Me hablaba.
Juro que me hablaba. Ahora, embebido de la amnesia con que el tamiz del tiempo lo criba todo, semeja tan solo la fantasía de un muchacho soñador. Pero prometo
que me decía las palabras más hermosas que pudiera pronunciar ser viviente alguno. Lo
juro aunque quien me escuche, me tome por loco.
Aurora era el
primer lucero de la mañana, la savia que alimentaba el día. Las raíces que
sostenían mi mundo. Al alba corría a su lado para saludarla antes de comenzar la
jornada. Con la caída de la tarde me sentaba a su vera y la leía poemas, le
susurraba canciones engranadas al mecer de las hojas y de vez en cuando, le
decía piropos. Y me parecía que se ruborizaba, y la escuchaba reír, ingenuo de mi, como el agua bajando por la
torrentera. Y me hablaba, lo juro. Lo hacía a pesar de no ser yo más que un
pobre rapaz huérfano que vivía de pastorear algunas reses, allá en una aldea
remota de la sierra de Ancares, donde el tiempo se entretiene a veces en deshojar
margaritas. Un aldeano que leía poesía e inventaba cuentos, mas aldeano al fin
y al cabo. Un don nadie enamorado de una diva.