Viajaba en el asiento del copiloto de un Mercedes. El techo corredero estaba abierto y el viento me despeinaba. Dejamos atrás el pueblo y circulábamos por la carretera que bordea la costa, el mar espumeaba contra las rocas situadas al borde de las aguas. Ninguna de las dos pronunciaba palabra alguna. Yo estaba segura de que nada de lo que pudiera escuchar sería tan revelador como lo que vería en unos minutos. Al fin nos desviamos por un camino de grava y paramos frente a una casa solitaria suspendida al borde del acantilado. La puerta del garaje se abrió y nos adentramos en su interior.
— Esta era la casa de veraneo de la familia. Por esas cosas de las herencias, ahora es de mi propiedad.
Ana García Lorca bajó del auto, la seguí a través de una puerta por la que penetramos en la vivienda. Pareció que retrocedíamos varias décadas en el tiempo, la casa conservaba muebles y enseres propios de muchos años atrás. Atravesamos algunas estancias mientras el olor a madera vieja nos acompañaba en el recorrido. Salimos por una puerta acristalada a un jardín particular, el rumor del mar sonando desde la distancia nos dio la bienvenida. El recinto estaba bien cuidado, algunos rosales mecían sus ramas espinadas con el vaivén de la brisa y el césped se hallaba cortado, supuse que la propietaria debía de pagar a algún jardinero por el mantenimiento. Caminamos por entre las flores alejándonos de la casa, entonces una pequeña construcción esculpida en mármol apareció ante nosotros.