Nada hay más preciado que la libertad y, ¿qué puede otorgar mayor libertad que la propia muerte? Así reflexionaba una tarde de noviembre en el cementerio de Pereiró. Demetrio Macías había tenido la ocurrencia de morirse y el periódico me envió a cubrir el entierro del que fuera benefactor de la ciudad. Al finalizar el sepelio, decidí dar un paseo por el camposanto.
Tras
inmortalizar algunas tumbas, me llamó la atención un gran ramo de flores depositado
junto a un panteón. Tenía el convencimiento de que no estaba allí a mi llegada.
Me acerqué con la curiosidad de una chiquilla. La estatua de un soldado recostado
sosteniendo una bandera parecía mirarme bajo una cruz marmolea, a sus pies una inscripción
indicaba el propósito del mausoleo. El monumento honraba la memoria de los
repatriados de las guerras de Cuba y Filipinas. Junto al ramo había una tarjeta:
En recuerdo de Manuel Láncara González, 1851-1898. Oí unos pasos
acercándose sobre la gravilla, tal vez las pisadas de la muerte. Guardé la tarjeta
en un bolsillo.
—¡Cuán
poco queda de tanto sacrificio!
El
hombre se situó a mi lado. Vestía de largo abrigo negro bajo el cual se
adivinaba un traje. Debía sobrepasar los cincuenta, era alto y espigado, con el
pelo canoso peinado hacia atrás, de rostro pálido y anguloso, mentón cuadrado y
desconcertantes pupilas azules. Su porte contrastaba con mi talla discreta adornada
de una extensa melena rojiza.
—¿Son
suyas? —señalé el ramo.
—¿Le
gustan? Nunca he tenido buen ojo para estas cosas.
—Lo
que sí tiene es constancia.
—¿Sabe?
154 almas reposan bajo estas losas, aquellos que murieron en la ciudad. Sus
nombres están escritos en las tres lápidas que rodean el mausoleo.
—Lo
desconocía.
—Tendemos
a olvidar deprisa a nuestros muertos.
—¿Algún
familiar?
—Digamos
que me agradan los misterios. Y aquí se esconde uno digno de admirar.
—¿A
qué se refiere? —me sorprendí.
—Me gustaría disponer de más tiempo para hablar, pero ya sabe lo que dicen sobre el tiempo y el oro. Estoy
seguro de que en otra ocasión podremos hablar de ello con más calma, señorita…
Me
extendió una tarjeta. Leí el nombre impreso en letra gótica: Santiago Esmeriz
– Notario.
—Coral
Arcea. No tengo en mente solicitar los servicios de un notario.
—Nunca
se sabe, madame Coral.
Sonrió
e hizo el gesto de tocarse el ala de un sombrero inexistente, tras lo que dio
media vuelta y se perdió bajo la verja del cementerio.
Briseida
tiene el pelo lacio, la mirada bizca agazapada detrás de unas gafas que vociferan
su miopía y al sonreír enseña una ortodoncia que pelea por corregir las formas
poco agraciadas de sus dientes. También es inteligente, apasionada de la
historia y muy charlatana. Briseida es mi mejor amiga y aquel día, cuando le
conté el episodio tomando un café en el De Catro a Catro, esbozó la
misma expresión de bobalicón asombro que los jueces de un reality. Solo que la
suya era real.
—¡Virgen
santa! ¿No tenía los colmillos más largos de lo normal?
—No
exageres, Bris. Vio que curioseaba las flores y se acercó, sin más.
—Menos
mal que no se acercó demasiado, chica.
—Me
dejó intrigada con eso de los soldados muertos y no sé qué misterio.
—Y
dijo bien, a Vigo llegaron los primeros repatriados tras el armisticio. La
población se volcó con ellos, reclamando mayor diligencia a las autoridades.
Los que murieron en la ciudad fueron enterrados bajo el monumento y sus nombres
grabados. Bueno, a decir verdad ¡no todos!
—¿No?
—Hubo
uno que nunca se identificó ¡A ver si tu amigo era el espíritu del sin nombre!
—No
digas tonterías. Pero se me ocurre…
Cruzamos
las miradas, nos faltó tiempo para apurar el café y coger el coche hacia
Pereiró. Empleamos una hora en descifrar las inscripciones. Algunas estaban
parcialmente borradas por el paso del tiempo, pero se intuía que no podían
corresponder a nuestro hombre. ¿Sería Manuel Láncara el misterioso soldado no
identificado?
Pocas
cosas hay que se resistan a la perseverancia de una periodista tenaz. Solo
había un Láncara empadronado en Vigo. Aquella mañana me presenté en una casa de
la rúa Poboadores. Me abrió una anciana malhumorada, ante mi pregunta a punto
estuvo de echarme con cajas destempladas. Por suerte apareció tras ella un joven
de unos dieciocho años que me invitó a pasar. Era de tez morena, delgado y larguirucho.
—Disculpe
los modales de mi abuela. Ernesto Láncara era mi padre. Yo soy Julio.
Nada
sabía del soldado desconocido y poco de la guerra de Cuba, pero charlamos de
las cosas de la vida como si fuese mi hermano pequeño. Me animé a relatarle la
aventura en el cementerio, solo en ese momento pareció tambalearse su
compostura. Desapareció tras una puerta
y al rato regresó y me enseñó una tarjeta. Leí, en letra gótica, un nombre que resultaba
familiar.
—Vino
hace dos días para entregarme una citación. Parecía el conde Drácula —rió— Por
lo visto ¡alguien me ha nombrado destinatario de una herencia!
El
Hospital Militar, Sanatorio de la Cruz Roja y sanatorios particulares. Así
rezaban las inscripciones del mausoleo refiriendo los lugares donde habían
muerto los soldados. Me costó localizar todos los archivos y comprobar los
nombres, en ninguno de ellos encontré referencia al fallecimiento de un recluta
no identificado. Sí constaté que la suma hacía 153; faltaba pues un difunto de
quién no sabía ni dónde ni cómo había muerto. Si daba crédito a la tarjeta de Esmeriz,
su nombre debía ser Manuel Láncara. Puse en común los hechos con Bris y Julio, que
concordaron en que la historia resultaba desconcertante. En dos días Julio
tenía citación en la notaría y ambas decidimos acompañarlo. Confiábamos en
arrojar algo de luz sobre tanto misterio. No sabía que al llegar a casa me
esperaba una penúltima sorpresa.
Hallé
una carta en mi buzón. Dentro un sobre plástico. En su interior un papel
descolorido. Se trataba de un artículo periodístico fechado en 1897. ¡Y quién
lo firmaba era Manuel Láncara!
Se
me antojó que, en efecto, si aquel hombre sonriera enseñaría unos colmillos
largos y afilados. Santiago Esmeriz se sentaba tras una mesa de su despacho
situado en Plaza de Compostela. Al otro lado estábamos nosotros tres,
expectantes. De una carpeta extrajo un legajo amarillento.
En
Vigo, a 3 de octubre de 1898
De
estarse leyendo este documento en audiencia pública en la fecha determinada,
será hecho cierto que habré sido asesinado. Como periodista, obtuve de algunos
repatriados papeles que acreditan como el gobierno del país cursó instrucciones
al almirantazgo para que la escuadra de Cuba fuese destruida lo antes posible,
a fin de acelerar una derrota inevitable que salvase el antiguo régimen
monárquico y conjurase la segura revolución derivada de la renuncia a las
colonias sin una derrota militar previa. Vistos los hechos, estos archivos
deberán cuidarse de salir a la luz hasta que no representen peligro alguno para
quien los portare. Estipulo, por tanto, que han de ser entregados tras 125 años
de mi muerte a aquellos mis descendientes que siguieren habitando en la ciudad
de Vigo.
Manuel Láncara
—¡No
era un soldado!
—El
fallecido y usted tenían bastante en común —dijo Esmeriz— Alguien decidió
hacerlo callar. Camuflar su cadáver entre los militares debió parecerles una
idea brillante. Él no quiso lastrar a nadie con el peso de lo averiguado hasta
que fuese seguro.
—¡125
años, sí que era precavido el condenado! —exclamó Bris.
—Así
que aquí están reunidas las tres ramas que permanecen de su linaje —continuó el
notario— Los Láncara por su hijo, y por parte de su hija menor ¡los Arcea!
—¿Pero,
era necesario montar todo este tinglado? —interrumpí tratando de asimilar lo
que oía.
—No
la tomo por una mujer común, Coral. ¿Se ha divertido? Tiene una historia
maravillosa entre manos de la que seguro sabrá sacar partido. Además, nada como
una aventura compartida para recuperar viejos lazos familiares.
—¿Y
la tercera rama? —recordó Julio.
Santiago
cruzó los brazos sobre la mesa y sonrió. Con mayor decepción que alivio,
comprobé que no tenía colmillos de vampiro.
—Láncara
confió en secreto los documentos al esposo de su hija mayor: ¡El notario don
Blas Esmeriz!
No sé cómo sería el cuento ganador, pero el tuyo es muy bueno. Felicidades.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias Chema. Creo que no acerté con el tono del relato, el concurso deriva más por derroteros más trascendentes y yo plateé una historia de intriga. Lección aprendida para otra vez. Me alegro que lo hayas disfrutado. Un abrazo.
EliminarPues es un buen relato. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Mamen. Un abrazo.
EliminarUn relato muy trabajado y lleno de intriga, merecedor de un premio.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias Josep. Saludos.
Eliminar¡Hola, Jorge! Jo, el relato tiene historia, en ambos sentidos. Por el lado del episodio histórico se nota la documentación y el conocimiento del mismo y, además, te mojas con esa versión que tiene todos los visos de verosimilitud para mí. ¿Cuántos episodios trágicos tienen su explicación en ataques de falsa bandera? Por el lado de la ficción, creo que tienes un buen puñado de ingredientes para desarrollar una novela de intriga: una buena protagonista, un misterio, una referencia histórica, una conspiración de poder con villanos que eviten que salga a la luz... Sí, decididamente tienes buen material si te animas a la aventura.
ResponderEliminarLo de los concursos, bueno, ya se sabe es casi una lotería, depende de muchos factores además de la calidad que tu relato sí tiene. Un abrazo!
Hola David. Pues la verdad es que me documenté bastante para el relato, es un hecho que creo que incluso los que somos de la ciudad desconocemos bastante. Y ello a pesar de que el en puerto hay un monumento a los repatriados, y en el cementerio principal de la ciudad, como se dice en el cuento, un mausoleo dedicado a ellos. Respecto al hecho de que el gobierno de la época acelerase la derrota de la escuadra de Cuba, es un hecho aceptado hoy en día entre los historiadores, asi que ni he tenido que inventarlo jaja. De haberse sabido en la época hubiera provocado sin duda la caída del gobierno y seguramente también de la monarquía. Muchas gracias por comentar. Un abrazo.
EliminarEl relato está muy bien, el misterio lo llevas estupendamente. Lo de los concursos es difícil; no se entiende cómo no ganó nada, es perfecto para la temática histórica de Vigo. Igual buscan cosas más efectistas, ya se sabe; a menudo valoran más relatos huecos pero que presumen de una carcasa experimental y chorradas de esas.
ResponderEliminarTu tintero vale mucho. Debíamos ser nosotros los jurados ;)
Un abrazo
Hola Maite. Bueno, yo creo que en cada concurso dependiendo del jurado se valoran unas cosas u otras. Quizás más que una trama compleja se busca muchas veces un punto trascendente. Supongo que es dar con la clave y tener suerte. Gracias por comentar. Un abrazo.
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