Isidro Fuensanta,
el pirado, camina por el bosquecillo; la ropa sucia y andrajosa, un
macuto y una hoz a su espalda. Los pájaros callan al escuchar el crujir de la
hojarasca bajo sus pies. Abandona el robledal, internándose en una extensa
plantación de eucaliptos. Donde antes había vida, ahora impera un silencio solo
roto por el tétrico crujir de los largos troncos mecidos por el viento, como un
lamento del más allá. Si no conociera el lugar, el carácter supersticioso del
pueblerino lo habría inducido a dar marcha atrás. Entre las primeras sombras de
la noche una figura se deja entrever en el sendero, cubierta con una capa. Se
adivinan unas formas juveniles de mujer, Isidro se relame los labios.
—¿Quién eres,
niña?
La presencia levanta
la cabeza, bajo su capucha asoman unos mechones rubios.
—La muerte, me
llaman.
—Tú no eres
fea, como Ella —titubea.
—Entonces ven
conmigo —muestra un papel en su mano— ¡Estás en mi lista, Isidro Fuensanta!
El pirado se arroja al suelo y suplica aterrado por su vida. La muerte, entre carcajadas, le grita que corra, si alcanza la linde del eucaliptal antes que ella, podrá vivir.