La Playa
El sol se
despereza rasgando el alba, asoma sobre las aguas de un mar todavía adormecido.
Sabe lo que está a punto de acontecer y ha reservado un asiento privilegiado.
Despunta el primer lucero que decora la mañana, ella llega a la hora acostumbrada, liberándose el cuerpo de las ropas que lo enjaulan. El cielo se ruboriza de encarnado, la mar suspira en cada envite por regalarle sus caricias, la brisa se empeña en erizarle la piel mientras la roza. Avanza por la playa vestida solo de un pudor aletargado y sumerge sus formas alabeadas en el abrazo infinito del mar. Neptuno brama por arrebatarla, mas Eolo también la reclama, justo equilibrio el que la mantiene a flote. Emerge del océano tiritando, diminutas gotas saladas fracasan en un intento por vencer las inmutables leyes de la física, aquellas que lo consiguen fenecen entre los brazos de una vulgar toalla.
Julio la
contempla desde un montículo. Ya rebasó los cincuenta, aunque el tiempo ha sido
generoso y su negro cabello apenas peina canas. Se siente avergonzado, pero no
puede rechazar aquel regalo. Madrugar se ha vuelto una costumbre para verla
aparecer entre las dunas y mostrarle su candorosa desnudez aún sin saberlo. Atrás
ha dejado un trabajo en la ciudad que lo devoraba, las obligaciones laborales
terminaron por convertirse en su consorte hasta que la verdadera lo abandonó
cansada ya de compartirlo. Hastiado del mundo, renunció a lo poco que tenía y
enclavó un viejo barco en una colina junto al mar.
Ella se
restriega el salitre de la piel, sus senos almibarados juegan a trazar
espirales en el aire. Acaricia la treintena, mas la vida ya le ha dejado
cicatrices en el alma. Le parece sentir el peso de una mirada, levanta su
cabeza y adivina una sombra agazapada, el cazador ha sido descubierto. Julio se
encoge, mientras la chica se viste agitada y trota descalza por la arena hasta
perderse de nuevo tras las dunas.
A la mañana
siguiente la playa aparece mustia, aquella desnudez que la adornaba no ha
vuelto a florecer.
Hay bullicio
en las callejuelas del pueblo a esa hora temprana. Julio acude para vender unos
quilos de percebes, se aferran tanto a las rocas como escaso apego tiene por su
aciaga existencia. Entre el baile de regateos fija la atención en una muchacha
que se ofrece a los turistas para pintar retratos a carboncillo. Es la chica de
la playa, esconde esta vez el cuerpo bajo coloridas vestimentas. Le cuentan que
es reciente su aparición por la villa, se aloja en una pensión y se gana la vida
dibujando. Dicen que ha llegado huyendo de un desengaño, mas ¿qué sabrá la
gente de sus desventuras? Cierra la transacción con un apresurado apretón de
manos y se planta ante la joven. Ignora si lo reconocerá, era mucha la
distancia. Le solicita un retrato y observa mientras el papel se impregna de su
alma. Tiene el cabello bermejo y despeinado, la nariz respingona sembrada de
pecas que descienden por sus mejillas y exhibe unos labios finos que se contorsionan
en muecas mientras dibuja. Al mirar tuerce un tanto uno de sus ojos azules. Es
delgada y de piel nívea, pero eso él ya lo sabía. No se puede decir que sea
hermosa, mas a Julio le parece un ángel.
La muchacha
muestra el resultado con una sonrisa. Es diestra y el parecido es evidente. Intercambian
unas palabras, el tiempo se torna lento en su compañía. Se llama Alba y todos
los días, al amanecer, la aurora pronuncia su nombre. Al despedirse ella lo
toma por sorpresa.
—¿Te apetece
dar un paseo esta tarde por la playa?
A Julio el
corazón quiere salírsele del pecho, como si tuviera prisa por llegar al arenal.
Quedan para verse a la caída del sol.
La oscuridad
devora los rescoldos de las últimas luces que el día se ha olvidado cuando Alba
y Julio comienzan a caminar a lo largo de la playa. La brisa ha decidido
acompañarlos tratando de escuchar algún secreto y traviesa despeina los
rebeldes cabellos de Alba, que contonean sin pudor sus bucles rojizos al son
del viento. Esa tarde las palabras silencian el constante cantar de las
rompientes, deshilachados sentimientos supuran de la piel estremecida,
desamores y desengaños se desprenden de un par de almas para dejarlas un tanto
más livianas. Son dos vidas tan distintas como sol y sombra, tan iguales que
pudieran haber sido escritas por la misma pluma.
Un roce a
destiempo, una caricia agazapada tras la noche, ese beso rescatado de allá
donde los besos no tienen dueño, dos cuerpos que se funden sobre la arena. La
luz escapa por las claraboyas del solitario barco encaramado a la colina. En
sus bodegas aloja un cargamento de caricias y arrumacos, mientras es mecido
entre un piélago de suspiros. Dos mortales se aman al calor de unas velas que disipan
las tinieblas que pudieran albergar todavía ese par de corazones y la mar, tan
caprichosa en ocasiones, se ofrece a poner música de fondo al nacimiento de una
nueva estrella.
El sol se
despereza rasgando el alba, asoma lentamente sobre las aguas de un mar todavía
adormecido. La silueta de una mujer emerge entre las olas. Julio la espera
sujetando una toalla que arrope su desnudez.
—Ahora ya no tendrás que espiarme tras
las dunas —su risa espanta
una bandada de gaviotas.
Aquella mañana
fue la primera de muchas otras. Alba y Julio vivieron felices, o eso dicen,
durante el tiempo que el destino les concedió en mutua compañía. Del vetusto
barco, superviviente de tantos naufragios, apenas quedan algunas tablas
desperdigadas sobre la hierba, testigos mudos de aquella historia que todavía relatan
al calor de la lumbre los ancianos del lugar.
Cuenta la
leyenda que si acudes a la playa con las primeras luces del día, podrás
contemplar como una muchacha se sumerge desnuda bajo las aguas para no volver
ya a aparecer. Pero esto no son más que leyendas. O, al menos, eso dicen.
Es un relato magnífico, Jorge. Me ha encantado. Felicidades.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias Chema. Un abrazo.
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