Suena una voz apocada, parapetada tras una rendija, apenas un hilo acunando el silencio que a esa hora se adueña de todo. Musita las palabras como si le costase pronunciarlas, tal vez con vergüenza, quizás incluso con culpa. Él la esperaba y allí está de nuevo, como cada semana.
— ¿Otra vez?
El Padre Damián trata de animarla a hablar, el tono es conciliador, pareciera que aquella alma atormentada no tuviese más apoyo que el suyo. No hay reproche en sus palabras, tan sólo una invitación al desahogo.
— Otra vez, Padre.
— Te escucho.
Silencio. Son pocos quienes visitan el templo a esa hora temprana. Algunos pasos se dejan oír ocasionalmente en la lejanía. El crepitar de los cirios disipa la incomodidad de la pausa que precede a la tormenta, al tiempo que dispersa un olor puro que los envuelve.