La Muerte Bella (desenlace):
Una sombra envuelta en una capa cruza el bosque. El viento que sopla sobre las copas parece advertir con un murmullo incansable que algo está a punto de ocurrir, al tiempo que esparce sombras juguetonas por la espesura; el ulular de una lechuza azuza el miedo y alerta los sentidos. Amalia camina con paso rápido, igual que si el tiempo le mordiese el alma. En sus manos sujeta un cesto en el que porta los remedios que Evaristo, el viejo curandero, le ha dado. Lo recuerda nervioso y agitado, como si el anciano supiera algo que ella desconoce. Algo importante. Enfrascada en sus cavilaciones no se da cuenta que alguien más llega por el sendero, hasta que ya es demasiado tarde. El sonido de una rama que se rompe la saca del ensimismamiento, justo a tiempo para contemplar bajo la escasa claridad que se filtra entre el follaje la inquietante figura de Isidro Fuensanta. El pirado luce una media sonrisa en los labios, un atisbo de lucidez parece haberle iluminado el entendimiento.
—
Me engañaste, niña. Estás tan viva como yo.
A Amalia se
hiela la sangre en las venas. La cesta resbala de sus manos y cae sobre la
hojarasca, derramando su contenido. Piensa en echar a correr pero sus piernas
no responden; tampoco le hubiera servido de mucho. Se queda clavada como un
árbol más de la floresta, atenazada por el terror, mientras el aldeano se le
acerca sosteniendo en una mano la hoz que antes portaba a la espalda. El deseo
malsano que arde en su mirada no augura buenas intenciones. Isidro roza su
rostro con la hoja y la desliza despacio hasta desgarrar la capa y la
camisa que viste debajo, descubriendo sus senos. Mas Amalia sigue sin
reaccionar, su vista permanece fija en la noche, mientras recuerdos de
un pasado reciente afloran a su memoria. Un rayo de luna se cuela por un claro
e ilumina su tez lechosa. Se asemeja, esta vez sí, a la espantosa muerte que un
momento antes intentara suplantar para salvar la vida.
Evaristo
Filgueira, el anciano curandero, recorre nervioso la única estancia de su
cabaña. Le tiemblan las manos y su faz todavía no ha recuperado el color. Se sirve un vaso de aguardiente y lo bebe de
un trago, en un intento infructuoso de calmar su ánimo. Evaristo conoce a la
joven Amalia, la hija de María la partera, desde que es niña; muchas fueron las
veces en que acudió a su choza en busca de algún remedio, antes que la familia
cayese en desgracia tras las acusaciones de oscuras prácticas, más cercanas a
la brujería que a la medicina, vertidas por el cura. Pero esta vez es
diferente. Echa mano de un abrigo y se dispone a salir hacia el pueblo, debe
hablar con el Padre Aurelio con urgencia. Porque esta vez es diferente, Amalia
no debería estar allí. A la joven muchacha la encontraron en el camino del
bosque hace tres semanas. ¡Muerta!
Isidro
Fuensanta, tras su escaso entendimiento, apenas puede creer en su buena suerte.
En su alma carcomida se mezclan sensaciones extremas: la lujuria de tomar por
la fuerza a aquella joven, la rabia por haberse visto burlado de manera
humillante y un odio profundo hacia un mundo en el que nunca ha conseguido
encajar. Siempre ha sobrevivido en soledad y piensa que no debe explicaciones
de sus actos más que a su conciencia adormecida. Con un ademán rápido tira a
Amalia al suelo, colocándose sobre ella; pero la mirada de la muchacha continúa
perdida en una nada que Isidro jamás alcanzará a comprender y una leve e
inesperada sonrisa se le forma en los labios. El hombre recula por un instante,
desconcertado.
—¿Estoy
muerta? —susurra ella.
—No, otra vez
no, niña. Con una ya ha sido suficiente.
—¡Estoy
muerta!
Dos ojos
vidriosos ensartan al pueblerino. Siente una quemazón que le alcanza las
entrañas al tiempo que un frío pegajoso lo posee. De nuevo el miedo que creía
haber dejado atrás vuelve a atenazarlo. Isidro Fuensanta no podría imaginar,
por mil vidas que viviese, el destino que le aguarda tras ese encuentro
fortuito y desgraciado en mitad de la noche.
Golpes
desmesurados en la puerta despiertan al sacerdote. El Padre Aurelio se levanta
a regañadientes, arrastrando su obeso cuerpo con desgana. Le duele la cabeza, hasta
entrada la madrugada estuvo bien acompañado por una botella de vino. Observa
por la mirilla y se dispone a abrir resoplando un bufido cansino. El rostro
desencajado del curandero Evaristo emerge de la oscuridad, agarra sus brazos
para no caer, la respiración se le entrecorta. Balbucea un nombre ¡Amalia! antes
de desplomarse sobre el suelo. ¡Amalia, la hija de esa endemoniada mujer! piensa
el clérigo, y en el estómago siente un vacío que ya no lo abandonará durante
todo el día.
Cae una lluvia
fina que lo empapa todo, la humedad se siente en los huesos y penetra tan hondo
como las campanadas que no dejan de repicar a muerte. El Padre Aurelio acaba de
sepultar dos difuntos de existencias tan dispares como extraño es el hilo que une
sus decesos. Apenas unos cuantos aldeanos han acudido al entierro de Isidro, el
pirado, y el curandero Evaristo. Ambos eran almas solitarias, aunque con
distintas motivaciones. En cualquier caso, la compañía que lo arropaba en el
camposanto es mejor que la soledad que le aguarda en la magneficencia de la
casa solariega contigua a la iglesia. Mañana tal vez, se consuela, haga una
escapada para ver a Lucy, o a Estela, que por lo usual de sus visitas a buen
seguro le harán un módico precio. Se refugia en el salón y se sirve un brandy
con poco hielo. Esa noche, el vino puede no ser suficiente. Por primera vez en
mucho tiempo toma un rosario y va pasando las cuentas lentamente, a pesar de
que su fe es tan solo un lejano recuerdo de juventud. Aguarda que nada ocurra, aunque
sabe que lo inevitable no puede demorarse por más que se desee. Pasan las
horas. Se escucha un sonido en la puerta. El sacerdote no se levanta, no es
necesario. Enseguida una figura encapuchada se yergue en mitad de la sala. Al
cura le cuesta tomar aire, no es quien esperaba.
—Vete, no
tienes nada que hacer aquí— increpa el sacerdote sosteniendo un crucifijo en su
mano temblorosa.
La presencia
se descubre, dejando caer su larga melena sobre los hombros. Sonríe confiada,
sabiéndose dueña del momento. Arroja al suelo, ante el hombre, una pulsera que
en su día fue el único lujo que pudo permitirse quien no podía llevar más que
una existencia de miseria.
—¿La reconoce?
El cura agacha
la cabeza por instinto y guarda silencio.
—Así que fue
usted, Padre Aurelio.
—Tú no sabes
nada.
—Sé lo
suficiente. Isidro me lo dijo.
—¿Isidro? ¡Isidro
está muerto!
María, la
partera, deja escapar una sonora carcajada antes de pronunciar la siguiente
frase. Disfruta contemplando la incertidumbre y el miedo en el rostro del aquel
hombre asustado.
—Llegó a mi
casa la noche de su muerte. La cara y el cuerpo eran los suyos, pero en sus
ojos pude ver la mirada de mi hija, poseyendo aquel despojo. Ella fue quien me
dijo, a través de los labios del pirado, que el Padre Aurelio la asaltó
en el camino del bosque hace tres semanas; que el Padre Aurelio la forzó como si
se tratara de una furcia; ¡que el padre Aurelio la estranguló con sus propias
manos para que nadie pudiera revelar la miseria de sus actos! La niña solo iba
a recoger unas hierbas a la cabaña del curandero —solloza María— como le pedí,
y desde entonces no dejo de repetirme por qué la mandé a ella en vez de ir yo. ¡Esta
pulsera perdida en el sendero, que Isidro… que mi hija me devolvió, quedó como
único testigo del crimen!
—La palabra de
un muerto no tiene crédito en un juicio —sentencia el gordo con la voz tomada— ¡Tampoco
la de una muerta!
El sacerdote
se levanta tambaleándose por el efecto del alcohol, la mirada henchida de odio
clavada en la mujer.
—Nunca he
creído en la justicia de los hombres, ni he venido tampoco a hacer justicia —María
deposita una llave sobre una mesa— la tenía desde el parto de Malena; ya ve que,
a pesar de sus miedos, nunca hablé a nadie de sus deslices, Padre. Ahora ya no la
necesitaré. Le dejo en mejor compañía, ya no tengo más que hacer aquí. Ella
se encargará de lo que falta.
Como una
sombra entre las sombras, María desparece tras el umbral antes de que el cura
pueda alcanzarla. Apura un par de pasos, pero apenas sin transición alguna otra
figura difusa se va perfilando ante él. Ella Descubre su cabeza, esta
vez los mechones que caen sobre sus hombros son de un rubio intenso. Al fin,
quién tanto temía, ha regresado desde algún lugar vedado a los mortales.
El inspector
Andrade ha tenido una mañana dura. Tiene ante sí la titánica labor de
desentrañar las misteriosas muertes que en pocas semanas han perturbado la
quietud del pueblo. Primero fue la joven Amalia, asesinato con móvil sexual, sin
duda. Y a partir de ahí toda una serie de fallecimientos inexplicables que se
han ido sucediendo en pocos días. Un viejo curandero que, a la espera de
autopsia, se supone infartado; el loco del pueblo, sin más delitos que robos
menores y alguna que otra pelea con algún vecino; el sacerdote, cuya dudosa
reputación era voz pópuli entre la gente. Y ahora la que ejerciera de partera
durante años, madre de la primera víctima, dicen que suicidio. Los pueblerinos se
resisten a hablar, ¡ha sido el demonio!, murmuran. El inspector Andrade
no es hombre supersticioso, pero en aquel remoto lugar cubierto por perennes
nieblas, comienza a dudar de todo lo que había creído hasta el momento. Y sus
dudas se acrecientan porque, desde hace un par de días sobre la medianoche, se
escucha proveniente desde el bosque lo que parecen ser las eternas y
escalofriantes carcajadas de dos mujeres.
Toc , toc ..... Mañana pasare a leer el desenlace , y de paso te doy las gracias por hacer una
ResponderEliminarsegunda parte , gracias por pasar por mi blog y leer mi reto del tintero de oro.
Te deseo una feliz noche , besos de flor.
Hola Flor. Gracias a ti por pasar a leerme. Espero que te guste. Abrazos.
EliminarHola Jorge , desde luego es un relato que tiene mucha intriga , ya que el cura asesinó a la pobre chica y por lo que veo a Malena también.
ResponderEliminarEspero que el inspector Andrade aclare el misterio , si no ya lo hará la joven ,que seguro hará justicia.
Muy interesante tu relato
Besos de flor , la misma que te comento ayer por la noche.
Hola Flor. El cura asesinó a Amalia, efectivamente. La introduccion de Malena asi como quien no quiere la cosa es solo para dejar patente que la dejó embarazada, que la partera tenía la llave de la casa por ese motivo y por tanto pudo entrar, y que el cura la odiaba por saber algo que lo avergonzaba. Igual fue muy ambicioso por mi parte querer abarcar tanto en tan poco con ese parrafo. El pobre inspector lo tiene crudo con tanto muerto misterioso. Un abrazo.
EliminarHola, Jorge:
ResponderEliminarMe gusta el desenlace que le has dado a la historia. Aunque, si te soy sincero, más que como un desenlace leo en esta entrega el segundo y tercer acto de la trama iniciada en el anterior. La narración se despliega y ¿concluye? De una manera tan brillante como estimulante para continuarla con nuestra imaginación.
Un abrazo, Jorge.
Hola Nino. Esta parece la historia de nunca acabar, la historia interminable, pero creo que ya se acaba aquí... aunque ¿quien sabe? muchas gracias por comentar. Un abrazo.
EliminarCaramba... quién iba a decir que del pequeño micro (que sigue siendo estupendo en sí mismo) saldría este cuento de auténtico terror... ¡Muy bueno! jugando con lo sobrenatural con total destreza. La parte de la chica hablando por el cuerpo del "pirao" pone los pelos de punta. Muy bien llevada la trama de misterio escondiendo al verdadero asesino y la venganza terrorífica. El panorama de muertos es tremendo, me parece que el inspector se va a quedar a dos velas adivinando....
ResponderEliminarUn abrazo :)
Hola Maite. La verdad es que fue una ocurrencia escrita muy aprisa y seguramente sin la revisión y el reposo necesarios, cuando lo vuelva a leer seguro que me llevo algún susto. Espero haberte asustado un poco. gracias por comentar. Un abrazo.
EliminarA mi también me ha gustado el desenlace, Jorge, en el mismo tono misterioso del micro con un final abierto para alguna entrega más, imaginación y buen hacer no te falta, compañero.
ResponderEliminarHola Isabel. No creo que haya una nueva entrega, pero nunca se sabe. Me alegro que te haya gustado. Un abrazo.
EliminarHola, Jorge, por fin puedo pasar por tu relato. La edición del Tintero ha sido intensita. Menuda la que has liado. Una novela negra con tintes muy Halloweenenses. Casi ha merecido la pena leerlo en estas fechas. Todo lo envuelves en ese halo de misterio pivotando sobre la figura de una muchacha y varias preguntas que se van contestando durante la lectura. La que más me impactó fue la muerte de la madre, pero ese final donde se oyen a las dos riendo me dice que más que una muerte fue una liberación para poder estar con su hija.
ResponderEliminarFenomenal continuación, Jorge, intensa, rocambolesca y de la más pura novela negra.
Un abrazo!
Hola Pepe. La verdad es que fue un relato escrito aprisa y quizás sin las revisiones necesarias, pero es cierto que le viene muy bien a las fechas que acabamos de pasar. El miedo siempre tiene ese algo que nos hace detestarlo y amarlo al mismo tiempo. Un abrazo.
EliminarMe gusta el desenlace que le has dado a la historia. La narración se despliega y ¿concluye? De una manera tan brillante como estimulante para continuarla con nuestra imaginación.
ResponderEliminarGracias, Mucha.
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