lunes, 19 de enero de 2015

El Angel de la Muerte

I


Fuente: http://www.disfrutapraga.com
Esperaba, con el aliento contenido y la tensión guardada en los bolsillos de mi abrigo. A mis pies unas cuantas colillas esparcidas con descuido eran testimonio de los cigarrillos de los que había dado cuenta durante aquel lapso de tiempo. Desde el cobijo del portal en que me resguardaba podía contemplar el puente enseñoreándose de aquel tramo del río, envuelto en una espesa niebla. Sus medievales arcos se combaban sobre las aguas y si la neblina y la noche no lo impidieran, apostado en mi improvisado puesto de vigilancia podría admirar toda su arcaica belleza. Las farolas encendidas a lo largo de su cuerpo formaban halos aureolados por el fantasmagórico fenómeno con que la noche me castigaba.

Ella tenía que estar ya a punto de llegar. Debería aparecer cruzando el puente de un momento a otro, surgiendo como un espectro entre la niebla. Acaricié con suavidad la Mágnum que escondía en un bolsillo. Ya había matado antes, pero cada vez era diferente. El mismo hormigueo en la boca del estómago, los mismos nervios, pero siempre sensaciones distintas en el momento de apretar el gatillo y contemplar el rostro de la víctima a la cual me habían encargado quitar la vida. Encendí un último cigarrillo y miré el reloj. Era la hora.


Llegó precedida por un ahogado taconeo sobre los adoquines. Su silueta se recortó contra el difuminado horizonte. Apreté la culata del arma y comencé a caminar hacia ella, sin prisa, tenía que llegar en el momento justo, no antes. Según me fui acercando pude apreciar con mayor claridad sus facciones. No me habían engañado, era de una belleza exquisita; su cabello lucía negro como la noche moldeado en largos bucles ondulados, el rostro alargado, los labios parecían haber sido dibujados a bisturí con la perfección de un cirujano, su cuerpo esbelto se empeñaba en dejar la impronta de sus curvas cortando la neblina, que se resistía a dejar de abrazarla. Me habían dicho que sus ojos eran verdes, pero a aquella distancia era algo que todavía no podía comprobar.

Un hombre apareció a mi izquierda. Tenía que ser él. Como era previsible, también llegó a su hora. Nada podía fallar. Caminaba deprisa, la cabeza baja como si quisiera esconder sus intenciones. Ni siquiera pareció reparar en mí, tampoco le di ocasión de hacerlo pues caminaba sigilosamente pegado a la pared de un edificio. Saqué el arma y la empuñé. Entonces el delincuente se abalanzó sobre la muchacha, el filo de una navaja destelló en la noche bajo la luz de las farolas y un grito femenino rompió el silencio espantando una bandada de patos que levantaron el vuelo sobre las aguas. No me vio llegar, le propiné una patada en la entrepierna y cayó al suelo retorciéndose, el cuchillo que portaba se escurrió de sus manos emitiendo un agudo tintineo al golpear los adoquines. Lo levanté en vilo con una mano y mi codo le partió la nariz cuando impactó sobre su rostro. Apunté el arma a las sienes, sus ojos me miraban con desconcierto suplicando clemencia. No me daba pena, aquel miserable se había ganado con creces el destino que le aguardaba.

– ¡No! – la exclamación frenó mi dedo índice cuando ya estaba a punto de sellar otra muerte – ¡Es sólo un muchacho, por el amor de Dios! – suplicó la chica con la voz desgarrada.

Todavía ahora no se por que lo hice. La presión de mi mano se aflojó sobre el cuello de aquel gángster de poca monta y escapó tambaleándose a lo largo del puente dejando tras de sí un reguero de sangre. Miré a la muchacha, estaba asustada, de eso no cabía duda, pero había sabido mantener la compostura. 

Yo también debía irme sin aceptar más demora, di media vuelta y me alejé caminando para dejarme devorar por las negras fauces de la ciudad.


II

Marta Alcázar abandonó aquel día el trabajo una hora más pronto de lo que acostumbraba. No significaba aquello que hubiera salido antes de que finalizase su horario, sinó que no había dejado el laboratorio tan tarde como tenía por costumbre. Su trabajo la apasionaba, disfrutaba con cada segundo que dedicaba a desentrañar los misterios de la genética y ello la había llevado sin apenas darse cuenta a reducir su existencia prácticamente a su actividad laboral, descuidando sus amistades y su escasa vida social. Cuando se graduó en Biología Molecular soñaba con poder contribuir mediante alguna aportación significativa al progreso de la humanidad y tras dedicar dos duros cursos a realizar un máster en Biología Molecular y Celular había logrado un puesto de investigadora en la Universidad, donde llevaba ya cuatro años enfrascada en un apasionante proyecto. Ni en sus mejores sueños, cuando las horas de estudio entre café y café se hacían eternas, hubiera imaginado que la suerte la tocaría de aquella manera.

Todos los días, o más bien noches ya entradas, recorría a pie el escaso kilómetro que separaba el Campus del piso alquilado donde vivía, pero en esta ocasión el traumático acontecimiento de la jornada anterior la había hecho tomar la precaución de caminar cuando todavía los últimos rescoldos de luz teñían de un azul mortecino el cielo de la ciudad. Las calles aún se veían transitadas por apresurados peatones que regresaban a sus hogares. Sentía miedo, pero no era mujer que se dejara amilanar fácilmente. La mejor manera de superar aquello era volver a pasar por el mismo lugar como si nada hubiera sucedido. Cuando sus pies pisaron el suelo adoquinado del puente revivió de nuevo con un escalofrío lo acontecido: la sombra abalanzándose sobre ella, el destello amenazador del filo de una navaja y aquel misterioso desconocido que, a pesar de hacer gala de una brutalidad carente de todo escrúpulo, la había salvado de un percance mucho mayor.

Apuró el paso sobre los arcos y con el corazón acelerado rebasó el lugar donde lo sucedido la noche pasada le parecía ahora un mal sueño. "Ya está" se dijo, "prueba superada, borrón y cuenta nueva", pensó tratando de infundirse los ánimos que en algún momento aparentaran haberle robado las aguas turbias del río. Suspiró, ahora más aliviada, como si con aquel gesto todos sus fantasmas se diluyeran en el aire frío de aquella tarde invernal. Absorta en sus pensamientos cruzó la calle. La bocina de un bus urbano pareció despertarla, giró la cabeza justo a tiempo de ver como el vehículo se abalanzaba sobre ella.


III

Aquella mujer definitivamente había decidido complicar mi existencia. Caminaba por la calle ensimismada como un espectro en pena, sin prestar atención a cuanto ocurría a su alrededor. En el corto trayecto que suponía cruzar el puente casi se había tropezado con dos transeúntes y tras sobrepasar el último arco no prestó atención alguna al semáforo que acababa de señalar con su ridículo muñeco rojo que el paso estaba vedado ya a los peatones. Pude ver con bastante antelación como sería arrollada por el urbano, cuyo conductor miraba impaciente los hipnóticos discos coloreados esperando poder hundir su pie en el acelerador como si aquella máquina fuese una vulgar ramera y él estuviese manejando otro miembro. Eché a correr antes de que todo sucediese y llegué junto a ella en el momento justo de empujarla hacia delante y librarla de un desenlace fatal. El vehículo pasó a nuestro lado rozando mi gabardina mientras ambos caíamos entre dos coches aparcados junto al bordillo. La levanté, al tiempo que comenzaba a aumentar el grupo de curiosos que nos observaban con ojos bobalicones, hasta que la mirada que dediqué a uno de ellos consiguió volver a ponerlos en movimiento.

– ¿Está usted bien? – le dije.

– Lo peor parado es mi hombro derecho, pero no ha sido más que un golpe fuerte, no sé en que iba pensando – añadió levantando la mirada. A juzgar por la expresión de su rostro pareció reconocerme.

– Siendo así, debo dejarla, llevo algo de prisa – repliqué haciendo ademán de marcharme.

Ella me agarró el brazo con determinación. Por un momento nos quedamos mirándonos el uno al otro. Una ráfaga de viento despeinó su cabello introduciendo rebeldes mechones entre sus ojos.

– No puede marcharse así. Le invito a un café, es lo menos que puedo hacer.

No dije nada, pero el gesto con que la miré dejó clara mi negativa.

– Por favor – suplicó.


IV

El local estaba decorado como esos cafés de principios del siglo pasado, con aires de los alocados años veinte y olor a tabaco. Las paredes eran de piedra guarnecida en madera hasta media altura, sostenían multitud de cuadros con estampas en blanco y negro y combados anaqueles sobre los que reposaban objetos inverosímiles. El mobiliario era antiguo, desde las sillas y mesas hasta un viejo piano que suspiraba en una esquina por unas manos que lo acariciasen. El personal iba pulcramente vestido, traje y corbata con su respectivo chaleco ellos, escotados vestidos con falda al vuelo ellas.

– Vengo aquí a menudo, me ayuda a olvidarme del bullicio – confesó la muchacha.

– Sin duda produce ese efecto – repliqué.

Apuré un sorbo de mi café aún demasiado caliente. No me explicaba todavía como había consentido en aquella lúdica reunión pero cuanto antes acabase mejor para ambos.

– Acorta la vida – dijo ella.

– ¿Cómo dice? – la miré extrañado.

Rió durante un par de segundos.

– Son solo teorías, hay estudios que relacionan la cafeína con el acortamiento de los telómeros, pero supongo que tendría que beber cantidades industriales para producir algún efecto.

Era la segunda vez que escuchaba aquella palabra en pocos días. Si alguien me hubiera mencionado un telómero con anterioridad hubiera pensado que se trataba de alguna suerte de adicción a la caja tonta. Sin embargo, para ella parecía la cosa más normal del mundo.

– Si, he oído hablar algo sobre el tema – le dije.

Se hizo un silencio incómodo, con el contrafondo del bullicio a nuestras espaldas.

– ¿Y que se supone que debería beber? – añadí.

– Cerveza. La levadura la alarga – dijo convencida – La vida – puntualizó.

– Pero supongo que son sólo teorías.

– Muy perspicaz – rió de nuevo – Lo siento, es deformación profesional, soy bióloga molecular, me dedico a la genética.

– Ah, perfecto – respondí. 

– Todavía no le he dado las gracias. En dos días me ha salvado la vida otras tantas veces.

– No exagere. Además, cualquiera lo hubiera hecho.

– Sabe perfectamente que no es así – me rebatió – Ha sido una suerte el hecho de habernos cruzado en ambas ocasiones.

– Casualidad, supongo.

– Y a diferentes horas – me hizo notar.

– Lo que demuestra que la casualidad no entiende de lógica – repliqué con toda seriedad.

La muchacha percibió que estaba dándose topetazos contra un muro, era una mujer inteligente.

– ¿Es usted policía? – se atrevió a preguntar de forma directa.

La miré con fijeza, fui consciente de que no estaba mostrando mi rostro más amable, pero ella no se amilanó y me sostuvo la mirada.

– Podríamos decir que algo así – concedí.

En una esquina del local la suerte había tocado a nuestro mudo amigo de percusión y unas manos femeninas se dispusieron a aporrear sus teclas. La música comenzó a dispersar las notas en una atmósfera cargada, mientras algunas parejas se acaramelaron al compás de los románticos acordes. Confieso que no es el género que más va con mi carácter, pero aún así me disgustaba la idea de dejar huérfano de un par de oídos a aquel instrumento de marfil y madera.

– Bien, ha sido una tarde agradable, pero he de irme ya. Se me hace tarde – me disculpé.

– ¿Volveremos a vernos? – inquirió ella.

Ya en pie la miré a los ojos. Hasta ese momento no había caído en que eran de un verde casi hiriente, exactamente tal como me habían dicho.

– De eso no le quepa duda.

Pagué la cuenta, paseé la mirada a mi alrededor y atravesé la puerta entregándome a los traicioneros brazos de la noche.


V

El agua caía fresca por mi cuerpo desde la alcachofa que sobre mi cabeza no paraba de llorar. La habitación del hotel disponía de todas las comodidades, pero no me apetecía hacer uso de la bañera de hidromasaje. Necesitaba pensar y las gotas golpeando mis sienes parecían refrescarme también las ideas.

Aquello había sido un error impropio del profesional por el cual me tenía. Nunca debería haber aceptado la invitación de esa chica. Regla número uno: jamás mezclar las relaciones personales con el trabajo. En realidad no fueron más de quince minutos de charla trivial, pero no convenía tentar la suerte; ella había empezado a hacer preguntas incómodas y a buen seguro comenzaba a sospechar. A una mujer así no se le podía escapar que tantas casualidades en tan corto espacio de tiempo debían esconder algo, sin duda estaba al tanto de que la seguía. "No tiene mayor importancia", traté de convencerme, "en unos pocos días se habrá acabado todo y jamás volveré a ver su rostro". Cerré el grifo y alcancé una toalla con el Ritz escrito en grandes letras. Tomé el mando a distancia y encendí el televisor, la voz monótona de una locutora desgranaba noticias que me eran ajenas, ¡cuantas ganas tenía ya de regresar!

Hacía tan sólo unos días que había empezado todo aquello, unos días que me parecían eternos. Unos días que, siendo rigurosos, en realidad todavía estaban por llegar.


VI

Acudí puntual a la cita, como tenía por costumbre. Ni convenía retrasarse mostrando falta de seriedad ni llegar demasiado pronto denotando impaciencia. Me gustaban las cosas en su justa medida, esa y alguna otra de mis cualidades me habían llevado a alcanzar el éxito.

El despacho se encontraba en la planta decimotercera del edificio, si fuese supersticioso pensaría que no era un buen comienzo. Por enésima vez comprobaron mi acreditación, ahora fue una madura secretaria quien repasó los papeles tras unos cristales encajados en una montura decimonónica. El edificio estaba dotado de toda clase de medidas de seguridad, pero aún así me jactaba para mis adentros de que podría haberlas burlado todas si me lo propusiera. Hubiera sido un reto interesante, pero no convenía tentar la suerte toda vez que había sido invitado. Me hicieron pasar a una pequeña sala y al cabo de un instante me conminaron a entrar.

El despacho del Director Adjunto Arthur Dickinson era austero para lo que cabría esperar en alguien de su posición. Lo ocupaban una mesa central flanqueada por tres sillones forrados en cuero y un mueble atiborrado de libros y papeles. El hombre se hallaba sentado tras la mesa atareado con unos informes. Era corpulento y evidenciaba sobrepeso, mostraba una pronunciada calvicie y llevaba puestas unas gafas con montura de pasta. Cuando entré ni siquiera levantó la cabeza. Aguardé en pie a que dijera algo, era obvio que estaba tratando de marcar distancias. No me importaba, yo tenía claras cuales eran mis cartas. Tras unos segundos me invitó a sentarme.

– Agente John Benjamin Parker – dijo, al tiempo que abría un dossier. No añadí nada, estaba perfectamente al tanto de cual era mi propio nombre.

– Sus referencias son excelentes, disciplinado, metódico, leal a la causa hasta extremos difícilmente imaginables, algunos alaban incluso su falta de escrúpulos. Goza usted de la máxima calificación y conoce información que la mayoría de sus colegas siquiera imaginan – dijo alzando la mirada por vez primera – Por eso está aquí.

– No me habrían llamado al despacho del Director Adjunto si no fuera por mis cualidades – afirmé sin disimulo.

– Me gustan los hombres que huyen de la falsa modestia – concedió – Lo que voy a contarle está clasificado con nivel de confidencialidad uno, supongo que no necesito decirle lo que eso significa.

– Soy perfectamente consciente – recité como un formalismo retórico.

– Como sabrá, el proyecto Logia Agnitio, al que usted lleva años asignado, pretende acaparar el conocimiento científico de forma que los progresos de la humanidad sean controlados por el Gobierno de la Nación. Multitud de hombres de ciencia en todo el mundo están afiliados a la Organización, lo cual les reporta pingües beneficios, Organización que se presenta como una Sociedad Secreta heredera de las logias que siglos atrás se movían en la clandestinidad. Ni que decir tiene que la gran mayoría de sus miembros desconocen que detrás se halla el gobierno de nuestro País. De este modo la mayor parte de los descubrimientos relevantes pasan a formar parte del acerbo de la Nación y sólo son puestos a disposición del público cuando nuestra tecnología ha sobrepasado con creces aquello que se da a conocer a la sociedad.

El Director Dickinson hizo una pausa para beber de un vaso con agua que se encontraba a su lado izquierdo. Recordé que la estadística dicta que entre los zurdos hay un porcentaje más elevado de coeficiente intelectual.

– No podemos controlar todo el conocimiento que se crea a lo largo del mundo – continuó hablando – pero por lo general sí decidimos sobre los aspectos que pudieran tener relevancia en los asuntos de defensa, o al menos eso pensábamos.

– No puedo creer que algo se le haya pasado por alto a la todopoderosa Agencia – dije con cierta sorna. Dickinson desdeñó mi observación y continuó hablando.

– Nuestro Servicio Secreto ha conseguido averiguar que en una universidad de ese país…como se llama… ¡ah si, España!… han ido más allá de lo que cualquiera de nosotros pudiera imaginar, y lo han hecho al margen de nuestro control. ¿Está usted familiarizado con el concepto de telómeros?

La cara de estupefacción que se me debió quedar fue suficiente respuesta. Semejante palabra sólo conseguía que imaginase algún tipo de trastorno televisivo. No me gustaba la sensación de trabajar sobre algo que desconocía, por lo que traté de prestar toda la atención posible.

– Los telómeros son estructuras especializadas situadas en los extremos de los cromosomas. Cada vez que una célula se duplica, los cromosomas se copian en la nueva célula con telómeros ligeramente más cortos. Con el tiempo los telómeros se vuelven demasiado cortos y la célula muere. Sólo las células fetales y cancerígenas cuentan con mecanismos para evitar este fatal destino y seguir reproduciéndose.

– Interesante clase de genética molecular – comenté.

– En ser o no capaces de detener o ralentizar la degradación de los telómeros y trasladar ése comportamiento a todas las células del organismo radica el secreto de la eterna juventud, ¿me comprende usted?

Asentí con un movimiento de cabeza. Empezaba a vislumbrar cual podía ser el misterioso hallazgo y ante tal posibilidad un escalofrío me recorrió la espalda.

– Esos científicos han conseguido crear un compuesto que administrado en dosis periódicas puede alargar la vida humana hasta varios centenares de años, e incluso sobrepasar el milenio.

– ¡Absolutamente increíble! – exclamé sin salir de mi asombro.

– Lo es – concedió Dickinson – Desconocemos cual es el principio por el que actúa tal mecanismo, en realidad lo desconocemos casi todo sobre ese elixir de la eterna juventud y aunque dispusiésemos de información relevante, desentrañar una técnica tan compleja nos llevaría años, unos años de los que no disponemos. ¿Se imagina, agente Parker, lo que supondría para nuestra Nación estar en posesión de semejante ventaja estratégica con respecto al resto de naciones de la Tierra, en el supuesto de que ninguna de ellas lo poseyera? ¿Puede por un momento imaginárselo?

– Me hago cargo, señor Director – dije aún tratando de asimilar la noticia.

– En realidad sólo hay un dato que sabemos con certeza sobre tal descubrimiento – añadió Dickinson entornando la voz – Toda la teoría acerca del control de la replicación de los telómeros se basa en el trabajo de una sola persona. Su nombre es Marta Alcázar y conocemos bastante sobre ella por una única razón, un motivo por el cuál los estrictos controles de seguridad sobre quienes integran el Equipo Científico responsable del hallazgo apenas existen sobre ella. ¡Marta Alcázar falleció hace 37 años!


VII

El Director Adjunto Arthur Dickinson hizo una pausa en su inaudita perorata para dejarme asimilar toda la información con la que me había bombardeado en tan sólo unos minutos. Me costaba creer que semejante grado de conocimiento estuviera en poder de la humanidad y coincidía con aquel hombre en que el hecho de que tal descubrimiento permaneciera al margen del control de la Nación era algo que no podíamos permitirnos. En cualquier caso mi misión no era pensar, ni tampoco cuestionar el trabajo que se me encomendaba. Si estaba allí era porque esperaban algo de mí y esa era la parte de la historia que me tocaba conocer a continuación.

– Su labor, agente Parker, es conseguir el dossier en el que la científica anotaba su trabajo y hacerlo llegar a las manos adecuadas – ordenó Dickinson sin más preámbulos – La señorita Alcázar fue asesinada por un vulgar atracador en un lugar, día y hora concretos, que por supuesto conocemos.

– Y dígame, señor Director – me permití interrumpir – Si esa tal Marta Alcázar lleva muerta tanto tiempo que no deben quedar de ella ni los huesos ¿cómo se supone que me haré con esos documentos?

Formulé la pregunta como si permaneciera ignorante de lo que mi interlocutor se traía entre manos, pero a esas alturas de la conversación hacía rato que me temía la respuesta y sabía que no iba a gustarme en absoluto.

– Alguien con su perspicacia habrá adivinado ya que sólo hay un modo de hacerlo – el hecho de que intentaran halagarme no hacía sino presagiar lo peor – Me han comunicado que hace un par de meses se le informó de cierto proyecto de relevancia que a través de Agnitio hemos venido desarrollando en los últimos años, en previsión de que más pronto que tarde debería participar usted en alguna misión relacionada con ello.

– Así es – asentí confirmando mis temores.

– El viaje a través del tiempo ha dejado de ser ciencia ficción para convertirse en una apasionante realidad, por supuesto limitado de manera estricta al uso que la Nación exija en su momento. Le habrán informado también que en la fase en la que nos encontramos los experimentos adolecen todavía de algunos… como decirlo… frustrantes problemas. Cada experiencia exige unos tremendos costes que hacen inviable su utilización de forma masiva, y por otro lado todavía tenemos una inquietante tasa de… pequeños errores en la fase de traslación temporal.

– Es una forma de decirlo – discrepé.

Los errores a los que se refería el Director consistían nada menos en que con una probabilidad no muy tranquilizadora uno de mis brazos podría aparecer en Nueva York durante la Gran Depresión al tiempo que una pierna terminar en Tokio como trofeo de algún Samurai del medievo japonés. Eso sin tener en cuenta que tendría que realizar también un viaje de regreso, lo cual aumentaba las posibilidades de sufrir algún percance.

– Por supuesto – siguió recitando el hombre – tratándose de una misión clasificada como de incertidumbre puede negarse a participar en ella. Sin embargo, si esta reunión se está produciendo al más alto nivel, agente Parker, es para hacerle entender la criticidad de este asunto. Debe saber además que la remuneración habitual será multiplicada por diez y recibirá otro tanto a su regreso. En caso de que surgiese algún imprevisto, el montante total será asignado a la persona o personas que usted designe como herederos.

Pensé que el riesgo bien merecía la pena, después de todo la cantidad me daba la posibilidad de plantearme pensar en un retiro dorado antes de lo que tenía previsto, o en su defecto pasar mis últimos años como agente en misiones con menor exigencia; el hecho de matar por mi País comenzaba a tornarse una sensación bastante anodina. El único problema era que llegado el caso no tenía, que yo recordase, nadie a quien legar mi pequeña fortuna manchada de sangre.

– Será usted transportado a la época de la muerte de la señorita Alcázar, y evitará su asesinato – continuó hablando Dickinson como si yo hubiese aceptado – No tenemos la seguridad de que con anterioridad a esa fecha sus estudios estuviesen completos, por lo que nos es imposible actuar antes. El dossier se halla en los laboratorios de la Universidad. En aquella época las medidas de seguridad no eran tan férreas como lo son ahora y menos con unos documentos de los que nadie entonces conocía su importancia; no obstante no queremos levantar ninguna sospecha que pudiera hacer surgir la más mínima complicación en el pasado, por lo que no accederá en ningún momento al interior del Campus. Sabemos que Marta Alcázar se llevaba su trabajo a casa los fines de semana, lo cual incluye el dossier completo. Desde el momento en que impida su muerte hasta la salida de la chica de los laboratorios el viernes noche se convertirá usted en su sombra, evitando cualquier percance que pudiera surgir. En ese momento sustraerá el dossier, se dirigirá a primera hora del sábado a la Embajada Americana y lo enviará por valija diplomática a esta dirección – dijo exendiéndome unos papeles – junto con este sobre lacrado que contiene un mensaje con instrucciones precisas para su receptor. El resto de detalles referentes a la misión se le darán por el cauce habitual. ¿Ha entendido?

– Perfectamente – dije sorprendido por lo maquiavélico del plan – Tan sólo me surgen un par de dudas insignificantes. ¿Tengo permiso para actuar a discreción con el maleante?

– Concedido, su vida no es relevante – añadió Dickinson con frialdad.

– Y por otro lado ¿que sucede con la chica?

El Director me miró esbozando una sonrisa maléfica, en su ceño fruncido se dibujaron oscuras líneas.

– Como comprenderá no podemos permitir que continúe con su trabajo. Obviamente debe ser… eliminada.

Salí del despacho con sensaciones encontradas. En el recibidor aguardaba para ver al Director Adjunto un hombre ataviado con una gabardina y un sombrero negro de ancha ala que tapaba por completo su rostro. Me di cuenta que agachaba la cabeza a mi paso, como si tratara de ocultarme sus facciones.


VIII

Viernes noche. Con suerte mi penúltimo día de destierro en un tiempo que no me correspondía. Aguardé durante toda la tarde en un parque situado frente a los laboratorios de Biología Molecular y Genética de la Universidad. Poco tiempo había hecho falta para que la investigadora empollona a la que esperaba retomase sus antiguas costumbres, por lo visto el susto de tres días atrás sólo le duró lo que se tarda en curar un resfriado. Eran más de las once y no había hecho todavía su aparición atravesando la puerta coronada por un ornamentado arco de granito. Al fin, faltando poco más de treinta minutos para la media noche, abandonó el edificio cargando con una gruesa carpeta que casi se le cae al intentar colocarse el bolso. Comenzó a caminar por la acera con paso apresurado y yo la seguí. El sonido de sus tacones martilleando el suelo a buen seguro se escucharía en el otro extremo de la urbe, se me antojó. Se internó en el parque entre negros campos y tenebrosos chopos deshojados, al fondo se veían las luces de la ciudad. Era un trayecto solitario aunque corto, en cualquier caso servía bien a mis propósitos. Apuré el paso y me coloqué a la par de ella. Me recibió con un respingo, sobresaltada por mi repentina aparición.

– Siento haberla asustado, señorita Alcázar – le dije a modo de saludo.

– ¿Es que no sabe presentarse como la gente normal y en lugares normales? – me respondió todavía con una mano en el pecho.

– Ya le dije que volveríamos a vernos, y soy hombre de palabra – añadí.

– Suponía que llegado el caso sería tomando un café o, tirando por lo alto, en una velada de teatro. Pero por lo visto se ha empeñado usted en convertirse en mi sombra, tan importante debo parecerle. ¿De que nuevo peligro va a salvarme hoy?

– Me temo que esta noche mis propósitos son otros – respondí con una sonisa forzada.

– Espero en todo caso que bienintencionados – dijo medio en broma.

Cambié de tercio, tampoco era cuestión de mentir una vez que había llegado aquel inevitable momento.

– Veo que es usted una mujer atareada – comenté señalando la carpeta que a duras penas conseguía mantener bajo el brazo – ¿Me permite?

Me miró como si le estuviera pidiendo quinientos dólares, pero finalmente accedió. Sin disimulo abrí la carpeta y eché un vistazo a su interior a la luz de una farola, me bastaron unos segundos para confirmar que era lo que buscaba. Ella me dirigió una mirada escandalizada por mi nulo respeto hacia su privacidad.

– Algún día esto valdrá varias veces su peso en oro, no lo dude.

– ¿Y como puede saber usted eso? – inquirió extrañada.

– Créame si le digo que sé cosas que preferiría no saber – respondí.

– Va a tener que contarme algunas de ellas, mi paciencia no es eterna.

– No, Marta – dije pasando a tutearla – Me temo que ya no hay tiempo para ello. Hasta aquí hemos llegado. Yo ya tengo lo que quiero, es momento de restituir al destino lo que le arrebaté hace tres días.

Se paró y me miró a los ojos con las manos en los bolsillos de su abrigo. Su expresión era serena, el rostro iluminado por el halo de una farola que parecía haberse situado expresamente para dar luz a aquel postrero acto.

– Así que se trata de eso, no eres más que un vulgar asesino. Me decepcionas. Había barajado esa posibilidad pero confieso que de todas ellas era la que menos glamour tenía.

– Me gustaría tener la opción de elegir poder hacer otra cosa, pero eso no está en mis manos – dije sacando el arma de debajo del abrigo.

Ella no se inmutó. Probablemente había sopesado las posibilidades que tenía y sabía que salir corriendo sólo provocaría que se adelantase el inevitable final. Como si se tratase de un acto cotidiano apunté el revolver hacia su frente, las gotas de sudor que la perlaban eran la única muestra externa de la angustia que debía devorarla por dentro. Mi dedo acarició el gatillo, a falta de una piel tersa sobre la que deslizarse era un generoso sucedáneo que siempre me había excitado. Observé sus ojos clavados fijamente en los míos, el halo de luz que nacía sobre nuestras cabezas jugaba a reflejarse en su iris de un verde imposible. Sólo pronunció una frase, la última frase que debería oír antes de tener que apagar para siempre el brillo de sus ojos.

– ¡Por favor!


IX

Llevaba ya un rato aguardando, las agujas del reloj se acercaban a su destino, al momento fijado para que la puerta se abriese al fin. Me contemplé saliendo del despacho. Nunca hubiera imaginado que mis emociones se pudieran traslucir tan claramente, que inexperto era a pesar de toda la experiencia que acumulaba. Al pasar por mi lado bajé la cabeza y me toqué el sombrero con la mano, no era cuestión de echarlo todo a perder en el último momento. Así como la puerta del ascensor se cerró, me levanté y penetré en la estancia.

El Director Adjunto Dickinson me observó entrar, sobresaltado. Pareció molesto porque no había llamado a la puerta ni solicitado permiso, supongo que no estaba acostumbrado a aquella falta de formalidad. Por mi parte, a mis años hacía ya tiempo que había dejado a un lado ese tipo de cuestiones.

– ¿Ha olvidado algo, Parker? – dijo en tono airado, prescindiendo del apelativo agente.

Me quité el sombrero, en aquel momento Dickinson pareció vacilar, supongo que habría notado algo diferente en mi rostro.

– ¡Está… está usted…! – tartamudeó.

– Si, Arthur, un poco, sólo un poco más viejo – terminé por él la frase.

Su rostro palideció, se podía acusar al Director de muchas cosas, pero desde luego no era tonto.

– Así que era cierto, realmente esa maldita zorra lo ha conseguido – musitó.

– En efecto, parece que no la hemos subestimado – repliqué.

– Me ha decepcionado usted Parker, jamás pensé que la traición estuviese entre sus defectos.

– Recuerdo que hace muchos años alguien se sintió de igual manera conmigo – dije haciendo memoria – Respecto a la traición, todo es cuestión de puntos de vista.

– ¿Tardó mucho tiempo en conseguirlo?

– Razonablemente poco, como puede comprobar.

– Nadie diría que ya es usted octogenario, eso es cierto.

– Han sido unos años interesantes. Todo se lo debo a usted, Director.

En ese momento Dickinson se abalanzó sobre el escritorio y una de sus manos intentó asir la manilla de un cajón en cuyo interior probablemente guardaba un arma de fuego. La postura en la que murió fue de lo más grotesca, estirado cuan largo y ancho era sobre el escritorio, al tiempo que una bala certera escupida por el silenciador de mi pistola dibujaba un círculo rojo en el centro de su frente.

Salí del despacho con la satisfacción del deber cumplido, saludé con jovialidad a la secretaria e incluso me permití halagar su peinado, y tomé el ascensor hasta la planta baja. Abandoné el edificio caminando tranquilamente por la puerta principal, trajeado y con la ampulosidad de un acaudalado hombre de negocios. La mejor forma de desaparecer de la escena de un crimen sin levantar sospechas era aparentando la más absoluta normalidad.

Un coche me aguardaba aparcado a algunas manzanas. La puerta se abrió cuando su conductor me vio llegar. Ocupé el asiento del copiloto y me puse las gafas de sol.

– ¿Cómo ha ido? – preguntó.

– Un problema menos del que preocuparse – respondí con cierto aire de superioridad.

– Siempre supe que enamorarme de un asesino profesional no podía ser tan malo – rió.

– Ya no, hace tiempo que eso quedó atrás, muy atrás en el tiempo.

– Aún así, de vez en cuando toca desempolvar viejas habilidades.

Me incliné sobre ella y la besé. A pesar de los años sus labios no habían perdido su dulce sabor a caramelo. Arrancó el coche y éste comenzó a rodar sobre el asfalto.

– ¿Has decidido ya cuando donarás tu descubrimiento a la humanidad? – pregunté, temiendo la misma respuesta de siempre.

– Sabes que aún no están preparados John, y me temo que no lo estaremos todavía en muchos años. Debemos ser pacientes y esperar, tenemos todo el tiempo del mundo.

– Muy bien – asentí – En ese caso, seguiremos siendo los dos únicos seres humanos cuyos telómeros no se acortan en cada división celular. ¿Lo he dicho bien?

– Aprende usted rápido, agente Parker.

Su risa sonó como un vals de Beethoven tocado por cien mil violonchelos. Contemplé sus ojos verdes, sus hermosos y profundos ojos verdes, aquellos ojos verdes engarzados en un rostro que no había mudado en los treinta últimos años.

– ¿A dónde iremos ahora, Marta? – pregunté dejándome llevar por el suave vaivén del automóvil.

– A donde siempre, mi querido Clyde, a la eternidad, ¡siempre a la eternidad!



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