El
horizonte se fundía en un azul mortecino que semejaba apaciguar el habitual
ajetreo de la ciudad. Los rascacielos encendidos reflejaban su figura invertida
en las aguas calmas del Hudson, mientras tres puentes, Brooklyn, Manhattan y
Williamsburg, como una incansable cinta transportadora vaciaban la isla de
gente hacia los barrios residenciales, más allá del río. Desde mi posición tras
el ventanal, en primer plano, las orgullosas torres del corazón neoyorkino se
encogían cohibidas bajo la mole del One World Trade Center. Cada mañana, a pesar
de llevar ya cuatro meses trabajando allí, al llegar a la oficina me temblaban
las piernas temiendo que un avión se estrellase contra la fachada acristalada.
Pero terminando ya el día, la singular vista de la ciudad no me inspiraba otra
cosa que una inmensa quietud. Y sin embargo, nunca imaginé que Nueva York pudiera
ser lugar para tropezar con el amor. Tropezar, literalmente.