Este relato concursó en la edición #cuentosdeNavidad de Zenda de 2024. Es una adaptación de un microrrelato que escribí para uno de los microrretos de El Tintero de Oro. No ha quedado muy navideño, más allá de algunas referencias a la Navidad que se dan a lo largo del mismo, pero ¿Quién ha dicho que debiera serlo?
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Un hombre vestido de negro camina cabizbajo a lo largo de las calles de la urbanización. Le duele el cuerpo después de soportar las penalidades del largo camino. Ha recorrido un vasta distancia, aunque tan solo unas horas atrás se hallaba todavía en el punto de partida. En los jardines de las viviendas, cada abeto se engalana con un traje de de luces multicolor, encendiendo y apagando el paisaje mientras la nieve sangra en tonos rojos, verdes y anaranjados. Colgadas de las ventanas titilan luminarias que semejan escupir mensajes en un morse ininteligible. Un muñeco de nieve le sonríe, tan inexpresivo como se han vuelto sus propias emociones. Tras las paredes de las casas se adivina alegría, transpiran la esperanza que sólo esas fechas edulcoradas son capaces de insuflar hasta en los corazones más endurecidos. Esperanza que, sólo él lo sabe, pende de un fino hilo de plata.
Sobre la acera quedan marcadas las
huellas de sus zapatos y el aire helado se vaporiza con cada exhalación. Hace
frío, pero eso carece de importancia; cuando todo está a punto de derrumbarse,
lo cotidiano termina por agazaparse en un segundo plano. El hombre de negro ha
destruido el vehículo que lo llevó hasta allí, ya no lo necesita. ¡Nadie debe
volver a usarlo jamás!
A lo lejos vislumbra su destino. Las
paredes de un caserío algo aislado, que no destaca especialmente sobre el resto,
se recortan contra la noche oscura. La chimenea vomita humo blanquecino, que
vaticina la confortable calidez de su interior. Se acerca e introduce una llave
en la cerradura. Comprueba, aliviado, que la puerta cede. El recibidor está
oscuro, sus pasos amortiguan el sonido sobre la mullida moqueta de nylon. Al
fondo del pasillo hay luz. Escucha risas, luego oye voces infantiles entonando
un villancico. Detrás de la puerta acristalada del salón se aprecia la silueta
de un árbol de navidad presidiendo la reunión, como protegiendo a la familia. Ojalá
eso bastase, ojalá tan sólo un árbol, ¡si fuera tan sencillo! Gira lentamente
el pomo y aguarda paciente en el umbral. El grito que una frágil adolescente deja
escapar al verlo consigue ahogar el bullicio. Los demás niños callan. Una mujer
de mediana edad y larga melena rubia se vuelve, al tiempo que su hermoso rostro
salpicado de pecas se deforma con una mueca de terror.
—¿Quién es
usted? —recrimina sobresaltado el único hombre adulto que hasta ese momento
había en la estancia.
—Lo sabes bien,
Eric.
El aludido
parece reconocerlo. El hombre de negro le arroja la esfera de un reloj, que
recoge apenas disimulando el miedo. Por un instante permanece tan inerte como
el árbol coronado por la estrella, hasta que se obliga a reaccionar.
—Volveré en un
momento, no os mováis de aquí —pronuncia al fin Eric, en un pueril intento de
tranquilizar a los demás.
La mujer rubia
quiere protestar, pero un gesto contundente de su esposo con la mano la frena,
al tiempo que se le humedecen los ojos; el rostro de aquel extraño se le antoja
familiar. Eric hace una seña al hombre de negro para que lo acompañe a otra
sala.
La luz de un
fluorescente ilumina un despacho elegante. En las estanterías hay varios libros
y sobre la mesa un fajo de papeles desordenados. El hombre de negro se
desprende de la bufanda y su gorro de lana, que arroja descuidadamente en un
sillón. Tiene el rostro anguloso, el cabello poblado de canas y su expresión es
dura como el hielo. La voz le suena cansada, como si los años, los
acontecimientos o a saber que otra eventualidad lastrasen su ánimo.
—Ha pasado
mucho tiempo, quizás demasiado. Seguro que no me esperabas.
—Demasiado
para ti, supongo. Para mi aún es pronto, ¿ni siquiera me dejarás disfrutar la
gloria? Unos días más y lo hubieran tenido, pensaba darlo a conocer con el año
nuevo. Maldita sea, ¡yo se lo hubiera regalado al mundo!
—Lo sé —interrumpe
el otro— por eso he venido antes.
—Tanto
esfuerzo, tanto trabajo, para al final acabar así.
—Nada ha
salido como estaba previsto, Eric.
—El Generador
de Antimateria: una fuente inagotable de energía, la salvación de nuestro
mundo, ¡la salvación de la humanidad! —suspira el científico.
—También tiene
el potencial para ser su perdición.
—No hay
alternativa, nuestras sociedades se hallan en una encrucijada. Es eso o la
nada, debería bastar para que por una vez quienes nos dirigen actuasen con
cordura. ¡Por Dios, confiaba en que sabrían manejarlo, a pesar de su intrínseco
poder destructivo!
—Borrón y
cuenta nueva. Esa era, ¡esa es nuestra salvaguarda! Al menos, algo hemos hecho
bien. No debe quedar absolutamente nada de este error. Ni siquiera…
—Hay más gente
implicada, lo sabes.
—¡Oh vamos,
Eric! Tú eres el cerebro, estás muy por encima de los demás. Sin ti todo esto
se desmorona.
—¿Y los
documentos?
—Todo está
previsto, tal como —vacila— tal como tú lo pensaste.
El hombre de
negro extiende la mano. Dos cápsulas brillan en su palma. Eric, el científico,
siente un escalofrío que le atraviesa en mayor medida el alma que el cuerpo. El
tic-tac de un reloj coronado por un espumillón dorado consigue suspender el
tiempo en un instante eterno. Su mente se debate entre el deseo y el que, sabe,
es su ineludible deber. Nunca es sencillo enfrentar la muerte. Menos aún en
Navidad.
—¿Cómo es el
futuro?
—¿El que
conozco? Negro, igual que esta noche. Triste, frío y… muerto.
—Me dejarás al
menos despedirme de mi mujer y mis hijos —casi suplica, mientras se aferra a
una última esperanza. Debe haber otro modo, otra manera de hacer las cosas.
Se materializa
un silencio espeso. Del salón llega un llanto pausado, expectante, un llanto de
mujer. Una sonrisa cínica le baila al hombre de negro en la boca.
—Nuestra
mujer, compañero. ¡Y nuestros hijos!
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