La Muerte Bella (desenlace):
Una sombra envuelta en una capa cruza el bosque. El viento que sopla sobre las copas parece advertir con un murmullo incansable que algo está a punto de ocurrir, al tiempo que esparce sombras juguetonas por la espesura; el ulular de una lechuza azuza el miedo y alerta los sentidos. Amalia camina con paso rápido, igual que si el tiempo le mordiese el alma. En sus manos sujeta un cesto en el que porta los remedios que Evaristo, el viejo curandero, le ha dado. Lo recuerda nervioso y agitado, como si el anciano supiera algo que ella desconoce. Algo importante. Enfrascada en sus cavilaciones no se da cuenta que alguien más llega por el sendero, hasta que ya es demasiado tarde. El sonido de una rama que se rompe la saca del ensimismamiento, justo a tiempo para contemplar bajo la escasa claridad que se filtra entre el follaje la inquietante figura de Isidro Fuensanta. El pirado luce una media sonrisa en los labios, un atisbo de lucidez parece haberle iluminado el entendimiento.