Me crié entre verdes prados y rumorosos bosques. Adoro decírselo a todo el que me pregunta, pero en realidad siempre fui una niña de ciudad. Sin embargo en la época estival mi familia pasaba largas temporadas en la escondida aldea donde vivían mis abuelos. Se encuentra ésta al norte de la península Ibérica, en la Sierra de Ancares que delimita la frontera entre las comunidades de Galicia, Castilla León y Asturias. Es una región montañosa de difícil acceso cuyos valles se ven salpicados por pequeñas aldeas y los montes son hogar de sauces y alisos, de robles melojos o albares y robustos carballos, de arces, mostajos, acebos, avellanos y esbeltos abedules, y un sinfín de especies que pintan de verde sus laderas.
En mi niñez, llegar hasta el lugar suponía un viaje de varias horas por carreteras sinuosas y mal asfaltadas. Aún hoy en día quien se adentra en estas tierras parece sumergirse en un mundo aparte en el que el tiempo se ralentiza. Una vez allí la civilización se torna un recuerdo nebuloso, como si tan sólo hubiera existido alguna vez en sueños. El día dura más de veinticuatro horas y los problemas son arrebatados por el viento en un descuido. Los pasos se acomodan sobre una alfombra de hierba y hojarasca, el trino de los pájaros es un susurro que no cesa y la luz del sol juega al escondite entre las copas de los árboles. Sólo el motor renqueante de algún tractor pone la nota disonante al cantar de un riachuelo o el quedo mugido de las vacas.