Antes de abrir la puerta, sólo escuchaba susurrar al miedo.
Era una familia extraña, pero de trato correcto. La señora, una mujer alta y delgada de tez pálida y unos cincuenta años, parca en palabras como nadie, me hablaba siempre de usted y mantenía las distancias, aunque en ocasiones hasta se le escapaba una sonrisa. El marido, por contra, solía sentarse a la noche en el sillón sin soltar su pipa, embutido en un traje gris y con una novela en la otra mano; después que yo hubiera acostado a los niños platicaba acerca de sus viajes de negocios o sobre las últimas novedades literarias. El trabajo no estaba mal pagado, aun teniendo en cuenta lo solitario de la casona. Sólo ponían una desconcertante condición: No abras jamás La Puerta.
Aquella noche ambos habían salido. Los pequeños dormían y yo miraba con un hormigueo en el estómago hacia el final de la escalera.