martes, 20 de enero de 2015

La sonrisa de Alicia

Primer domingo de agosto. Como todos los años la familia se reúne para la acostumbrada comida de cada verano. La aldea está formada por unas casas desperdigadas de altivos muros y rojos tejados, erguidas entre prados verdes y rumorosos bosquecillos que no paran de saludar a tantos visitantes que ese día regresan a sus orígenes. La gente va llegando, se intercambian saludos y apretones de manos, los besos cambian de dueño, las sonrisas tienen alma, los recuerdos se vuelven tangibles, abandonando por un momento su esencia incorpórea. Ya en el interior, los estómagos se sacian y el vino corre más de la cuenta, animando a las lenguas a volverse parlanchinas, y las carcajadas quiebran la atmósfera.

Antaño, cuando el tiempo transcurría más despacio y todo era más simple, mi niñez cicatrizaba sus heridas durante el cálido agosto con el aire incólume de los campos. El despertar cada mañana con la metálica sinfonía del agua cayendo sobre una palangana era un regalo. Recuerdo la siega bajo un calor inmisericorde, el olor de la hierba tostada por el sol lo impregnaba todo, mientras las guadañas con su rítmico vaivén cercenaban los tallos sin apiadarse de ninguno. Añosos rastrillos se esforzaban en arrastrar la paja asustando algún saltamontes y con unas horquillas amenazadoras se cargaba el forraje sobre un aguerrido carro de orondas ruedas. Las sufridas vacas, cuyo destino estaba irremediablemente ligado a aquellos gigantes de madera, añoraban sus cálidos establos anegados del olor a estiércol y tiraban de las carretas cargadas hasta los topes, que se movían quejumbrosas como si el crudo invierno hubiera dejado sus tablas doloridas.

Las tardes discurrían plácidas, correteando por los prados en pos de una pelota junto a mis primos, mientras el rebaño vigilaba a nuestra tía que dormitaba con su sombrero de paja cubriéndole el rostro. La vieja lobera excavada en un terraplén evocaba en la memoria cuentos y leyendas de tiempos antiguos, cuando el gran cánido campaba libre por el valle dejando la impronta de sus huellas sobre la tierra humedecida.


Las noches eran hijas de la lumbre, que crepitaba adormecida en el hogar canturreando una nana mientras cenábamos en la cocina cuyas paredes lucían ennegrecidas, quizás con la morralla que durante años habían desprendido tantos corazones.


Antaño todo era más sencillo, los días no tenían minutos, la brisa hablaba al danzar entre los árboles, las estrellas podían contarse eternamente allá en el cielo. Y antaño estaba ella, tan pura como el agua de un manantial, tan joven como nosotros.


Alicia era una sonrisa imborrable dibujada en un rostro redondo. Alicia olía a hierba húmeda tras una lluvia de verano, a trigo recién segado, a flores en primavera. Olía como el aroma silencioso de las amapolas y a la niñez perdida. El viento solía jugar a despeinarla, celoso de la atención que le prestábamos, encabritando sin compasión la indomable melena negra que no dejaba de hacer malabares sobre su cabeza. El sol, sin embargo, nunca se atrevió a acariciarle la piel inmaculada, tal vez cohibido al no poder igualar la luz que irradiaban sus ojos. Su voz era poesía, adornada con aquel musical acento que me encandilaba, y rivalizaba con los cantos de los árboles mecidos por la brisa, que a menudo también callaban para escucharla. Al atardecer, contemplando la salida de Selene sobre el cielo estrellado, era incapaz de ver otra cosa que no fuera su rostro, sereno con la luna llena, guiñándome un ojo travieso en el cuarto creciente.


El tiempo pasa. Los abuelos hace tiempo que se han ido, la vieja casa ya sólo recibe visitas en una única y señalada fecha. Nos hemos hecho mayores y la cuarta generación de pequeñajos corretea por la eira vacía, despojada de los tallos que antaño formaban cónicas medas sobre su suelo empedrado; juegan despreocupados sin pensar en el mañana, confiados en que los todopoderosos padres tendrán siempre una solución para cada problema.


También la modernidad ha llegado hasta la pequeña aldea. Hace lustros que unas farolas disipan la acogedora negrura de la noche, esparciendo en su lugar una luz amarillenta. Las casas tienen agua corriente, donde los labriegos manejaban curvadas hoces las máquinas martillean ahora los oídos con su monótono ronroneo, y las obras de la nueva autovía han herido al fin el valle, dibujando una lengua de tierra yerma que se ha llevado para siempre algunos lugares imposibles de borrar de mi memoria.


El tiempo transcurre inmisericorde. Alicia se ha casado y pronto sus vástagos serán compañeros de juegos del viento y de la lluvia, como ella lo fue antaño. Pertenecemos a mundos diferentes, yo vengo de donde la ciudad ruge al comenzar el día, a ella la despiertan los trinos de los pájaros.


Una vez al año todavía sumerjo mi alma en la tranquilidad del pueblo, una vez al año aún la veo. Ella ha encontrado quien la haga feliz. Yo, sin embargo, sigo buscando quien me regale cada mañana una sonrisa. Su sonrisa.



La sonrisa de Alicia por Jorge Valín Barreiro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://brumasdegallaecia.blogspot.com.es/2015/01/la-sonrisa-de-alicia.html.

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