martes, 7 de marzo de 2023

La playa

Este relato participó en el concurso de relatos #Historiasdemujeres de Zendalibros. Se trata de una versión actualizada y reducida de un relato que escribí hace ya muchos años, que he rescatado para la ocasión. Espero que os guste.


La Playa

El sol se despereza rasgando el alba, asoma sobre las aguas de un mar todavía adormecido. Sabe lo que está a punto de acontecer y ha reservado un asiento privilegiado.

Despunta el primer lucero que decora la mañana, ella llega a la hora acostumbrada, liberándose el cuerpo de las ropas que lo enjaulan. El cielo se ruboriza de encarnado, la mar suspira en cada envite por regalarle sus caricias, la brisa se empeña en erizarle la piel mientras la roza. Avanza por la playa vestida solo de un pudor aletargado y sumerge sus formas alabeadas en el abrazo infinito del mar. Neptuno brama por arrebatarla, mas Eolo también la reclama, justo equilibrio el que la mantiene a flote. Emerge del océano tiritando, diminutas gotas saladas fracasan en un intento por vencer las inmutables leyes de la física, aquellas que lo consiguen fenecen entre los brazos de una vulgar toalla.

Julio la contempla desde un montículo. Ya rebasó los cincuenta, aunque el tiempo ha sido generoso y su negro cabello apenas peina canas. Se siente avergonzado, pero no puede rechazar aquel regalo. Madrugar se ha vuelto una costumbre para verla aparecer entre las dunas y mostrarle su candorosa desnudez aún sin saberlo. Atrás ha dejado un trabajo en la ciudad que lo devoraba, las obligaciones laborales terminaron por convertirse en su consorte hasta que la verdadera lo abandonó cansada ya de compartirlo. Hastiado del mundo, renunció a lo poco que tenía y enclavó un viejo barco en una colina junto al mar.

Ella se restriega el salitre de la piel, sus senos almibarados juegan a trazar espirales en el aire. Acaricia la treintena, mas la vida ya le ha dejado cicatrices en el alma. Le parece sentir el peso de una mirada, levanta su cabeza y adivina una sombra agazapada, el cazador ha sido descubierto. Julio se encoge, mientras la chica se viste agitada y trota descalza por la arena hasta perderse de nuevo tras las dunas.

A la mañana siguiente la playa aparece mustia, aquella desnudez que la adornaba no ha vuelto a florecer.

 

Hay bullicio en las callejuelas del pueblo a esa hora temprana. Julio acude para vender unos quilos de percebes, se aferran tanto a las rocas como escaso apego tiene por su aciaga existencia. Entre el baile de regateos fija la atención en una muchacha que se ofrece a los turistas para pintar retratos a carboncillo. Es la chica de la playa, esconde esta vez el cuerpo bajo coloridas vestimentas. Le cuentan que es reciente su aparición por la villa, se aloja en una pensión y se gana la vida dibujando. Dicen que ha llegado huyendo de un desengaño, mas ¿qué sabrá la gente de sus desventuras? Cierra la transacción con un apresurado apretón de manos y se planta ante la joven. Ignora si lo reconocerá, era mucha la distancia. Le solicita un retrato y observa mientras el papel se impregna de su alma. Tiene el cabello bermejo y despeinado, la nariz respingona sembrada de pecas que descienden por sus mejillas y exhibe unos labios finos que se contorsionan en muecas mientras dibuja. Al mirar tuerce un tanto uno de sus ojos azules. Es delgada y de piel nívea, pero eso él ya lo sabía. No se puede decir que sea hermosa, mas a Julio le parece un ángel.

La muchacha muestra el resultado con una sonrisa. Es diestra y el parecido es evidente. Intercambian unas palabras, el tiempo se torna lento en su compañía. Se llama Alba y todos los días, al amanecer, la aurora pronuncia su nombre. Al despedirse ella lo toma por sorpresa.

—¿Te apetece dar un paseo esta tarde por la playa?

A Julio el corazón quiere salírsele del pecho, como si tuviera prisa por llegar al arenal. Quedan para verse a la caída del sol.

 

La oscuridad devora los rescoldos de las últimas luces que el día se ha olvidado cuando Alba y Julio comienzan a caminar a lo largo de la playa. La brisa ha decidido acompañarlos tratando de escuchar algún secreto y traviesa despeina los rebeldes cabellos de Alba, que contonean sin pudor sus bucles rojizos al son del viento. Esa tarde las palabras silencian el constante cantar de las rompientes, deshilachados sentimientos supuran de la piel estremecida, desamores y desengaños se desprenden de un par de almas para dejarlas un tanto más livianas. Son dos vidas tan distintas como sol y sombra, tan iguales que pudieran haber sido escritas por la misma pluma.

Un roce a destiempo, una caricia agazapada tras la noche, ese beso rescatado de allá donde los besos no tienen dueño, dos cuerpos que se funden sobre la arena. La luz escapa por las claraboyas del solitario barco encaramado a la colina. En sus bodegas aloja un cargamento de caricias y arrumacos, mientras es mecido entre un piélago de suspiros. Dos mortales se aman al calor de unas velas que disipan las tinieblas que pudieran albergar todavía ese par de corazones y la mar, tan caprichosa en ocasiones, se ofrece a poner música de fondo al nacimiento de una nueva estrella.

 

El sol se despereza rasgando el alba, asoma lentamente sobre las aguas de un mar todavía adormecido. La silueta de una mujer emerge entre las olas. Julio la espera sujetando una toalla que arrope su desnudez.

Ahora ya no tendrás que espiarme tras las dunas su risa espanta una bandada de gaviotas.

Aquella mañana fue la primera de muchas otras. Alba y Julio vivieron felices, o eso dicen, durante el tiempo que el destino les concedió en mutua compañía. Del vetusto barco, superviviente de tantos naufragios, apenas quedan algunas tablas desperdigadas sobre la hierba, testigos mudos de aquella historia que todavía relatan al calor de la lumbre los ancianos del lugar.

Cuenta la leyenda que si acudes a la playa con las primeras luces del día, podrás contemplar como una muchacha se sumerge desnuda bajo las aguas para no volver ya a aparecer. Pero esto no son más que leyendas. O, al menos, eso dicen.

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