jueves, 21 de marzo de 2024

La voz de Aurora

        Me hablaba. Juro que me hablaba. Ahora, embebido de la amnesia con que el tamiz del tiempo lo criba todo, semeja tan solo la fantasía de un muchacho soñador. Pero prometo que me decía las palabras más hermosas que pudiera pronunciar ser viviente. Lo juro aunque quien me escuche, me tome por loco.

Aurora era el primer lucero de la mañana, la savia que alimentaba el día. Las raíces que sostenían mi mundo. Al alba corría a su lado para saludarla antes de comenzar la jornada. Con la caída de la tarde me sentaba a su vera y la leía poemas, le susurraba canciones engranadas al mecer de las hojas y de vez en cuando, le decía piropos. Y ella se ruborizaba, y reía como el agua bajando por la torrentera. Y me hablaba, lo juro. Lo hacía a pesar de no ser yo más que un pobre rapaz huérfano que vivía de pastorear algunas reses, allá en una aldea remota de la sierra de Ancares, donde el tiempo se entretiene en deshojar margaritas. Un aldeano que leía poesía e inventaba cuentos, mas aldeano al fin y al cabo. Un don nadie enamorado de una diosa.

A veces me abrazaba a su tronco, trepaba sobre sus ramas y enjugaba el rostro con el rocío que perlaba la fronda que coronaba su figura. Y soñaba que nos fundíamos en un solo cuerpo, carne y madera, árbol y hombre. En ese momento dudaba de mi propia cordura, pero el haya altiva se reía de mi candor y de nuevo me hablaba, lo juro por lo que me es más preciado. Y entonces, todo estaba bien.

Hasta que llegó Verónica.

Era una chica de ciudad. Los zapatos acharolados se le llenaban de barro al pisar por los caminos; tuve que prestarle unas botas viejas de mi difunta madre. Tardó en entender que eran más adecuados unos vaqueros que su falda roja combinada con medias negras. Verónica llegó a la aldea para realizar su tesis acerca de la etnografía y costumbres de la región. Se alojaba en la palloza de los Folgoso, una antigua construcción que alquilaba un camastro en un rincón con cierta privacidad. Comencé a ejercer de guía por los molinos, los hórreos y algunas pinturas rupestres. Le explicaba cómo se hacían las medas en agosto y donde se molía el millo. Formamos un buen equipo. Sus veintidós aportaban reflexión, mis diecisiete un punto de ingenuidad. Casi sin darme cuenta, aquella primavera me vi con una margarita entre los dedos, imitando los juegos del tiempo quedo de la sierra. Por primera vez dejé de visitar a Aurora al caer la tarde. Después de ese día vinieron muchos otros. Cupido había disparado sus flechas en dos direcciones y ambas habían hecho blanco. Y no estaba seguro de que aquello fuera lo correcto.

Pasaron los meses y el verano tocaba ya a su fin. Yo sabía que Verónica volvería a su mundo de ladrillo inanimado y asfalto asfixiante. No había futuro en aquel lugar, hogar de robles, hayas y castaños. En mi horizonte se formaron oscuros nubarrones de tormenta.

Hasta que llegó aquel día.

Oí sus gritos antes de que el olor lo ensuciara todo. Al levantar la vista, una columna de humo rasgaba el horizonte. Abandoné las vacas a su suerte en el prado y corrí todo lo aprisa que pude. Cuando llegué a la devesa, un mar de llamas arrasaba el bosque. Traté de entrar, me quemé las pestañas, el cabello y los brazos, mas era imposible penetrar al interior de aquel infierno. Aurora gritaba y se consumía, me suplicaba que la rescatara de aquella pira gigantesca. Pero yo no podía, maldita sea, ¡no podía hacer nada!

Acudió la gente de la aldea con calderos de agua que semejaban escupitajos en el océano. Llegó Verónica. Todos derramamos tantas lágrimas que podrían desbordar el cauce del río, menguado en el estío. Pero nadie sabía de la soledad de mi angustia.

Aurora murió aquella tarde y con ella murió también un muchacho ingenuo y soñador. Un loco. Aquella tarde me adentré para siempre en el tortuoso mundo de los hombres. Aquella tarde entendí muchas cosas, y dejé de entender muchas otras.

 

La hojarasca cruje bajo mis pasos. Hace un frío hermoso y huele a campo. Las nubes se entretienen en dibujar serpentinas sobre mi cabeza. Iago y Aurora corretean por la devesa. Sus risas infantiles hacen coro con el trinar de los pájaros. Verónica deja que el viento la despeine el cabello pajizo y me sonríe. Lleva unos vaqueros ajustados y botas altas. Su silueta alabeada se burla de las formas rectas de los árboles. Creo que es feliz.

Los brotes verdes tiñen de nuevo el paisaje después de tantos años, pero todavía se observan vestigios de la tragedia. En mitad del bosquecillo, un tronco calcinado se yergue altivo. A sus pies, pequeños retoños cetrinos luchan por abrirse a la vida. Estoy tentado de decirles a los niños que son sus hermanos, pero el loco hace ya muchos años que se fue. Aunque no estoy seguro del todo.

Verónica me abraza por detrás, siento el calor de su cuerpo como si fuese la llama que crepita en la lareira. Contempla el tronco ennegrecido y susurra a mi oído: me duele tanto como a ti, pero sé que hubiera sido difícil compartirte. Guiña un ojo, me regala un beso y doy gracias por tener a mi lado a alguien que comulga un tanto de esa locura que todavía me pellizca de vez en cuando el alma.

Me hablaba, lo sé. Me hablaba igual que me hablan las piedras, las lechuzas y los acebos. Del mismo modo que habla el canto del lobo en las noches de luna llena, el regato que discurre calmo junto a mi casa, la mirada entristecida de unos ojos turbios o una sonrisa alborozada. Me hablaba igual que me susurra la vida.


Este relato participó en el concurso de Zenda libros #naturalmente en el que se pedía escribir un relato ambientado en la naturaleza en no más de 1000 palabras. 



12 comentarios:

  1. Me has dejado la piel de gallina. Leerte ha sido como revivir de nuevo alguna de las novelas de Miguel Delibes. De verdad... increíble. GRACIAS, con mayúsculas, por compartirlo.

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    1. Hola Rebeca. No había pensado en que el relato pudiera tener un aire a Miguel Delibes, pero ahora que lo dices... tal vez se podría comparar algo con su novela El Camino. No obstante ya me gustaría parecerme solo un poco escribiendo al maestro Delibes. Me alegro que te haya gustado, aunque a los miembros del jurado parece no los impresionó lo suficiente jaja, no está en la terna de los 10 primeros que optarán al premio final. Gracias por pasarte. Un abrazo.

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  2. Hola, Jorge.
    Qué letras más bonitas, de un romanticismo tan tierno que roza la pureza.
    Es preciosa la simbología que has creado, al mismo tiempo que sientes la congoja por la pérdida, pero ante todo libertad. Lo hueles y lo percibes, la belleza de la naturaleza. Y el amor a la misma.
    Enhorabuena.
    Un abrazo.

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    1. Hola Irene. Cada vez en nuestras sociedades nos alejamos mas de la naturaleza, y dejamos de lado su encanto. gracias por comentar. Un abrazo.

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  3. Es Maravilloso... Un disfrute de cuento. Te identificas completamente con el personaje, no digamos yo que también siento el alma de todos los seres naturales. Preciosísimo. Un abandono brusco de la inocencia, representada en el árbol. La madurez, el mundo artificial, y quizá insinuada también por lo de la llama, la astucia en Verónica. Gracias por compartir esta Preciosidad. Prueba en otros concursos, tiene mucho valor.
    Un abrazo!

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    1. Hola Maite. A veces uno se inclina a pensar que efectivamente la naturaleza siente. Lo del final de Verónica, no era mi intención dejar entrever que ella tenía algo que ver con el incendio, aunque cuando repasé la lectura antes de publicar pensé que quizás podía inducir a error y veo que así ha sido. Lo he modificado un poco para paliar ese efecto. gracias por comentar. Un abrazo.

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  4. No sé la suerte que corrió el relato en el concurso, pero es precioso. Felicidades.
    Un abrazo.

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    1. Hola Chema. Pues la suerte habitual, ninguna mención. Un abrazo.

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  5. ¡Hola, Jorge! Un maravilloso relato en el que nos muestras algo tan cierto como que cada nueva adquisición conlleva inevitablemente una nueva pérdida. Eso, creo, lo sabía muy bien Verónica cuando le dice que hubiera sido difícil compartirte. Lo que me lleva a elucubrar sobre la causa del incendio. Esa verdad, en tu historia, se aplique tanto al amor, el nuevo hace desaparecer el anterior, como en la forma de vida. La vida urbana conlleva perder nuestro vínculo con la naturaleza, las "comodidades" de la vida tecnológica nos hacen olvidar la magia de hablar con los árboles o simplemente olvidar que somos seres racionales, pero también espirituales. Magnífico aporte para ese reto. Un abrazo!

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    1. Hola David. Cierto es que que nuestras vidas urbanitas carecen de muchos de los elementos que desde antiguo nos unen con nuestra esencia, con esa naturaleza a la que hemos dejado de lado. Un abrazo.

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