jueves, 16 de enero de 2025

La segunda oportunidad

Este relato concursó en la edición #cuentosdeNavidad de Zenda de 2024. Es una adaptación de un microrrelato que escribí para uno de los microrretos de El Tintero de Oro. No ha quedado muy navideño, más allá de algunas referencias a la Navidad que se dan a lo largo del mismo, pero ¿Quién ha dicho que debiera serlo?


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          Un hombre vestido de negro camina cabizbajo a lo largo de las calles de la urbanización. Le duele el cuerpo después de soportar las penalidades del largo camino. Ha recorrido un vasta distancia, aunque tan solo unas horas atrás se hallaba todavía en el punto de partida. En los jardines de las viviendas, cada abeto se engalana con un traje de de luces multicolor, encendiendo y apagando el paisaje mientras la nieve sangra en tonos rojos, verdes y anaranjados. Colgadas de las ventanas titilan luminarias que semejan escupir mensajes en un morse ininteligible. Un muñeco de nieve le sonríe, tan inexpresivo como se han vuelto sus propias emociones. Tras las paredes de las casas se adivina alegría, transpiran la esperanza que sólo esas fechas edulcoradas son capaces de insuflar hasta en los corazones más endurecidos. Esperanza que, sólo él lo sabe, pende de un fino hilo de plata.

         Sobre la acera quedan marcadas las huellas de sus zapatos y el aire helado se vaporiza con cada exhalación. Hace frío, pero eso carece de importancia; cuando todo está a punto de derrumbarse, lo cotidiano termina por agazaparse en un segundo plano. El hombre de negro ha destruido el vehículo que lo llevó hasta allí, ya no lo necesita. ¡Nadie debe volver a usarlo jamás!

         A lo lejos vislumbra su destino. Las paredes de un caserío algo aislado, que no destaca especialmente sobre el resto, se recortan contra la noche oscura. La chimenea vomita humo blanquecino, que vaticina la confortable calidez de su interior. Se acerca e introduce una llave en la cerradura. Comprueba, aliviado, que la puerta cede. El recibidor está oscuro, sus pasos amortiguan el sonido sobre la mullida moqueta de nylon. Al fondo del pasillo hay luz. Escucha risas, luego oye voces infantiles entonando un villancico. Detrás de la puerta acristalada del salón se aprecia la silueta de un árbol de navidad presidiendo la reunión, como protegiendo a la familia. Ojalá eso bastase, ojalá tan sólo un árbol, ¡si fuera tan sencillo! Gira lentamente el pomo y aguarda paciente en el umbral. El grito que una frágil adolescente deja escapar al verlo consigue ahogar el bullicio. Los demás niños callan. Una mujer de mediana edad y larga melena rubia se vuelve, al tiempo que su hermoso rostro salpicado de pecas se deforma con una mueca de terror.

—¿Quién es usted? —recrimina sobresaltado el único hombre adulto que hasta ese momento había en la estancia.

—Lo sabes bien, Eric.

El aludido parece reconocerlo. El hombre de negro le arroja la esfera de un reloj, que recoge apenas disimulando el miedo. Por un instante permanece tan inerte como el árbol coronado por la estrella, hasta que se obliga a reaccionar.

—Volveré en un momento, no os mováis de aquí —pronuncia al fin Eric, en un pueril intento de tranquilizar a los demás.

La mujer rubia quiere protestar, pero un gesto contundente de su esposo con la mano la frena, al tiempo que se le humedecen los ojos; el rostro de aquel extraño se le antoja familiar. Eric hace una seña al hombre de negro para que lo acompañe a otra sala.

La luz de un fluorescente ilumina un despacho elegante. En las estanterías hay varios libros y sobre la mesa un fajo de papeles desordenados. El hombre de negro se desprende de la bufanda y su gorro de lana, que arroja descuidadamente en un sillón. Tiene el rostro anguloso, el cabello poblado de canas y su expresión es dura como el hielo. La voz le suena cansada, como si los años, los acontecimientos o a saber que otra eventualidad lastrasen su ánimo.

—Ha pasado mucho tiempo, quizás demasiado. Seguro que no me esperabas.

—Demasiado para ti, supongo. Para mi aún es pronto, ¿ni siquiera me dejarás disfrutar la gloria? Unos días más y lo hubieran tenido, pensaba darlo a conocer con el año nuevo. Maldita sea, ¡yo se lo hubiera regalado al mundo!

—Lo sé —interrumpe el otro— por eso he venido antes.

—Tanto esfuerzo, tanto trabajo, para al final acabar así.

—Nada ha salido como estaba previsto, Eric.

—El Generador de Antimateria: una fuente inagotable de energía, la salvación de nuestro mundo, ¡la salvación de la humanidad! —suspira el científico.

—También tiene el potencial para ser su perdición.

—No hay alternativa, nuestras sociedades se hallan en una encrucijada. Es eso o la nada, debería bastar para que por una vez quienes nos dirigen actuasen con cordura. ¡Por Dios, confiaba en que sabrían manejarlo, a pesar de su intrínseco poder destructivo!

—Borrón y cuenta nueva. Esa era, ¡esa es nuestra salvaguarda! Al menos, algo hemos hecho bien. No debe quedar absolutamente nada de este error. Ni siquiera…

—Hay más gente implicada, lo sabes.

—¡Oh vamos, Eric! Tú eres el cerebro, estás muy por encima de los demás. Sin ti todo esto se desmorona.

—¿Y los documentos?

—Todo está previsto, tal como —vacila— tal como tú lo pensaste.

El hombre de negro extiende la mano. Dos cápsulas brillan en su palma. Eric, el científico, siente un escalofrío que le atraviesa en mayor medida el alma que el cuerpo. El tic-tac de un reloj coronado por un espumillón dorado consigue suspender el tiempo en un instante eterno. Su mente se debate entre el deseo y el que, sabe, es su ineludible deber. Nunca es sencillo enfrentar la muerte. Menos aún en Navidad.

—¿Cómo es el futuro?

—¿El que conozco? Negro, igual que esta noche. Triste, frío y… muerto.

—Me dejarás al menos despedirme de mi mujer y mis hijos —casi suplica, mientras se aferra a una última esperanza. Debe haber otro modo, otra manera de hacer las cosas.

Se materializa un silencio espeso. Del salón llega un llanto pausado, expectante, un llanto de mujer. Una sonrisa cínica le baila al hombre de negro en la boca.

—Nuestra mujer, compañero. ¡Y nuestros hijos!

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