¿Cuánto vale una vida? Hace tiempo que intento responder esta pregunta y tan solo ahora creo haber encontrado la respuesta.
Me bautizaron Virginia.
Mancillé ese nombre a los trece años en el desvencijado asiento de un seiscientos,
entre caricias prestadas y sorbos de pasión y ginebra. Siempre viví deprisa, sentía
demasiado vértigo como para detenerme a contemplar la existencia con la laxitud
que envenena al común de los mortales. Pero no se puede correr eternamente.
Cierto espíritu inconformista y
la influencia de un profesor de militancia bohemia consiguieron empujarme a estudiar
periodismo. Fueron los años del amor libre y la crítica a un sistema que nos oprimía,
el paso por la universidad me dio la oportunidad de rebelarme haciendo honor a las
dos cosas. En poco tiempo obtuve también una licenciatura en carreras delante
de los grises. No estaba hecha para pasar el día sentada en una oficina,
y la sección de sucesos se me antojaba una gigantesca opereta para entretener a
las masas, así que enseguida comencé a peregrinar por el mundo cargada con
toneladas de inocencia y los ochocientos gramos de mi Canon F1.