Maldita sea la infausta hora en que se me ocurrió asomarme a ese limbo prohibido a los mortales.
Mi profesión me permitió hacerme con una pequeña fortuna y relacionarme con la alta sociedad. Los barones de Tremaine buscaban casar a su hija, que acababa de cumplir los dieciséis, y un médico de creciente prestigio constituía un buen candidato. Lady Leana era una joven encantadora, de larga melena rubia y vivaces ojos tan azules como el cielo de una mañana primaveral. Pareciera que le costase esfuerzo no exhibir una permanente sonrisa, que le punteaba dos simpáticos hoyuelos en ambas mejillas. Destilaba la inocencia y ensoñación propias de su edad, mas era inteligente y de conversación mordaz, ¡jamás conocí a nadie con tanta pasión por la vida! No fue difícil engatusarla, los dieciocho años que le llevaba nunca fueron impedimento. Podría ser, estoy convencido, la esposa perfecta, pero, ¿acaso no debe un hombre ser consecuente hasta el extremo con sus deseos?