jueves, 22 de enero de 2015

Perdidos en el Everest



I

Si alguien me preguntase por mi profesión, la palabra que mejor vendría al caso sería aventurero, suponiendo que semejante actividad pudiera definirse como tal. Ya desde muy joven me gané la vida recorriendo los lugares más inhóspitos del planeta, de la Antártida a la exuberante Amazonia, pasando por las desoladas estepas centroasiáticas o los desérticos paisajes del Sáhara. Viajaba tanto integrado en alguna expedición como en solitario y vendía los relatos o las fotografías de mis aventuras a cualquier semanario que quisiera pagar por ello. Esa era la vida que había elegido, siempre inquieta, a veces solitaria, carente de algo a lo que llamar hogar, pero sin embargo... libre.

En los últimos meses había hecho algún dinero ejerciendo como guía de trekking por los Himalayas y aproveché la ocasión para realizar un reportaje fotográfico sobre las gentes del lugar, cuya publicación tendría ahora que negociar. Aquella última noche no pude conciliar el sueño y tras un breve paseo por las calles de Katmandú pasaba las horas sentado en una taberna, sujetando una jarra de cerveza cuyo contenido menguaba a la par que mi inquietud se desvanecía. Al día siguiente tomaría un avión rumbo a Washington para reunirme con mi contacto en la National Geographic Society, y la vuelta a la civilización me causaba siempre el mismo desasosiego.

Por aquellas fechas terminaba la temporada de escalada. Las expediciones regresaban portando tanto sus éxitos como sus fracasos, por lo que el ambiente en la ciudad era bullicioso y en el tugurio se respiraba una densa atmósfera imbuida en olor a tabaco. En la mesa contigua tres hombres mantenían una discusión, ajenos a cuanto los rodeaba. Uno de ellos parecía de origen chino mientras los otros dos eran sin duda occidentales. Me fue imposible seguir por completo el hilo, mas pude entender lo suficiente como para interesarme en el asunto: todo lo relacionado con la épica expedición inglesa de 1924 al monte Everest siempre me había fascinado. En un momento dado los occidentales se levantaron, expresando un claro desacuerdo con el chino, que permanecía sentado contemplando como sus compañeros de mesa abandonaban el local. Era mi oportunidad y sin pensármelo dos veces me senté frente a él sujetando la mediada jarra en mi diestra.

– ¿Una cerveza, amigo? – pregunté en inglés, antes de caer en la cuenta que los asiáticos soportan mal el alcohol – ¿O tal vez un té caliente?

Hice un gesto al camarero indicando que se acercase. El hombrecillo me observó con desconfianza, mas tras el desconcierto inicial recuperó la compostura. No le di ocasión de hacer preguntas y volví a tomar las riendas.

– Disculpe si me meto donde no me llaman, pero he escuchado la conversación con sus amigos y quizás a ambos nos interese retomarla.

– ¿Es usted alpinista? – preguntó.

Encendí sin ninguna prisa un cigarrillo, dejando que meditase.

– Digamos que me intereso por los misterios de la historia.

– En ese caso, tal vez le interese este, aunque todo tiene su precio – dejó caer con cautela.

– El precio es siempre relativo al valor de lo que se ofrece.

Hice una pausa, dándole pie a que expusiese su oferta, era evidente que habíamos comenzado a negociar. Tras un instante de vacilación introdujo una mano bajo la chaqueta y extrajo un legajo enrollado y atado con una cuerda. Por su aspecto amarillento parecía antiguo. Lo alzó ante mis ojos y habló de nuevo.

– ¡El secreto del paradero de Irvine se halla en estos papeles!

Tomé el rollo sosteniéndole la mirada, desaté la sucia cuerda y lo desplegué lleno de incredulidad. El conjunto se componía de tres cuartillas con esbozos realizados a mano. El primero era un dibujo bastante tosco de la cara y arista norte del Everest, a cierta altura se señalaba un punto marcado con una cruz en la ladera. El siguiente papel mostraba un detalle ampliado del esbozo anterior, sobre la montaña se indicaba la localización de un campamento y a su alrededor se habían realizado varias anotaciones. Sin embargo fue la tercera cuartilla la que llamó mi atención. En ella se partía desde el campamento mediante una línea punteada con indicaciones aproximadas de orientación, hasta lo que parecía ser un conjunto de rocas que se habían rodeado en el mapa por un círculo. Aunque el dibujo distaba de ser de calidad se apreciaba la peculiaridad de la formación, dos piedras trazando las aristas de un triángulo separadas en su parte anterior por una hendidura y que hacia el fondo casi llegaban a tocarse, constituyendo un refugio ideal en caso de necesitar resguardo. Si el documento era veraz, esa última cuartilla podía ser realmente esclarecedora para quien conociese los detalles de la expedición.

– ¿Por qué no debería pensar que esto no es más que un dibujo sin valor alguno? – le dije.

El hombre se inclinó apoyando los brazos sobre la mesa y me habló en voz baja, como si alguien más pudiera estar escuchando.

– Se trata de un antiguo legado familiar, un pariente lejano lo realizó antes de morir. Entonces no sabíamos el valor que podría alcanzar, pero ahora tanto usted como yo tenemos la seguridad de que no hay en el mundo documento igual.

– ¿Está usted tratando de decirme que es pariente del alpinista chino Wang Hongbao? – respondí, tras rebuscar en mi memoria.

– ¿Tan increíble le parece?

Tenía que reconocer que el relato de aquel hombrecillo empezaba a despertar mi curiosidad. Probablemente no sería más que un embaucador en busca de la dicha de la diosa Fortuna, pero si por algún casual la historia fuese cierta… prefería no pensar todavía en las consecuencias.

– ¿Cuál es su precio? – inquirí sin más miramientos.

– ¿Qué está dispuesto a pagar?

– ¡Oh vamos!, está a punto de deshacerse de parte del legado de sus antepasados, ¡póngale un precio!

Meditó durante unos segundos.

– Mil dólares – dijo sosteniéndome la mirada.

Intenté parecer inexpresivo. Si los papeles eran lo que decía, de caer en manos de quien pudiera sacarles provecho podrían valer mucho más. O bien el asiático no tenía plena conciencia de su importancia o se trataba de un farsante dispuesto a encontrar algún ingenuo que pagase esa cantidad por unos míseros dibujos. Me sentía como un ludópata a punto de jugarse su dinero a una sola tirada.

– Quinientos – respondí haciendo caso a mi instinto.

– Estoy dispuesto a dejarlo en ochocientos, ni un dólar menos.

Dejé pasar el tiempo, ya había tomado una decisión pero no convenía dar pie a que mi interlocutor se echase atrás.

– Ochocientos estará bien – confirmé. El hombre no pudo disimular su satisfacción.

Acostumbraba a llevar conmigo un fajo de billetes, pues en aquellos lugares era habitual tener que sobornar de vez en cuando a algún funcionario. La cartera principal en el bolsillo del pantalón con una moderada cantidad de dólares y otra más, disimulada en un pliegue del forro de mi chaqueta. Conté el dinero y se lo extendí al chino, que se tomó un instante para recontarlo. Tenía la sensación de estar tirando ochocientos dólares, pero no hay gloria para quien no arriesga. Sellamos el trato con un forzado apretón de manos y tras apurar la cerveza me levanté.

– Siempre es un placer hacer negocios con alguien razonable – le dije.

La noche era fría y el aire me azotó el rostro con una gélida caricia. A esa hora de la madrugada el ambiente había decaído y las calles se encontraban ya vacías. Comencé a recorrer los callejones, disfrutando de ese último paseo nocturno antes de tomar el avión. No había caminado cincuenta metros cuando escuché voces a mis espaldas. De forma instintiva me resguardé bajo el dintel de una puerta y miré hacia la taberna. El chino había salido detrás. Fue abordado por los occidentales con los que minutos antes estuviera conversando, que lo esperaban ocultos y parecían querer continuar la discusión que habían dejado a medias. Se produjo un forcejeo y vi brillar el filo de una navaja. El asiático cayó malherido mientras uno de los atacantes se apresuraba a rebuscar entre sus bolsillos. Un pie me resbaló y el sonido alertó a los maleantes, que no tardaron en reparar en mi presencia. Eché a correr por las callejuelas todo lo aprisa que me permitieron las piernas. A mis espaldas, pude escuchar como uno de los sujetos me seguía. Tuve que ingeniármelas para despistarlo entre las casas. Cuando al fin me cercioré que lo había dejado atrás, suspiré aliviado entre jadeos. Palpé bajo la chaqueta comprobando que los documentos seguían allí. Empezaba a preguntarme si aquellos papeles valían ochocientos dólares y una vida.


II

Edward Rickman era un hombre estrafalario. De pequeña estatura y porte fornido, su engominada cabellera peinada hacia atrás le caía sobre los hombros dejando al descubierto una frente amplia. Tenía por costumbre vestir camisa a rayas y pantalones con tirantes, que le daban cierto aire a periodista de los años cincuenta. Se paseaba frente a mí con ademán nervioso, mientras yo permanecía sentado en uno de los sillones forrados en cuero de su despacho en la sede de la National Geographic. Decidí guardar silencio, dejando que meditase. Sabía que presionarlo no serviría de nada. Mientras tanto repasé mentalmente, por enésima vez, los hechos que me habían llevado a plantearle tan descabellada propuesta.

En los años veinte el imperio Británico se había lanzado a la conquista del Everest. Tras hollar los polos, eran pocos los lugares que se resistían a ser doblegados por el hombre y las inmensas cumbres del Himalaya constituían, quizás, los últimos reductos que aún permanecían inexplorados. Después de varias expediciones de reconocimiento y algún que otro fracaso, en 1924 se fraguó la empresa que debería llevar a uno de los hijos de la Gran Bretaña a la altura más elevada del planeta. Sin embargo, una vez allí pasaban los días y los alpinistas no conseguían hacer cumbre, hasta que el veterano George Mallory y el joven Andrew Irvine decidieron realizar un último y desesperado intento por alcanzar la cima. Su compañero de expedición, Noel Odell, los avistó por última vez sobre la arista norte del Everest, hasta que unas nubes consiguieron ocultarlos a sus ojos. Jamás nadie volvería a verlos con vida, mas la duda acerca de si habrían alcanzado la cumbre antes de morir se convirtió en uno de los mayores enigmas del alpinismo.

Cuando la cima del mundo fue al fin conquistada en 1953, el neozelandés Edmund Hillary y su sherpa Tensing Norgay no hallaron ningún indicio de que ésta hubiera sido hollada, aunque tampoco encontraron argumentos para desmentirlo. La respuesta al enigma se escondía, con bastante certeza, en los cuerpos de los alpinistas perdidos en la montaña y en particular en la cámara fotográfica Kodak que Mallory llevaba consigo, con la que previsiblemente habrían capturado instantáneas de la cumbre en caso de haberla alcanzado.

Años después, en 1979 una expedición conjunta chino-japonesa escalaba el Everest por su cara norte. El japonés Ryoten Hasegawa ascendía junto al chino Wang Hongbao, cuando éste le relató que durante una escalada anterior en 1975, mientras daba un paseo por los alrededores del campamento VI a unos 8150 metros de altura, se topó con el cuerpo de un alpinista que vestía ropas de preguerra, recostado contra unas piedras como si descansara. Nadie en aquella época había subido a tanta altitud salvo los malogrados escaladores de la expedición del 24. El destino quiso que Hongbao muriese al día siguiente en un alud, llevándose consigo el secreto. Si el documento que había conseguido de manos del supuesto descendiente de Hongbao era real, debería haber sido realizado entre los años 1975 y 1979 por el alpinista chino, permaneciendo inédito hasta el momento.

En 1999 se llevó a cabo una expedición al Everest cuyo objetivo era recuperar la cámara fotográfica a partir de los datos aportados por Hongbao. Por la supuesta ubicación del cuerpo, en la vertical del lugar donde se había encontrado el piolet de Irvine en 1933, se pensaba que el chino había avistado al más joven de los exploradores, pero el destino tenía otros planes para ésta aventura, pues fue el cadáver de George Mallory el que encontraron, tumbado boca abajo sobre la ladera. La descripción no coincidía con la que proporcionó Hongbao, de lo que se dedujo que era Irvine a quien había visto y su cuerpo debería hallase no muy lejos. Tras rescatar varios de los objetos que Mallory llevaba, le dieron sepultura en la montaña. No se halló la cámara fotográfica entre las pertenencias de Mallory, por lo que se supuso con cierta lógica que debería ser Irvine quien la portara. Se realizaron tres expediciones más para dar con el cadáver del montañero en los años 2001, 2004 y 2005, todas con el mismo decepcionante resultado. El paradero del otrora joven Irvine seguía siendo un misterio y con él, tal vez la respuesta a uno de los mayores enigmas del alpinismo.

– ¡Estás loco, completamente loco! – vociferó Rickman interrumpiendo mis cavilaciones – ¡Un vagabundo te vende un mapa del tesoro y vienes a pedirme que te financie la búsqueda de una quimera!

Abrí la boca con intención de defenderme pero Edward aún no había terminado de vomitarme sus improperios.

– ¿Acaso crees que estos dibujos han de servirte de algo? ¿Qué te hace pensar que tendrás éxito allí donde otros fracasaron? El hombre no dejaba de mover los brazos en airados aspavientos, sin dejar de pasearse por la estancia. 

– ¡Por Dios Edward, sabes perfectamente que la ubicación del campamento chino del 75 fue determinada durante la expedición del 99, por lo que conocemos el punto de partida! – añadí con aplomo – Sin embargo en ningún intento anterior disponían de la información que aportan estos papeles, y a esa altitud no hay tiempo para ponerse a buscar sin un rumbo fijo. ¡Disponemos de una ventaja que nadie ha disfrutado antes!

Edward Rickman refunfuñó malhumorado, tenía que reconocer que no me faltaba cierta razón, salvo por un pequeño detalle al que sabía que iba a aferrarse.

– El plano, dices ¿Y se puede saber por que diablos habría de creer que esos dibujos son algo más que el invento de un chalado para sacarte unos dólares?

Sonrió, esperando mi respuesta. Parecía suponer que nada podría argumentar en favor de la autenticidad de las cuartillas, mas no habíamos tardado en llegar al punto de la conversación que me interesaba.

– ¿Y si el documento fuese verídico? En realidad, ¿qué más da que lo sea? Piénsalo, cualquier escenario que consideremos nos es beneficioso. Publicitando el hallazgo y las posibilidades de éxito que nos brinda, conseguiremos atraer las miradas del público; y la búsqueda de un cadáver casi centenario es de por sí un filón atractivo. En el peor de los casos cubriríamos los gastos de la expedición y si además encontramos el cuerpo... ¡si encontramos el cuerpo no hace falta que te diga lo que eso significa!

– A ver, a ver... no tan deprisa – respondió algo más sosegado – Aún dando con el paradero de Irvine no tenemos la seguridad de que la cámara se encuentre en su poder, y en caso que así sea ni siquiera sabemos si el contenido pudiera resolver el enigma. ¡Lleva enterrada en la nieve casi cien años!

– Los técnicos de Kodak se comprometieron ya hace tiempo a revelar el carrete en caso de que fuese hallado, pero de nuevo ¿qué más da? Si conseguimos localizar esa cámara, ¡por si sola valdrá varias veces su peso en oro!

Rickman interrumpió su errático deambular y se quedó plantado frente al escritorio. Sus ojos permanecían clavados en los míos. Había visto esa mirada otras veces y sabía que la balanza estaba a punto de inclinarse hacia uno u otro lado. Se hizo un silencio que me pareció eterno, mas nada dura para siempre.

– Hablaré con mis superiores – dijo apuntándome con su dedo índice – pero es lo único que puedo prometerte.


III

Jamás pensé que organizar una expedición al Himalaya fuese una tarea tan ardua. Los días transcurrían entre llamadas telefónicas, reuniones con los patrocinadores e interminables montañas de papeles, como preludio de esas otras que me esperaban elevándose sobre las planicies Tibetanas. Contra lo que había llegado a creer, al fin el inalcanzable día en que partimos hacia la aventura se hizo realidad.

Formé un equipo pequeño compuesto por algunos escaladores de cierto renombre, la altitud a la que desempeñaríamos nuestro trabajo exigía la presencia de profesionales del alpinismo. A nuestra llegada nos ocupamos en contratar los porteadores y antes de instalar el campamento base a los pies del glaciar del Rongbuk, realizamos la protocolaria visita al monasterio del mismo nombre para solicitar la gracia de los espíritus, al igual que hicieran los aventureros en 1924. Aunque, a juzgar por su desenlace, no parecía que los dioses les hubieran sido muy favorables. Encontramos algunas expediciones dispuestas a atacar la cumbre por su lado norte, pero para nuestra dicha esta vertiente no se hallaba tan masificada como la circense cara sur. Tras equipar la montaña con los campamentos de altura y aclimatarnos a la falta de oxígeno, todo estuvo listo para acometer la empresa que nos había conducido hasta aquel lugar.

El día señalado, cuatro escaladores, entre los que yo mismo me encontraba, salimos con las primeras luces del alba del campo VI. La mañana amaneció despejada, presentándonos sus mejores augurios. Sobre el papel las indicaciones de Hongbao parecían claras, pero traducirlas en aquel mar de roca caliza y nieve se reveló más complicado de lo que hubiéramos creído. Decidimos que cada uno de nosotros caminaría en la dirección aproximada que indicaba el plano, pero a diferentes alturas sobre aquella pared rocosa que se inclinaba unos cuarenta y cinco grados hasta terminar en abrupta caída. Debíamos buscar una formación similar a la del dibujo, entre cuyas losas habría de descansar el ansiado cuerpo del montañero. Todos portábamos una radio mediante la cual tendríamos que comunicar al resto cualquier incidencia. Se estableció una palabra clave en caso de éxito, pues no deseábamos que las demás expediciones que recorrían la montaña pudieran escuchar la noticia y difundirla antes que nosotros. Dada la publicidad con que se había aireado nuestra empresa, todos estaban al tanto de los objetivos que perseguíamos.

Pasaron las horas, en la radio tan sólo se escuchaba de vez en cuando el crepitar de alguna interferencia. La primera ocasión en que sonó una voz, uno de los compañeros nos informó que se había detenido a orinar, maldije a todos sus antepasados antes de que la ligera ventisca que se levantó a media mañana se llevara mis palabras. El cansancio acumulado y la mortal altitud en la que nos desenvolvíamos hacía que las fuerzas empezaran a faltar, temí que aquel día el intento terminase en fracaso y no tenía la seguridad de que nuestro estado físico y el tiempo cambiante nos permitieran realizar una segunda tentativa. Entonces la oí.
La palabra más hermosa que hubiera jamás escuchado. Dirigí la mirada pendiente abajo y vi como uno de los nuestros braceaba. ¡Lo habíamos encontrado!


IV

El tiempo parecía haberse detenido para conservar aquel cuerpo momificado tal como era hacía casi un siglo. Descansaba apoyado contra las rocas y, si no supiéramos de su historia, perfectamente podríamos haber pensado que dormía. En una de sus mejillas se apreciaba un agujero por el que se podían introducir varios dedos, seguramente carcomido por las chovas que sobrevuelan el Everest a esas alturas, el único signo evidente del paso del tiempo. Se hizo un silencio reverencial, nadie se atrevía a perturbar el descanso del joven Irvine. Hasta que la obligación se impuso y comenzamos a realizar nuestro trabajo.Tras tomar algunas fotografías, el cuerpo fue tendido sobre unas rocas y nos dispusimos a inspeccionarlo. 
Tanteamos sus ropas en busca de los secretos que guardaba en los bolsillos. No transcurrió mucho tiempo hasta dar con un objeto contundente que abultaba bajo el abrigo. Yo mismo me encargué de sacarlo a la luz con todo el cuidado del que fui capaz. Cuando al fin nuestros ojos lo contemplaron, una exclamación unánime rasgó el silencio. Comprendí entonces que, a nuestro regreso, la gloria nos aguardaba. ¡La esquiva cámara de fotos había sido rescatada al fin!


V

La noticia había corrido rauda por medio mundo, siendo portada de todos los informativos. El hallazgo de la cámara que portaba el malogrado Irvine y los esfuerzos que se llevaban a cabo por desentrañar su contenido, mantenían en vilo a la opinión pública.

Establecí mi cuartel general en la ciudad de Rochester, en el estado de Nueva York. Desde el hotel podía contemplar las orillas del lago Ontario y sus aguas azules en las que se reflejaba el sol de la mañana. Edward Rickman se hospedaba en la habitación contigua. La sede central de Kodak estaba ubicada en esa ciudad y aguardábamos con escasa paciencia y los nervios a flor de piel que los técnicos del laboratorio revelasen los negativos. El equipo estaba comandado por la doctora Rachel Bennett, una mujer de espesa melena negra que debía rozar la cuarentena, y su segundo, un joven de origen indio llamado Narayan Mahtani. Se comprometieron a informarnos en cuanto hubiese alguna novedad.

En pocos días me había convertido en una celebridad y no me llegaban las horas para conceder entrevistas, al menos eso me mantenía ocupado. Relataba una y otra vez a los medios como habíamos encontrado el cuerpo, no dejaba de explicar las teorías acerca del posible éxito y el esperado contenido del carrete y describía minuciosamente cada uno de los objetos rescatados de sus ropajes. A decir verdad, todos... menos uno de ellos.

Entre las pertenencias de Irvine hallamos algo a lo que no conseguíamos encontrar explicación. Se trataba de una tablilla de madera de unos veinte centímetros de largo, con una inscripción labrada que ninguno pudimos descifrar:

विजय

Se habían desatado todo tipo de conjeturas entre los miembros de la expedición acerca de su origen y significado. La primera idea fue que se trataba de alguna suerte de amuleto que portaba el montañero, en cierta ocasión me habían mencionado algo respecto a ciertas manías supersticiosas que se le conocían en vida, aunque no fue más que un comentario informal. Se arguyó también la teoría de que la tablilla estaría destinada a permanecer sobre la cima como testimonio de la hazaña. Esta suposición, de ser cierta, significaba que los escaladores, o al menos uno de ellos, no habrían llegado a la cumbre, lo cual perjudicaba la publicidad de la expedición y alejaría la atención sobre el revelado de la cámara. Decidimos, de común acuerdo, actuar con cautela y no hacer público el hallazgo hasta que se desvelase el contenido del carrete. Nadie, salvo los cuatro escaladores que rescatamos el cuerpo, sabía de su existencia y así seguiría siendo por unos días. Quedé a cargo de su custodia, proponiéndome averiguar en cuanto me fuese posible algo más sobre el grabado, pero hasta el momento había sido incapaz de encontrar el tiempo necesario. ¡Solo deseaba que de una maldita vez los técnicos terminasen su trabajo!


VI

Cada noche tenía pesadillas en las que se me aparecía el rostro de Andrew Irvine llamándome entre susurros. Me conminaba a desistir en mi empeño por desentrañar el secreto impreso en la película, preguntándome una y otra vez si estaba preparado para conocerlo. Por la mañana me levantaba empapado en sudor y con una amarga sensación recorriéndome el cuerpo. Aquella madrugada, sin embargo, el sonido del teléfono vino a rescatarme de mis propios miedos.

Me incorporé sin saber muy bien qué hora era ni donde me encontraba. El reloj marcaba poco más de las seis y la voz que escuché al otro lado del auricular terminó de despertarme. Sonaba nerviosa y entrecortada en medio de una respiración que por momentos se ahogaba. El corazón me dio un vuelco y la adrenalina corrió enseguida por mis venas. Se trataba de la doctora Bennett.

– Disculpe que le moleste a estas horas, pero hemos conseguido revelar todo el carrete...

– ¿Es concluyente? ¿Lo consiguieron? – logré apenas balbucear.

– Hay... hay algo que... algo que no esperábamos...

– ¿De qué diablos se trata? – pregunté sin dejarla terminar la frase.

– Es... se trata de... – titubeó – creo que será mejor que lo compruebe por usted mismo – acabó zanjando.

Estuve tentado de gritarle que me dijese lo que fuera de una maldita vez, pero me contuve. Aquella conversación ya no conducía a nada. Colgué el auricular y tras vestirme, salí a toda prisa hacia los laboratorios.


VII

Accedimos a las instalaciones después de mostrar nuestros pases a un soñoliento guardia que hacía su turno en la garita. Había despertado a Rickman, pues deseaba que hubiese al menos un testigo de aquello con lo que habríamos de encontrarnos. La doctora Rachel Bennett y su inseparable ayudante nos recibieron a la entrada del laboratorio. En sus ojos pude leer el desconcierto y temí que algo no marchase del todo bien. Sin perder un instante nos hicieron pasar al interior. La luz era tenue y salpicaba la sala de tonos rojizos. Uno de los ordenadores estaba encendido, el monitor despedía un fulgor azulado que iluminaba un par de sillas vacías. El aparato se hallaba conectado a un proyector que lanzaba un haz rectangular contra la pantalla pegada a una de las paredes. Nos acercamos, el corazón me palpitaba a cada paso. Estábamos a pocos segundos de conocer un secreto guardado entre las nieves durante décadas, estábamos a pocos segundos de hacer historia.

La doctora tomó asiento y fue pasando lentamente las diapositivas guardadas en el disco duro, proyectándolas sobre la pantalla. Asistí boquiabierto al desfile. Nuestros anfitriones no pronunciaban palabra, las imágenes eran elocuentes por sí solas: la cumbre nevada del Everest, la arista sur descendiendo por la cara homónima hacia las estribaciones del Lhotse, los picos circundantes que parecían diminutos en comparación con la reina de las montañas. Entonces Rachel suspiró y Narayan se revolvió nervioso tras nosotros. Noté como a la doctora le temblaba la mano antes de pasar a la siguiente diapositiva. Cuando al fin lo hizo, tardé varios segundos en comprender la imagen que se formó desde el proyector. Rickman dejó escapar una exclamación.
Ante nosotros apareció la figura de un sonriente George Mallory en cuclillas sobre la cima del Everest. Miraba hacia la cámara que sin duda sujetaría el joven Irvine. Pero había algo a sus pies que enseguida llamó nuestra atención, algo que desentonaba a primera vista sin que mi cerebro lograse desentrañar el por qué. Un objeto parcialmente enterrado sobresalía del suelo. A su alrededor se apreciaban pequeños montículos, como si... ¡me negaba a aceptarlo!, pero era como si se hubiese apartado la nieve a su alrededor. De forma instintiva hundí la mano en uno de mis bolsillos y deposité sobre la mesa la misteriosa tablilla, rescatada de las pertenencias de Irvine.

– ¡Victoria! – exclamó Mahtani al contemplarla.

– ¿Victoria? – pregunté volviendo el rostro hacia él.

– ¡Es una inscripción en sánscrito! – me instruyó el indio – . Victoria, ¡pone Victoria!

Y entonces comprendí al fin. Las piernas comenzaron a temblarme y tuve que tomar asiento. Escondí el rostro entre las manos y cerré los ojos. ¡Lo habían conseguido! esos malditos ingleses lo habían conseguido, después de todo. 
¡Pero no habían sido los primeros!




Perdidos en el Everest por Jorge Valín Barreiro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Basada en una obra en http://brumasdegallaecia.blogspot.com.es/2015/01/perdidos-en-el-everest.html.

2 comentarios:

  1. Hace poco vi la película "Everest", que narra el trágico desenlace de una expedición en 1996. Eso ha hecho que me animara a leer este extenso pero interesante relato que narra otro hecho real, esa expedición del 24, sobre la que hay tanta incertidumbre.

    Pienso que te ha faltado narrar un poco más la parte de la aventura en sí, es decir, de la acción en la montaña, que en este tipo de historias es más interesante que la parte de los "preparativos", pero al margen de eso me ha gustado. Has mencionado ese mismo ritual que también siguieron los del 96 con resultados poco favorables para ellos. Cuando hallaron a Irvine ha sido como un pequeño viaje en el tiempo. Y vaya con la sorpresa final, esa tabla era sumamente valiosa tras el revelado de las fotos. Lo que ya no sé es si ese descubrimiento le ha venido bien al protagonista, espero que sí, a fin de cuentas encontraron lo que buscaban, e incluso más que eso.

    ¡Un saludo compañero!

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    1. Supongo que te refieres a la expedición en la que murieron varios turistas y un guía de montaña por un cambio repentino de tiempo en la cumbre, la de Hall, Fisher y Boukreev. He leído sobre el tema y aunque trágica, me parece también una historia fascinante. Todo lo relacionado con el alpinismo me ha interesado desde joven, aunque no lo practico, y he leído mucho sobre ello.
      Ésta historia de Mallory e Irvine me fascinó desde el principio y siempre quise escribir algo sobre ella. El relato tiene ya bastante tiempo. Es curioso que la misma crítica que haces tú respecto a la poca extensión de la aventura en la montaña me la hizo un compañero en la web en la que lo publiqué por primera vez. ésta parte la tenía pensado más extensa pero cuando escribí el relato me pareció que era enrollarme en una parte cuyo desenlace era evidente, y temí aburrir al lector. En todo caso cuando ya me han dicho lo mismo dos veces será que hay mucho de cierto en ello.
      Por cierto, el protagonista estaba encantado... pero se ha gastado la fortuna en malos vicios y ahora está arruinado jeje.
      Gracias por pasarte y comentar José Carlos. ¡Un saludo!

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