palabras. La angustia invadía su corazón por la pérdida de lo más preciado que la vida le había entregado y que ahora se veía obligado a devolver a la muerte. Las palabras sonaron tristes, pero firmes sin embargo, cuando su voz se elevó por encima del sonido de la ventisca.

"Gracias por el mundo en que vivimos, gracias por tanta belleza que encontramos en el riesgo".

Y entonces todos los hombres empujaron al unísono, hasta que el cuerpo amortajado de Nanda Devi Unsoeld comenzó a rodar por la pendiente para perderse para siempre entre las perpetuas nieves de la Montaña, dejando de ser mortal, para convertirse en leyenda.




La Leyenda del Nanda Devi por Jorge Valín Barreiro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Basada en una obra en http://brumasdegallaecia.blogspot.com.es/2015/01/la-leyenda-del-nanda-devi.html.

2 comentarios:

  1. Me encanta tu Leyenda de Nanda Devi. No sólo por la preciosa historia sino por la forma en que la has contado. Empiezas como si fuera un documental ofreciéndonos la historia de la montaña y, poco a poco, te vas adentrando en los personajes. Me parece muy brillante y acertada la estructura del relato. Te felicito. Un abrazo

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    1. Te estás leyendo todos mis relatos Ana y yo aún te debo unas cuantas visitas, pero últimamente no tengo tiempo para nada, tendré que buscar un hueco. Este cuento lo escribí hace bastante y lo retoqué hará un año más o menos (y lo recorté bastante de paso) y me temo que se nota algo en la redacción. Me alegro que te haya gustado. gracias por la visita :). Saludosss

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