martes, 4 de noviembre de 2025

Más allá de mi ventana

Mis piernas temblaban cuando fui a comprar el telescopio. Me sentía culpable, como si descubrir los secretos indecibles que se extendían más allá de la ventana fuese un sacrilegio. Y quedé atrapado en ese pecado, alimentándome cada noche de la ambrosía que emanaba de aquella estrella celestial.

Era muchas en una. Berenice, con la cabellera ondeando al viento. Casiopea, sentada frente al espejo forzando muecas irreverentes, cual niña traviesa. Andrómeda, las formas insinuándose bajo la fina seda, tumbada en el lecho, a veces leyendo, otras garabateando quien sabe qué pensamientos sobre un diario; ojalá poder robarlo, ojalá acceder a su corazón plasmado en tinta. Virgo, la promesa de un futuro siempre esquivo.

Aunque para virgo, yo mismo.

No me impacientaba la hora del clímax. Cuando acontecía, me recreaba en la tela desposeyendo su cuerpo, la voluptuosidad de aquellos senos apuntando a mis sentidos, la quemazón hiriente de la lujuria que rezumaba la redondez de sus caderas. Después, las sábanas la abrazaban y con un clic imaginario se hacía la oscuridad. La lente quedaba opacada hasta la sucesiva noche, pues no tenía ojos sino para esa única estrella.

Hasta aquel día.

Fijó las pupilas justo donde yo estaba. ¿Me habría visto? ¡era demasiada la distancia! Se acercó a la ventana y, sin dejar de mirarme, sonrió. Su expresión se deshizo en un mar de constelaciones. Y la persiana cayó como un reproche silente.

Permanecí unos minutos hipnotizado, la incertidumbre susurrando a mi oído, la culpa atenazándome.

Y entonces sonó el timbre.


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