Recuerdo aquella noche como si el tiempo no hubiese transcurrido, la noche en que empezó todo.
Corría el mes de agosto y las cigarras cantaban adormecidas a la caída de la bochornosa tarde con la que nuestro amigo Lorenzo nos había castigado. "Tengo una sorpresa para ti", te había susurrado al oído mientras tu padre nos daba la espalda en animada plática con mi abuelo, "esta noche, a las doce, junto al viejo hórreo". Tus ojos de niña de ciudad me miraron incrédulos, pero la sonrisa adolescente que te hizo curvar los labios traicionó tus más secretos pensamientos. Me bastó tu asentimiento tímido, mientras por el rabillo del ojo te asegurabas de escapar a la vigilancia de tu severo progenitor, para saber que consentías en nuestra cita.
Hacía un par de semanas que disfrutabas de las vacaciones en el pequeño pueblo, dos semanas que se me habían antojado otros tantos meses. Yo llevaba el mismo tiempo deleitándome con tu compañía, la soledad que azotaba mis días en la aldea se había diluido, como por arte de magia, entre el manantial de tus risas. Las quince primaveras que arrastrabas parecieron multiplicarse cuando te levantaste sin reproches ante el requerimiento de tu padre, a quien el hambre acuciaba ya en el estómago, mas volviste de nuevo a la niñez en el momento en que con disimulo me guiñaste un ojo al despedirte.
Aguardé impaciente a que todos se hubiesen dormido y agazapado entre las sombras repté por los pasillos tan silencioso como supe, hasta entregarme en los brazos de la noche. Corrí por los caminos escasamente iluminados por el cuarto creciente que sonreía en vertical, allá en el cielo. Comparecí junto al vetusto hórreo jadeando, no habías llegado y temí haber hecho el viaje en vano. Me agradaba la amigable compañía de aquel viejo guardián del grano, pero comparada con la perspectiva de soñarte despierto por una noche era una mísera recompensa. Los escasos minutos que debieron transcurrir se me hicieron eternos, hasta que al fin la sombra de tu silueta se recortó contra la desvaída negrura. Vestías una blusa de manga corta, y tiritabas. Ingenua niña de ciudad, desconocías que en aquel lugar las tinieblas desnudan sin pudor a la tierra del calor con el cual se cubre durante el día. Te presté mi chaqueta de lana y entonces fue a mí a quien se le erizó el vello, al contemplar tu sonrisa agradecida.
Empezamos a caminar por el sendero, me preguntaste a donde íbamos, mas no podía responderte, las sorpresas tienen la extraña cualidad de surtir mayor efecto cuando se desconoce en que consisten. Penetramos en un denso bosquecillo, apenas se distinguía donde pisábamos pero yo no necesitaba ver, podría recorrer todos los caminos de aquel mi pequeño mundo con los ojos cerrados. Tú, sin embargo, te trastabillabas a cada segundo y tuve que tomarte de la mano pues pensé que, como narran antiguas leyendas, con un ángel caído era más que suficiente. Sentía tu tacto suave acariciando mi piel, como si fuese el vellón de un cordero recién nacido, y palpaba los latidos de tu corazón acelerado trotando de mi mano por la campiña.
Al fin abandonamos el abrazo de los árboles y llegamos a la cima de la colina. Nos sentamos sobre la hierba y te señalé el cielo plagado de estrellas, que semejaban un enjambre de luciérnagas posando inmóviles para nosotros. El mar de constelaciones manchaba la bóveda celeste desperezándose de este a oeste sin ningún miramiento, sabedoras de que nadie rivalizaría con ellas por ocupar la inmensidad del espacio. Y entonces ocurrió.
Al principio asomaron tímidas, rasgando el horizonte como la mirada furtiva de un felino, para perderse solitarias tras las siluetas de los montes. Pronto comenzó a llover, una tormenta de estrellas fugaces se adueñó del firmamento jugando a las escondidas entre ellas, pugnando por dirimir cual era la más hermosa. Las Perseidas acudían puntuales a su cita, lágrimas plateadas de agosto que alguna deidad dejaba caer sollozando al contemplar las injusticias que sembraban sus hijos sobre la Tierra. "Pide un deseo" te dije plasmando en palabras un pensamiento carente de toda originalidad. Más tarde supe que ese anhelo, confesado en voz baja a las estrellas, terminaría por hacerse realidad y supe también que era el mío propio.
Pasamos lo que quedaba de noche con la mirada fija en aquel cielo vestido con lentejuelas, ese cielo que tú, dulce niña de ciudad, no podías contemplar allá donde los destellos de la urbe te ocultaban toda la belleza del firmamento. El aire frío de la madrugada nos templaba los pulmones y dejaba nuestros cuerpos ateridos, animándonos a compartir el escaso calor que todavía conservaban.
No recuerdo en que momento mi brazo se atrevió a rodear tu cintura, ni cuando llegamos a estar tan cerca que en cada bocanada tan sólo respiraba tu perfume. No recuerdo que extraño impulso me indujo a creerme dueño de tus labios, pero si sé que me regalaste aquel beso como si desde siempre hubiera estado esperándome. Tu boca sabía más dulce que la miel de los panales cultivados en la dehesa y supe ya entonces que desde ese momento me había vuelto adicto a ti.
Hoy recuerdo aquella noche como si el tiempo no hubiera transcurrido, la noche en la que empezó todo.
Te tomo de la mano como tantas veces hemos hecho. Ha pasado toda una vida plagada de alegrías y sinsabores, pero ni un sólo día he dejado de quererte. Cuatro hijos y otros tantos nietos constituyen nuestro legado imperecedero, ese que sobrevivirá cuando nos hayamos ido. Tu piel no es tan suave como antaño, pero el tacto de tu mano sigue acelerándome el corazón igual que cuando hace tiempo caminábamos en una noche oscura entre los árboles. Hoy es nuestro aniversario, no el que figura en un papel certificando nuestro amor, sino aquel en que sellamos con el primer beso un eterno compromiso. Sé también que será el último, tu cuerpo aún se resiste a dejar partir el alma hacia lo desconocido, pero soy consciente de que no será por mucho tiempo. Ya no importa, no se puede vivir por siempre y la nuestra ha sido una vida que ha merecido la pena.
Aparentas dormida sobre la cama, tu semblante descansa sereno, surcado por las cicatrices que le ha infringido el paso del tiempo. El mío, sin embargo, lo recorren dos regueros plateados que se pierden bajo mi camisa, arrastrando como un río encabritado los recuerdos de toda una existencia.
Estrellas fugaces en el infinito discurrir de todas las vidas que han sido y serán, eternas lágrimas de agosto.
Corría el mes de agosto y las cigarras cantaban adormecidas a la caída de la bochornosa tarde con la que nuestro amigo Lorenzo nos había castigado. "Tengo una sorpresa para ti", te había susurrado al oído mientras tu padre nos daba la espalda en animada plática con mi abuelo, "esta noche, a las doce, junto al viejo hórreo". Tus ojos de niña de ciudad me miraron incrédulos, pero la sonrisa adolescente que te hizo curvar los labios traicionó tus más secretos pensamientos. Me bastó tu asentimiento tímido, mientras por el rabillo del ojo te asegurabas de escapar a la vigilancia de tu severo progenitor, para saber que consentías en nuestra cita.
Hacía un par de semanas que disfrutabas de las vacaciones en el pequeño pueblo, dos semanas que se me habían antojado otros tantos meses. Yo llevaba el mismo tiempo deleitándome con tu compañía, la soledad que azotaba mis días en la aldea se había diluido, como por arte de magia, entre el manantial de tus risas. Las quince primaveras que arrastrabas parecieron multiplicarse cuando te levantaste sin reproches ante el requerimiento de tu padre, a quien el hambre acuciaba ya en el estómago, mas volviste de nuevo a la niñez en el momento en que con disimulo me guiñaste un ojo al despedirte.
Aguardé impaciente a que todos se hubiesen dormido y agazapado entre las sombras repté por los pasillos tan silencioso como supe, hasta entregarme en los brazos de la noche. Corrí por los caminos escasamente iluminados por el cuarto creciente que sonreía en vertical, allá en el cielo. Comparecí junto al vetusto hórreo jadeando, no habías llegado y temí haber hecho el viaje en vano. Me agradaba la amigable compañía de aquel viejo guardián del grano, pero comparada con la perspectiva de soñarte despierto por una noche era una mísera recompensa. Los escasos minutos que debieron transcurrir se me hicieron eternos, hasta que al fin la sombra de tu silueta se recortó contra la desvaída negrura. Vestías una blusa de manga corta, y tiritabas. Ingenua niña de ciudad, desconocías que en aquel lugar las tinieblas desnudan sin pudor a la tierra del calor con el cual se cubre durante el día. Te presté mi chaqueta de lana y entonces fue a mí a quien se le erizó el vello, al contemplar tu sonrisa agradecida.
Empezamos a caminar por el sendero, me preguntaste a donde íbamos, mas no podía responderte, las sorpresas tienen la extraña cualidad de surtir mayor efecto cuando se desconoce en que consisten. Penetramos en un denso bosquecillo, apenas se distinguía donde pisábamos pero yo no necesitaba ver, podría recorrer todos los caminos de aquel mi pequeño mundo con los ojos cerrados. Tú, sin embargo, te trastabillabas a cada segundo y tuve que tomarte de la mano pues pensé que, como narran antiguas leyendas, con un ángel caído era más que suficiente. Sentía tu tacto suave acariciando mi piel, como si fuese el vellón de un cordero recién nacido, y palpaba los latidos de tu corazón acelerado trotando de mi mano por la campiña.
Al fin abandonamos el abrazo de los árboles y llegamos a la cima de la colina. Nos sentamos sobre la hierba y te señalé el cielo plagado de estrellas, que semejaban un enjambre de luciérnagas posando inmóviles para nosotros. El mar de constelaciones manchaba la bóveda celeste desperezándose de este a oeste sin ningún miramiento, sabedoras de que nadie rivalizaría con ellas por ocupar la inmensidad del espacio. Y entonces ocurrió.
Al principio asomaron tímidas, rasgando el horizonte como la mirada furtiva de un felino, para perderse solitarias tras las siluetas de los montes. Pronto comenzó a llover, una tormenta de estrellas fugaces se adueñó del firmamento jugando a las escondidas entre ellas, pugnando por dirimir cual era la más hermosa. Las Perseidas acudían puntuales a su cita, lágrimas plateadas de agosto que alguna deidad dejaba caer sollozando al contemplar las injusticias que sembraban sus hijos sobre la Tierra. "Pide un deseo" te dije plasmando en palabras un pensamiento carente de toda originalidad. Más tarde supe que ese anhelo, confesado en voz baja a las estrellas, terminaría por hacerse realidad y supe también que era el mío propio.
Pasamos lo que quedaba de noche con la mirada fija en aquel cielo vestido con lentejuelas, ese cielo que tú, dulce niña de ciudad, no podías contemplar allá donde los destellos de la urbe te ocultaban toda la belleza del firmamento. El aire frío de la madrugada nos templaba los pulmones y dejaba nuestros cuerpos ateridos, animándonos a compartir el escaso calor que todavía conservaban.
No recuerdo en que momento mi brazo se atrevió a rodear tu cintura, ni cuando llegamos a estar tan cerca que en cada bocanada tan sólo respiraba tu perfume. No recuerdo que extraño impulso me indujo a creerme dueño de tus labios, pero si sé que me regalaste aquel beso como si desde siempre hubiera estado esperándome. Tu boca sabía más dulce que la miel de los panales cultivados en la dehesa y supe ya entonces que desde ese momento me había vuelto adicto a ti.
Hoy recuerdo aquella noche como si el tiempo no hubiera transcurrido, la noche en la que empezó todo.
Te tomo de la mano como tantas veces hemos hecho. Ha pasado toda una vida plagada de alegrías y sinsabores, pero ni un sólo día he dejado de quererte. Cuatro hijos y otros tantos nietos constituyen nuestro legado imperecedero, ese que sobrevivirá cuando nos hayamos ido. Tu piel no es tan suave como antaño, pero el tacto de tu mano sigue acelerándome el corazón igual que cuando hace tiempo caminábamos en una noche oscura entre los árboles. Hoy es nuestro aniversario, no el que figura en un papel certificando nuestro amor, sino aquel en que sellamos con el primer beso un eterno compromiso. Sé también que será el último, tu cuerpo aún se resiste a dejar partir el alma hacia lo desconocido, pero soy consciente de que no será por mucho tiempo. Ya no importa, no se puede vivir por siempre y la nuestra ha sido una vida que ha merecido la pena.
Aparentas dormida sobre la cama, tu semblante descansa sereno, surcado por las cicatrices que le ha infringido el paso del tiempo. El mío, sin embargo, lo recorren dos regueros plateados que se pierden bajo mi camisa, arrastrando como un río encabritado los recuerdos de toda una existencia.
Estrellas fugaces en el infinito discurrir de todas las vidas que han sido y serán, eternas lágrimas de agosto.
Lágrimas de Agosto por Jorge Valín Barreiro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://brumasdegallaecia.blogspot.com.es/2015/01/lagrimas-de-agosto.htm.
Ya te había leído este relato, pero hoy lo he disfrutado como si lo hiciera por primera vez. Me ha conmovido por la delicadeza con la que has narrado esta historia de amor sin caer en la sensiblería, pero sin ahorrarte la ternura. Tu prosa es limpia y elegante. Un placer leerte. Te mando un abrazo
ResponderEliminarGracias Ana, el placer es mío de tenerte por aquí. Saludos
EliminarEs un texto tan bonito como la imagen que has escogido para ilustrar el relato. Dulce, ingenuo, impregnado de cierta candidez, no solo porque la niña de ciudad solo tiene quince años, sino por el tratamiento que le has dado a la historia. Me gustó mucho el pasaje en que ella trastabilla en el bosque, tropieza y le tomas de la mano para ayudarla…la tomas de la mano para el resto de sus vidas. Una historia (como dice Ana) delicada y blanca con el marco de las plateadas lágrimas de agosto.
EliminarBueno Isabel, es un relato que ya tiene unos años y la forma en la que escribo ahora es algo diferente. Sin embargo en él se aunan el amor por la naturaleza y por esa galicia profunda con una historia de amor adolescente. Gracias por tu visita y comentario. te debo una visita a ti, que no me olvido :)
EliminarHola Jorge!!
ResponderEliminarHe llegado hasta aquí y no quisiera irme sin dejarte un comentario porque este cuento corto me ha enternecido la tarde.
Nos llevas por una introducción de inocentes escarceos entre el personaje que narra y la niña. Una jornada de familia y una cita furtiva junto al hórreo prometen al lector una noche romántica. La cita se produce no sin ciertas dudas que no se disipan en el muchacho sino hasta que la ve a ella, y juntos salen por el sendero hacia la colina. Y de repente aprietas el freno del relato con un “y entonces ocurrió” ¿Qué pasará nos decimos?
Y enseguida, vemos la lluvia de estrellas fugaces con unas descripciones fascinantes de medidas metáforas, de esas que te agrada realizar de tu querida Galicia, de la naturaleza de ese lugar que no conozco pero que debe ser muy hermoso, en medio de las cuales la joven debe pedir un deseo, el umbral para la romántica escena que termina con el beso de los dos jóvenes. Escena que quedará grabada en ambos y que promete ser el comienzo de todo.
Y será el comienzo de una vida que, en el relato, salta de un brinco hacia la vejez, esa hermosa vejez que describes, en el último párrafo, con una ternura y candidez, que, aun siendo lugar común, logras redondearlo con la prosa delicada que se merece esta sensible historia.
Aunque, por lo que comentas, es un relato de un tiempo atrás, me parece reconocer esa excelsa habilidad que tienes para lograr conmover con este género, que tan bien te queda. He disfrutado mucho con la lectura, Jorge. Te mando un gran abrazo.
Ariel
Gracias Ariel por tu visita. Al hilo de lo que comentas, por tu tierra hay muchos gallegos o descendientes de gallegos, quizás conozcas alguno que te pueda hablar de esta tierra. Supongo que cada uno ama el lugar de donde es, todos los sitios tienen cosas que admirar desde un punto de vista cultural y paisajístico. Te agradezco tus siempre amables palabras y el análisis que haces del texto, así como tu paso por mis relatos más antiguos. Un abrazo Ariel.
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