El bullicio henchía la taberna aquella noche de diciembre. Era el año 1808, y yo apenas una jovenzuela que servía viandas a quienes se resguardaban de la nevada a unas leguas de Tordesillas. Se abrió la puerta de forma abrupta y junto con un aire helado entraron unos gabachos uniformados. Desalojaron la estancia, exceptuando al dueño y la servidumbre. No tardó en aparecer una comitiva de hombres altivos, vistiendo ropas engalanadas de condecoraciones. Sentáronse a una de las mesas y ordenaron que se les sirviera vino, lo cual me apresté a hacer sin dilación. Varios de los generales no tuvieron reparo en recrearse en la linde de mi corpiño y alguno hizo el amago de deshacer el lazo que cerraba el escote, ante las risotadas de sus compañeros.
martes, 8 de febrero de 2022
Au revoir, mon amí
La isla se pierde
en el horizonte, recortada contra el cielo azul pálido del amanecer. Desde el
barco diviso sus cumbres picudas envueltas en neblina, antes de
darles la espalda. Jamás volveré a pisar su suelo. Todo empezó de la forma más
inesperada, como suelen comenzar las grandes historias.
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