A principios del siglo XVI se suceden las pugnas por el trono de Castilla. Muerta la Reina Isabel y sus tres primeros herederos en la línea sucesoria, la corona recae en su hija Juana, de dudosa estabilidad mental y desposada con Felipe, apodado el Hermoso, cuya deslealtad a los Reyes Católicos es tan solo superada por su ambición de poder. Tras la muerte de Felipe prematuramente y en extrañas circunstancias, la Reina Juana abandona Burgos e inicia un peregrinaje por las tierras de Castilla arrastrando el cadáver de su esposo, con el propósito de darle sepultura en Granada. En este escenario de inestabilidad política los nobles se posicionan ante el futuro incierto que se avecina. Gonzalo de Esgueva, joven aspirante a caballero al servicio de un oscuro Señor, se verá envuelto sin quererlo en éstas luchas de poder
I
Abril de 1507, en algún lugar del páramo castellano.
Un caballo galopaba a la caída de la tarde mientras el día moría dejando trazos de escarlata pintados en el horizonte. A lo lejos la silueta del monasterio de Santa María de Escobar se erguía en medio de la nada. El jinete, enfundado por completo en gruesos ropajes negros, había dejado atrás a los últimos rezagados de la comitiva Real y se aproximaba hacia el tumulto que se agolpaba junto al portalón, en cuyo desorden se adivinaba el desconcierto. Se paró ante un mozo que sujetaba un par de caballos.
— ¿Qué ocurre? ¿Por qué el gentío abandona el monasterio?
– Órdenes de la Reina, mi Señor.
– ¿De la Reina? – bramó el caballero, y sin esperar respuesta le propinó un puntapié como si el muchacho fuese culpable.
Avanzó unos metros para terminar desmontando junto a un hombre que parecía ostentar poderes de mando. Antes de hablar se bajó la capucha, dejando al descubierto un rostro cuya mejilla derecha era atravesada por una cicatriz que arrancaba junto al ojo para perderse entre la espesa barba.
– Don Diego ¿Qué insensatez es esta?
El Capitán lo miró con expresión de hartazgo.
– La Reina Juana ha decidido que no pernoctaremos entre estos muros. Por lo visto se trata de una congregación de monjas y Su Majestad teme que el Rey pueda amancebarse con alguna – añadió con una media sonrisa.
– ¡El mismo Rey que lleva metido en un cajón de madera ocho meses!
– Sois sagaz, Velasco. Ahora comprendo por qué habéis prosperado en la Corte.
– ¡Dejaos de chanzas! ¿Os ha dicho la Reina donde piensa pasar la noche? El invierno aún no se ha ido y el viento barre estas tierras como si el Diablo mismo lo azuzase.
– Me temo que pronto lo averiguaremos.
Un carro tirado por cuatro caballos salió atravesando el patio. Portaba el ataúd del finado Rey Felipe, apodado en otros tiempos el Hermoso. Detrás, una figura enjuta vestida de riguroso luto lo seguía, a su paso todos inclinaban la cabeza. La comitiva se puso en marcha hasta detenerse a unos centenares de pies del monasterio, al borde del Camino Real. La Reina dispuso bajar el sarcófago, el cual fue depositado en el suelo sobre parihuelas. A su lado se colocaron dos velones mortuorios que a duras penas lograban mantener la llama contra las ráfagas del viento helado que martirizaba a los presentes. Un fraile vestido con un hábito algún día blanco recitaba su arsenal de plegarias, mientras la Reina oraba junto al féretro. La escena duró varios minutos, hasta que Doña Juana ordenó ante la sorpresa de todos abrir el sarcófago. Entregó a un mayordomo la llave que siempre llevaba colgando del cuello y tras destapar el ataúd hecho en madera se procedió a abrir también la caja de plomo que albergaba.
El cadáver del Hermoso quedó al descubierto, un amasijo de carne putrefacta recubierta de cal y toscos vendajes en el que no se adivinaba ya a quien fuera Rey de Castilla y Duque de Borgoña. Su esposa se inclinó sobre él, acariciando el lugar donde debiera estar el rostro para cerciorarse de que era ese el cuerpo de su amado. Después obligó a los nobles a desfilar ante el cadáver, dando así testimonio de hallarse en verdad delante del Rey castellano.
– La Reina ha perdido por completo la cabeza – musitó Velasco a oídos del Capitán – tanto podrían ser los restos de Felipe como los de cualquier campesino.
– No os falta razón. Y el Viejo Aragonés está a punto de regresar. Dicen que vuelve desde Nápoles para poner orden en su antiguo Reino. Con Juana en este estado le faltará tiempo para hacer valer la cláusula que le otorga el trono ante la incapacidad de su hija.
– ¡Maldita la hora en que Isabel así lo dispuso en su testamento! – se quejó Velasco.
– Nada se puede hacer por cambiarlo.
– Pero sí por impedir que tiempos ya pasados se ciernan de nuevo sobre nosotros. Partiré con el alba. Sé de quién podrá ayudarnos.
Don Diego no se inmutó y permaneció con la vista clavada en la esperpéntica escena.
– Id con Dios, Velasco. O mejor ¡con el Diablo!
II
– Bebed, No os contengáis ¡estáis en vuestra casa!
Rodrigo de Alvarado, marqués de la Llana, se dirigía así a un chaval que en poco sobrepasaba la veintena. Bien parecido, de facciones suaves y barbilla un tanto prominente, llevaba el cabello largo cayéndole en ligeras ondulaciones de color castaño hasta los hombros. Aunque joven, el cuerpo del muchacho estaba esculpido por el cincel de la batalla y más de una doncella suspiraba por sus encantos, ya que bienes no podía ofrecerles. Su espada, sin embargo, era de las más temidas en los alrededores. Segundos antes un sirviente había llenado dos copas con el mejor vino que producían las tierras del noble, reservado sólo para ocasiones especiales. Ésta, a juicio del marqués, bien lo merecía.
– Decidme, Gonzalo ¿hasta qué punto alcanza la lealtad que debéis a vuestro Señor?
El tal Gonzalo de Esgueva, pues por ese apelativo era conocido, no lograba adivinar el motivo por el cual el marqués lo había invitado a compartir mesa en su castillo y la pregunta lo cogió tan desprevenido que a punto estuvo de atragantarse.
– Me ofendéis, mi Señor. Sabéis sobradamente de mi lealtad y la de mi familia.
– No lo dudo, mi buen Gonzalo. Vuestro difunto padre que tan bien me sirvió os la inculcó con acierto. ¿Pero mantendríais vuestro compromiso si fuese yo mismo quien os ordenase que me fueseis desleal?
La interpelación aumentó la sorpresa del de Esgueva, que no pudo más que balbucear una respuesta. Alvarado rió, disfrutando del poder que su posición le otorgaba sobre su vasallo.
– No os preocupéis, no os he hecho llamar para enfrentaros a semejante dilema. Tengo otro tipo de encargo para vos. ¿Estaréis al tanto del peregrinaje que la Reina Juana ha emprendido por tierras castellanas con el cadáver del Rey Felipe?
– Quien no lo está, mi Señor. Dicen que la Reina ha perdido el juicio.
– ¡Moderad vuestra lengua, Gonzalo! En otras circunstancias esas palabras os llevarían a la horca. Sin embargo no puedo estar más de acuerdo con ellas. Y esa locura abre las puertas del Reino para el regreso de Fernando. Sabréis lo que eso significa.
– Nada bueno, me temo.
– Los Católicos se valieron de todos los medios para limitar el poder de la nobleza, apoderándose de tierras y fortalezas y menguando nuestros ejércitos, de modo que ninguno pudiese estar por encima del poder Real – se enfureció el marqués – A la muerte de Isabel apostamos por Felipe a cambio de recuperar nuestras prebendas. ¡La vuelta de Fernando nos devolvería a los tiempos oscuros!
– Lo entiendo. Sin embargo aún debe contar con sobrados apoyos en la Corte.
– De ahí que debamos actuar con prontitud. Es preciso tener a la Reina bajo nuestra influencia y hacer ver que es capaz de gobernar el Reino. Si es menester limitaremos sus visitas para que no se corra noticia alguna sobre su estado. Y para ello Doña Juana debe regresar a Burgos, donde podremos ejercer mayor control sobre ella.
El joven sorbió un trago, ganando tiempo para ordenar sus ideas. Recreó la vista con los escudos de armas cruzados por el acero que pendían de las paredes. Una piel de oso tendida boca abajo parecía estar esperando a saltar sobre él en caso de que hablase más de la cuenta.
– Es un plan bien concebido, mi Señor. Sin embargo no acierto a comprender por qué contáis esto a un simple soldado sin rango ni mando alguno. Además, la Reina Juana no accederá de buena gana a regresar a la villa que vio morir a su esposo.
– No os falta razón. Sólo una cosa puede llevarla allí de buen grado ¿no adivináis de qué se trata?
El chaval se encogió de hombros por toda respuesta, sin comprender a que se refería Don Rodrigo.
– ¡Mi buen Gonzalo… vuestra virtud no es pensar, sino ejecutar! – exclamó el marqués – Sólo hay un modo de llevar de vuelta a la Reina a Burgos y ahí es donde vos entráis en juego. Mas se os darán los detalles en su momento, no es conveniente conocer de este asunto demasiado antes de tiempo. Por ahora sabed que partiréis hacia la villa de Hornillos de Cerrato en unos días, pues ahí es donde Juana se ha establecido. Disponed todo lo necesario para vuestra marcha.
Gonzalo asintió sumiso, siempre dispuesto a acatar las órdenes de su Señor. El marqués apuró el vino una vez el muchacho se hubo retirado. Quedó pensativo con la mirada clavada en la nada. Se avecinaban tiempos difíciles, pero eso no hacía más que azuzarle el ingenio. Frente a él, dispuesto hacia un lado de la mesa, se hallaba un tablero de ajedrez con una partida a medio terminar. Se quedó mirándolo mientras exhibía una sonrisa maliciosa entre las comisuras de los labios y no pudo evitar la tentación de acercar su dedo índice a la dama blanca, derribándola de un golpe.
– Jaque… ¡a la Reina!
III
Terminaba el día cuando el maestro ebanista apuraba los retoques de una obra de carpintería. Había despedido ya a sus aprendices y sólo él se encontraba en el taller cuando entró un hombre enfundado en una capa negra. Se cubría la cabeza con una capucha. Caminó despacio hacia donde trabajaba el maestro y después de pasear la mirada a su alrededor lo interpeló con voz grave.
– ¿Sois quién regenta el local? – inquirió.
– Lo soy, pero me disponía ya a marchar. ¿Qué queréis?
El recién llegado extendió sobre la mesa un pergamino con un detalle minucioso de cierta forma alargada, al tiempo que depositaba junto a él una bolsa que tintineó al contacto con la madera.
– Pagáis generosamente. Supongo que mucho pediréis a cambio.
– Recibiréis otro tanto a su entrega. Simplemente debéis cumplir dos condiciones. Discreción, nadie más que vos y vuestros aprendices han de saber de esto. Y rapidez, el pedido deberá estar listo en siete días.
– Habréis de ser consciente que para cumplir vuestro encargo deberé dedicarle todo mi tiempo y recursos, con el quebranto económico que supondrá retrasar el resto de pedidos.
Una nueva bolsa cargada de monedas salió con desdén de manos del forastero, aterrizando sobre la mesa como si desprenderse del peso del metal fuese una acción de lo más cotidiana.
– ¿Cubrirá esta cantidad vuestras pérdidas?
– Con creces, caballero – añadió el maestro, el cual jamás había contemplado tantas monedas juntas – tendréis vuestro encargo en el plazo acordado, ¿a nombre de quién debo entregarlo?
El encapuchado descubrió su rostro, mostrando la cicatriz que lo atravesaba.
– Yo mismo acudiré a recogerlo. Vos cuidaros de cumplir vuestra parte.
El muchacho lo miró incrédulo, mientras se llevaba la jarra a la boca.
– ¿Y qué ha de ser, entonces, lo que ha de guiarnos? – preguntó tras haberse refrescado.
– Felipe expresó en vida su deseo de ser enterrado en Granada. Juana guarda una devoción enfermiza por el que fue su esposo, por lo cual convencerla de lo contrario parece tarea harto difícil, salvo que…
– ¿… salvo qué…? – repitió Gonzalo.
– ¡Sea el propio Felipe quién se lo solicite!
– ¿Me tomáis el pelo? ¡El Rey está muerto! – exclamó el de Esgueva, antes de que su expresión dejara traslucir que había entendido el plan urdido por el marqués.
– Veo, Gonzalo, que parecéis comprender al fin. ¡Vos os haréis pasar por Felipe! Acicalándoos un tanto y cambiando vuestras ropas por otras más adecuadas será imposible no confundiros. En el estado de la Reina no os será difícil hacerla creer que el espíritu de su esposo se le aparece. Le solicitaréis como deseo póstumo ser enterrado en Burgos y no en Granada.
– ¡Es una idea del todo descabellada! – se quejó el muchacho.
– Precisamente cuanto más inverosímil mayores visos de triunfar. La Reina está alojada en la morada del cura y suele cenar sola todas las noches. Puedo conseguiros acceso a la casa. Ensayaremos la comedia durante unos días. ¡No os preocupéis, os aseguro que el plan dará resultado!
– Así lo espero, pues según hablan de la Reina puede ser tan capaz de morder el anzuelo como de ordenar que me corten la cabeza.
Velasco rió de nuevo y levantó el brazo.
– En ese caso, amigo mío, mejor que le deis buen uso a vuestro gaznate mientras podáis. ¡Tabernero, traed otra jarra para mi amigo! – vociferó al tiempo que el sonido de sus carcajadas se elevaba por encima del tumulto.
V
La noche caía fría sobre la villa de Hornillos. Una sombra se deslizaba entre las callejuelas, arrebujada en su capa para protegerse de un viento helado que no dejaba de azotar el páramo. Al llegar a una casona llamó a la puerta con tres toques secos. Un hombre de barriga y papada prominentes vestido con sotana le abrió y lo hizo pasar hasta un cuarto colindante con las dependencias donde la Reina cenaba.
– Esperad aquí en tanto lo dispongo todo. Me aseguraré de que nadie os moleste mientras estáis con Doña Juana – dijo el sacerdote.
Gonzalo de Esgueva se despojó de la capa, dejando al descubierto los lujosos ropajes y joyas proporcionados por el caballero Velasco de Almazán, que lo hacían parecer todo un príncipe. Vestía un jubón parduzco con ribetes bordados en hilo de oro en el pecho y los puños de las mangas. Ceñía su cintura un cinto de cuero marrón con una gran hebilla dorada a juego en la que destacaba en relieve la cabeza melenada de un león, y se cubría las piernas con ajustadas calzas oscuras que asomaban desde el muslo hasta perderse en el interior de unas botas altas de color negro. Sobre el conjunto destacaba un manto púrpura de piel de armiño que lo dotaba de un aura de realeza.
– ¿Qué hacéis vos aquí?
– Velar por el cumplimiento de nuestro plan. ¿Acaso olvidáis la misión que se os ha encomendado?
– Ya he terminado mi tarea. La Reina se ha creído el engaño, no tardará en regresar a Burgos.
– Confiáis demasiado, nada puede dejarse al azar. Todavía debéis cumplir un mandato más.
– ¿A qué os referís? Nada habíamos hablado más allá de lo ya hecho.
– ¡Escuchad, Gonzalo! – exclamó el hombre agarrándolo del brazo – Es posible que después del encuentro la Reina acuda a la Iglesia de San Miguel donde se halla el féretro. No es descabellado pensar que desee cerciorarse de que el cuerpo sigue en su lugar, tal como ha hecho en otras ocasiones en sus desvaríos.
– ¿Y qué pretendéis que yo haga?
– Si vuelve a tener otra visión las dudas que pudiera albergar se disiparán. ¡Debéis estar preparado para interpretar de nuevo vuestro papel en caso de ser necesario!
– ¡Por todos los santos, Velasco! ¿No ha sufrido ya suficiente esa pobre desgraciada?
El de Almazán atemperó un tanto el tono, comprendiendo que conseguiría más del muchacho empleando una actitud conciliadora.
– Lo importante es que decida volver a Burgos, por nuestro bien y por el suyo propio ¡si queréis ayudarla terminad vuestro trabajo! Tomad, la iglesia está vigilada por la guardia, este salvoconducto con el sello del marqués de La Llana os permitirá entrar al templo – añadió extendiéndole un pergamino enrollado – Caminad hasta el reclinatorio frente al altar y esperad instrucciones.
Gonzalo aceptó a regañadientes. No le quedaba otra opción sino obedecer, pues como vasallo se debía a su Señor y era por boca de Velasco de donde procedían en ese momento sus órdenes. Tomó el salvoconducto y sin volver la vista se embutió en la capa y partió hacia la iglesia. No bien su silueta se hubo diluido una figura se unió a Hernán Velasco como si surgiese de la nada.
– Decidme, señor de Almazán ¿creéis qué la Reina vale más viva o muerta? – preguntó.
– ¿Me tomáis por un necio, Don Rodrigo? – se indignó el aludido.
– Y si muerta estuviese pero viva la creyesen todos ¿Qué me diríais? – replicó el Marqués de la Llana.
– No será necesario llegar a tales extremos, vuestro pupilo es obstinado pero sabe hacer bien su trabajo.
– Sea pues, Velasco. ¡Espero por Dios que estéis en lo cierto!
VIII
El Templo de San Miguel Arcángel era de un tamaño considerable teniendo en cuenta la insignificancia del villorrio donde se había edificado. Gonzalo de Esgueva franqueó sus puertas sin problemas, por lo visto la influencia del marqués llegaba lejos. El espacioso interior, interrumpido tan sólo por las columnas que sostenían la estructura, albergaba el féretro del Hermoso rodeado por una ingente cantidad de velas como si mil ángeles luminosos velaran el cadáver. Gonzalo tuvo que taparse los ojos hasta que éstos se adaptaron al exceso de luz. El calor generado por las llamas era difícilmente soportable y el olor a cera derretida pesaba en la atmósfera y en sus pulmones. Caminó rodeando las luminarias hasta alcanzar el altar mayor. Tal como le habían indicado, un reclinatorio se hallaba dispuesto frente al mismo. Hizo lo que le ordenaron y se postró en gesto orante. No tardó en escuchar unos pasos apresurados sobre la piedra. Un monje se arrodilló junto a él, cubría su cuerpo con un hábito andrajoso.
– Soy Gonzalo de Esgueva – musitó el muchacho temiendo romper el silencio – supongo que os envía Don Hernán Velasco.
El monje ladeó un tanto la cabeza. Habló todavía en voz más baja a como lo había hecho Gonzalo.
– Respecto a vuestra segunda afirmación, siento deciros que no me envía Velasco de Almazán. Y respecto a la primera ¡lo que sois es un necio!
– Tenéis de monje lo que yo de príncipe, Don Pedro. Por lo visto todo el séquito Real ha venido a interesarse por mi estado – bromeó Gonzalo.
– Corréis grave peligro, hemos de actuar con prontitud – apremió Mencía – ¿podéis caminar?
– El corte es aparatoso pero no profundo, no os preocupéis por mí.
Los tres se internaron a lo largo de un pasadizo excavado en la tierra, iluminado por algunas antorchas que se alternaban con la distancia suficiente como para poder intuir el camino. El desagradable olor a humedad era tan sólo superado por el frío que calaba los huesos. Gonzalo caminaba tratando de seguir el paso de sus acompañantes, a quienes las prisas acuciaban. De vez en cuando los pies se le hundían en alguno de los numerosos charcos que sembraban el camino.
– Os debo la vida, estoy en deuda con ambos.
– Agradecédselo a Mencía, ella ha dado el aviso – respondió Anglería.
– La dama debe tener el don de la premonición – dijo Gonzalo forzando una sonrisa.
– Nadie en su sano juicio hubiera apostado por vuestra vida ¡sabíais demasiado!
– Juraría ser una pieza clave en el complot – replicó el muchacho al notario, confiado en que a esas alturas sus dos acompañantes estaban al tanto de la trama.
– No seáis ingenuo. Os habéis convertido en un testigo peligroso, si hablarais rodarían varias cabezas. Sois más útil muerto que vivo.
El de Esgueva negó, en un intento por contradecir tal afirmación.
– ¿Para qué habrían entonces de enviarme al templo? ¡Debía convencer a la Reina de la resurrección de Felipe! – protestó.
XI
Varios caballeros con sus monturas llegaron hasta la posada. Velasco de Almazán iba el primero, comandando la partida. Descabalgaron y enfilaron hacia la puerta. Uno de ellos descubrió el rastro de sangre que Gonzalo había dejado hacía tan sólo un instante. Entraron en la casa confiados en seguir la dirección correcta. En el salón unos cuantos hombres sentados a las mesas bebían y charlaban en medio de un bullicio desordenado. Las llamas crepitaban en la chimenea y caldeaban el ambiente. Velasco lanzó una mirada a su alrededor, tratando de adivinar el paradero del fugitivo. El reguero ensangrentado que observaran en el exterior había desaparecido. El caballero desenvainó la espada y golpeó con ella el suelo, produciendo un sonido seco que retumbó contra las paredes. Todas las miradas se clavaron en él y sus hombres, cuyas armas se habían liberado también de sus vainas. En la sala se hizo el silencio, mas antes de que Hernán Velasco de Almazán pudiera pronunciar palabra una voz recia le robó el protagonismo.
– ¿Acaso buscáis algo?
Quien hablaba era un hombre sentado en una de las mesas al fondo de la estancia. Estaba de espaldas y se cubría con un capuchón, resultando imposible verle el rostro. Velasco se enfureció ante la osadía.
– ¡Vos me diréis dónde está lo que busco, o haré que os arranquen esa lengua que con tan poco tino usáis! – bramó mientras apuntaba con la espada en su dirección.
– Me temo que sois más bien vos quien me diréis algunas cosas y después decidiré si os hago cortar o no la cabeza – respondió el aludido sin inmutarse.
– ¡Habláis con ligereza para no disponer de armas ni caballeros! ¡Pronto os curaréis de vuestra arrogancia en el infierno, pues es allí donde pienso enviaros!
– Y vos actuáis de manera imprudente, pues sin duda habéis evaluado mal vuestras fuerzas y las de vuestros oponentes.
El encapuchado se levantó sin prisas y volviéndose se dirigió hacia donde se hallaba Velasco. En sus manos sostenía un pergamino manchado de sangre el cual golpeaba una y otra vez con su dedo índice. A un gesto suyo media sala se levantó desenvainando más del doble de espadas que las contadas entre los partidarios del de Almazán. Éstos no pudieron hacer otra cosa que deponer las armas. El caballero siguió avanzando a paso lento, como si se regocijara en su victoria. Se detuvo a unos pies de Velasco y dejó caer su capa. Ante los presentes apareció un hombre que semejaba sobrepasar los cincuenta. Lucía el cabello largo hasta los hombros, ligeramente encanecido. Una barba corta le perfilaba el rostro. Vestía ropajes lujosos y llevaba colgada al cuello una cadena en la cual se alternaban eslabones con relieves de escudos de armas con otros en los que se engarzaban preciosos pedernales.
Hernán Velasco palideció y de forma instintiva dio un paso atrás antes de caer con la rodilla hincada en el suelo. Su vista permanecía fija en el vellocino dorado que colgaba del collar. La voz le temblaba cuando en la sala se escuchó una palabra que apenas logró balbucear.
– ¡Majestad!
XII
Amanecía otro frío día de primavera sobre la villa de Tórtoles. Una pequeña comitiva llegó hasta la posada, discretamente vigilada por la Guardia Real. A su cabeza destacaban el Notario de la Reina Pedro Mártir de Anglería y una joven doncella. Los hicieron subir a las estancias del piso superior. En una sencilla habitación en cuya puerta hacían guardia dos soldados, desayunaba un hombre de cabello ligeramente encanecido. Nada más verlos entrar interrumpió sus quehaceres y se dirigió hacia la mujer, abrazándola efusivamente. Tras separarla un tanto del cuerpo se la quedó mirando mientras sus manos permanecían posadas sobre los hombros de la muchacha, al tiempo que en el rostro le brillaba una sonrisa paternal.
– ¡Mi querida Mencía! – exclamó – Qué buena Reina ha perdido Castilla al no haberos concebido de un matrimonio cristiano.
– Padre – saludó la chica inclinándose.
– Mi fiel Don Pedro – dijo el hombre dirigiéndose a Anglería mientras lo abrazaba con mayor discreción que a su hija – Siempre habéis sabido servirme con eficiencia, no sabéis cuanto os lo agradezco.
El Rey Fernando, a quien el papa Alejandro VI concedió junto a su esposa el título de Católico, los invitó a sentarse a su misma mesa para degustar los manjares de los que estaba dando cuenta, impartiendo la orden de que no fuesen molestados.
– Gracias a vuestro buen hacer el complot ha sido desmantelado. Velasco ha confesado y está ya a buen recaudo. El marqués de la Llana y sus hombres fueron capturados de madrugada en Hornillos. Espero que pronto lleguen los refuerzos proporcionados por Mendoza para custodiar la villa y a la Reina.
– Es una gran noticia, Majestad – replicó Anglería mientras degustaba una tostada untada en queso de cabra – sin los cabecillas la trama se vendrá abajo. No podían suponer que ya estabais en tierras castellanas, pues todos os hacían aun regresando de Nápoles. Adelantar vuestra llegada y hacerlo de incógnito ha sido un acierto.
– Decís verdad, como también lo ha sido detallarme por escrito los planes de los confabulados al tiempo que los arrojabais en brazos de mis hombres. De haber escapado se hubieran hecho fuertes y el asunto tendría más difícil arreglo – añadió Fernando.
– ¿Y Gonzalo? – preguntó Mencía al ver a su padre dar la información por concluida.
El Rey dudó un instante, sin comprender a quien se refería. Se lo veía más interesado en saciar su estómago que en preocuparse por la suerte de un desconocido.
– ¡Ah, el muchacho! – exclamó al fin – Forma parte de la conspiración, deberá recibir idéntico castigo al resto.
Los ojos de Mencía se clavaron en el suelo tratando de ocultar su turbación. El Rey pareció dar el asunto por zanjado y se dispuso a hincar el diente al desayuno.
– Tan sólo cumplía órdenes – musitó la chica – No es más que otra víctima.
Fernando levantó la cabeza y se la quedó mirando. La expresión dibujada en el semblante de la muchacha no podía disimular el apego que sentía por el chaval.
– Maldita sea – exclamó por lo bajo – ¡Carreño! – vociferó.
Al instante un caballero armado entró en la habitación, presto ante la solicitud de su Rey.
– Traed al chico.
El soldado despareció tras la puerta y al poco tiempo volvió acompañado por otro hombre de armas. Entre los dos sujetaban al prisionero Gonzalo de Esgueva. El muchacho estaba sucio y desaliñado, pero se habían preocupado de curar sus heridas. Llevaba el costado vendado y el brazo izquierdo en cabestrillo. Su rostro dejaba traslucir que apenas había dormido. Cuando estuvo ante el Rey hincó una rodilla e inclinó la cabeza en señal de sumisión.
– Levantaos – ordenó Fernando – Gonzalo de Esgueva ¿es ese vuestro nombre?
El Aragonés no le dio pie a contestar, conocedor de la única respuesta posible.
– Se os acusa de participar en un complot contra la Reina Juana y el Reino de Castilla. ¿Algo tenéis que alegar?
– Todo cuanto habéis dicho es cierto, nada puedo añadir en mi defensa – concedió el muchacho - Tan sólo, si me lo permitís, he de decir que únicamente trataba de servir con fidelidad a mi señor.
El Rey se incorporó acercándose al reo. Tenía la mirada firme y no parecía mostrar temor alguno, aún cuando su vida podía depender de una sola frase pronunciada por el monarca. Muchos cautivos habían desfilado por delante del Rey de Aragón como para no reconocer a un soldado de valía.
– ¡Debería hacer que os colgasen! – gritó Fernando – Mas sois valiente y según demuestran los hechos, también leal. Además, os las habéis ingeniado para conseguir un buen valedor ante el Rey – añadió dirigiendo una mirada de soslayo hacia Mencía – Os perdonaré la vida, pero os pediré algo a cambio. Por lo visto habéis sido capaz de ejercer una influencia sobre la Reina que ya quisieran para sí muchos nobles. Tal vez vuestro talento pueda llegar a serme útil.
Desde el exterior se coló el canto de un gallo por la ventana abierta. Fernando dio media vuelta y comenzó a caminar por la estancia con ambas manos entrelazadas a la espalda. Ninguno de los presentes osó pronunciar palabra mientras el Aragonés cavilaba.
– Entraréis al servicio de la Reina Juana desde éste momento hasta el final de sus días, acompañándola allá donde fuere. Correréis su misma suerte y responderéis de su vida con la vuestra. Ésa será vuestra condena.
– Sois el Rey – respondió Gonzalo – y podéis disponer cuando queráis de mi vida. Os agradezco que pudiendo terminar con ella me hayáis concedido la dicha de conservar lo único que todavía me queda, Majestad.
De labios de Mencía escapó una desdibujada sonrisa que tan sólo Gonzalo fue capaz de percibir y que correspondió con la misma discreción. El Rey hizo un ademán dando a entender que aquel asunto ya había ocupado demasiado de su tiempo.
– Retiraos – pronunció imperativo – Respecto a vos, Don Pedro, nadie ha de saber de éste episodio. Habréis de omitir todo lo sucedido en vuestras crónicas, para el resto del Reino todavía estoy regresando de Nápoles. Concertaréis cita entre Juana y yo en Arcos de la Llana, es hora ya de tratar algunos asuntos con mi hija. Tomaos el día para reponeros, mañana partiréis hacia Hornillos con ese mensaje.
Anglería asintió con una inclinación de cabeza. Tras el interrogatorio, al fin podía echar mano nuevamente de los manjares que lo estaban esperando, después del ajetreo de las últimas horas consideraba que bien lo merecía. Le faltó tiempo para tomar otra tostada, mas ésta vez la recubrió con mermelada.
– Y vos Mencía, habéis sido audaz y no menos temeraria al exponer así la vida del muchacho. Dad gracias a la providencia de que todo haya salido bien – añadió el Rey.
– ¿Le disteis al menos un buen caballo? – bromeó Anglería con la boca aún llena.
La joven se lo quedó mirando. Sus labios se arquearon en una mueca cargada de picardía.
– Eso no lo dudéis, Don Pedro. El mejor.
XIII
Aquella mañana la niebla había decidido dejarse caer sobre Hornillos de Cerrato, difuminando sus contornos a unos cuantos pasos de distancia. Su abrazo húmedo parecía querer atrapar también el silencio, pues era éste dueño de las callejuelas junto a algún perro vagabundeando entre los despojos. La Reina había dispuesto que las primeras luces del alba servirían de acicate a los miembros del séquito Real para ponerse en camino y poco a poco comenzó a verse movimiento entre los callejones.
Juana se acomodó en un modesto carruaje. A su lado la acompañaba su doncella favorita. Mencía había entrado a su servicio por recomendación de su padre el Rey Fernando, convirtiéndose con el paso del tiempo en su mejor confidente. La comitiva se puso en marcha por primera vez en varios meses, tras permanecer estancados en aquel villorio perdido en medio de ninguna parte.
Delante del carromato Real y siempre a la vista de la Reina, cuatro sufridos equinos arrastraban de nuevo por los caminos de Castilla el cuerpo sin vida del que fuera Rey Felipe. Escoltando a tan burda imitación de un cortejo fúnebre, cabalgaban los hombres de una de las familias nobles más importantes del reino. Los Mendoza, siempre fieles a la corona, habían puesto una nutrida guardia al servicio de la Reina.
– ¿Alguna vez os habéis enamorado? – preguntó Juana a la muchacha, la cual se entretenía mirando por la ventana lo poco que la neblina le dejaba ver.
– No, mi señora. O más bien eso creo – titubeó Mencía.
– No lo hagáis. Sólo os traerá desdichas.
– No es algo que pueda decidirse no hacer sin más, mi señora.
Juana sonrió con desdén. Envidiaba el modo en que la joven doncella idealizaba los sentimientos. Ella había olvidado esa sensación hacía ya demasiado tiempo, aunque le parecía recordar que era hermosa.
– ¡Ah Mencía, hubiera querido poder dejar de hacer tantas cosas que me han sido impuestas! – exclamó.
– No habléis así, sois la Reina de Castilla.
– ¿Y de que me sirve? La Corona no me ha traído más que soledad y sufrimiento. Miradme, utilizada por todos en su particular beneficio. Mi propio padre no tardará en hacerme a un lado. Terminaré mis días encerrada entre las paredes de algún convento, no os quepa duda.
– Vuestro padre sólo mira por vuestro bien y el de Castilla, mi señora – justificó Mencía.
– No os falta razón cuando afirmáis que mira por el bien Castilla, mas erráis al aseverar que no mira antes por el suyo propio.
– No habéis de preocuparos. El Rey ha pedido veros, seguro que algo os habrá de ofrecer.
La Reina hizo ademán de negarlo. Aunque así fuera no se sentía con fuerzas para seguir soportando el peso de la Corona, mas dudaba que su padre hubiera de premiarla con semejante carga. Cerró los ojos, un cansancio infinito que le pesaba en el alma la atormentaba.
– Mi niña, mi dulce Mencía. Por loca me toman y tal vez muy cuerda no me halle, pero no penséis que estos ojos están tan ciegos como dicen que está mi entendimiento, hermana.
Mencía palideció y desvió la vista. No pronunció palabra alguna, mas su mano se deslizó hasta posarse sobre la de la Reina como si la suave pluma de un ave llegase volando desde el cielo. Las dos permanecieron en silencio, reconfortándose la una a la otra. Aquella mañana ya se habían dicho más que suficiente y lo que callaron no merecía ser contado.
Una lluvia fina comenzó a regar los campos Castellanos. Esas lágrimas que las dos mujeres contenían escapaban esta vez de las nubes. El trino de algún pájaro despistado se mezclaba con el golpear de los cascos de los caballos y un juglar recitaba una balada a lo lejos con la voz ahogada en pena, cantando las desdichas de la Reina de Castilla que una vez enloqueció por amor y jamás recuperó la cordura. Triste melodía para una historia que sería recordada durante generaciones.
La historia de la Reina Juana, la Loca.
I
Abril de 1507, en algún lugar del páramo castellano.
Un caballo galopaba a la caída de la tarde mientras el día moría dejando trazos de escarlata pintados en el horizonte. A lo lejos la silueta del monasterio de Santa María de Escobar se erguía en medio de la nada. El jinete, enfundado por completo en gruesos ropajes negros, había dejado atrás a los últimos rezagados de la comitiva Real y se aproximaba hacia el tumulto que se agolpaba junto al portalón, en cuyo desorden se adivinaba el desconcierto. Se paró ante un mozo que sujetaba un par de caballos.
— ¿Qué ocurre? ¿Por qué el gentío abandona el monasterio?
– Órdenes de la Reina, mi Señor.
– ¿De la Reina? – bramó el caballero, y sin esperar respuesta le propinó un puntapié como si el muchacho fuese culpable.
Avanzó unos metros para terminar desmontando junto a un hombre que parecía ostentar poderes de mando. Antes de hablar se bajó la capucha, dejando al descubierto un rostro cuya mejilla derecha era atravesada por una cicatriz que arrancaba junto al ojo para perderse entre la espesa barba.
– Don Diego ¿Qué insensatez es esta?
El Capitán lo miró con expresión de hartazgo.
– La Reina Juana ha decidido que no pernoctaremos entre estos muros. Por lo visto se trata de una congregación de monjas y Su Majestad teme que el Rey pueda amancebarse con alguna – añadió con una media sonrisa.
– ¡El mismo Rey que lleva metido en un cajón de madera ocho meses!
– Sois sagaz, Velasco. Ahora comprendo por qué habéis prosperado en la Corte.
– ¡Dejaos de chanzas! ¿Os ha dicho la Reina donde piensa pasar la noche? El invierno aún no se ha ido y el viento barre estas tierras como si el Diablo mismo lo azuzase.
– Me temo que pronto lo averiguaremos.
Un carro tirado por cuatro caballos salió atravesando el patio. Portaba el ataúd del finado Rey Felipe, apodado en otros tiempos el Hermoso. Detrás, una figura enjuta vestida de riguroso luto lo seguía, a su paso todos inclinaban la cabeza. La comitiva se puso en marcha hasta detenerse a unos centenares de pies del monasterio, al borde del Camino Real. La Reina dispuso bajar el sarcófago, el cual fue depositado en el suelo sobre parihuelas. A su lado se colocaron dos velones mortuorios que a duras penas lograban mantener la llama contra las ráfagas del viento helado que martirizaba a los presentes. Un fraile vestido con un hábito algún día blanco recitaba su arsenal de plegarias, mientras la Reina oraba junto al féretro. La escena duró varios minutos, hasta que Doña Juana ordenó ante la sorpresa de todos abrir el sarcófago. Entregó a un mayordomo la llave que siempre llevaba colgando del cuello y tras destapar el ataúd hecho en madera se procedió a abrir también la caja de plomo que albergaba.
El cadáver del Hermoso quedó al descubierto, un amasijo de carne putrefacta recubierta de cal y toscos vendajes en el que no se adivinaba ya a quien fuera Rey de Castilla y Duque de Borgoña. Su esposa se inclinó sobre él, acariciando el lugar donde debiera estar el rostro para cerciorarse de que era ese el cuerpo de su amado. Después obligó a los nobles a desfilar ante el cadáver, dando así testimonio de hallarse en verdad delante del Rey castellano.
– La Reina ha perdido por completo la cabeza – musitó Velasco a oídos del Capitán – tanto podrían ser los restos de Felipe como los de cualquier campesino.
– No os falta razón. Y el Viejo Aragonés está a punto de regresar. Dicen que vuelve desde Nápoles para poner orden en su antiguo Reino. Con Juana en este estado le faltará tiempo para hacer valer la cláusula que le otorga el trono ante la incapacidad de su hija.
– ¡Maldita la hora en que Isabel así lo dispuso en su testamento! – se quejó Velasco.
– Nada se puede hacer por cambiarlo.
– Pero sí por impedir que tiempos ya pasados se ciernan de nuevo sobre nosotros. Partiré con el alba. Sé de quién podrá ayudarnos.
Don Diego no se inmutó y permaneció con la vista clavada en la esperpéntica escena.
– Id con Dios, Velasco. O mejor ¡con el Diablo!
II
– Bebed, No os contengáis ¡estáis en vuestra casa!
Rodrigo de Alvarado, marqués de la Llana, se dirigía así a un chaval que en poco sobrepasaba la veintena. Bien parecido, de facciones suaves y barbilla un tanto prominente, llevaba el cabello largo cayéndole en ligeras ondulaciones de color castaño hasta los hombros. Aunque joven, el cuerpo del muchacho estaba esculpido por el cincel de la batalla y más de una doncella suspiraba por sus encantos, ya que bienes no podía ofrecerles. Su espada, sin embargo, era de las más temidas en los alrededores. Segundos antes un sirviente había llenado dos copas con el mejor vino que producían las tierras del noble, reservado sólo para ocasiones especiales. Ésta, a juicio del marqués, bien lo merecía.
– Decidme, Gonzalo ¿hasta qué punto alcanza la lealtad que debéis a vuestro Señor?
El tal Gonzalo de Esgueva, pues por ese apelativo era conocido, no lograba adivinar el motivo por el cual el marqués lo había invitado a compartir mesa en su castillo y la pregunta lo cogió tan desprevenido que a punto estuvo de atragantarse.
– Me ofendéis, mi Señor. Sabéis sobradamente de mi lealtad y la de mi familia.
– No lo dudo, mi buen Gonzalo. Vuestro difunto padre que tan bien me sirvió os la inculcó con acierto. ¿Pero mantendríais vuestro compromiso si fuese yo mismo quien os ordenase que me fueseis desleal?
La interpelación aumentó la sorpresa del de Esgueva, que no pudo más que balbucear una respuesta. Alvarado rió, disfrutando del poder que su posición le otorgaba sobre su vasallo.
– No os preocupéis, no os he hecho llamar para enfrentaros a semejante dilema. Tengo otro tipo de encargo para vos. ¿Estaréis al tanto del peregrinaje que la Reina Juana ha emprendido por tierras castellanas con el cadáver del Rey Felipe?
– Quien no lo está, mi Señor. Dicen que la Reina ha perdido el juicio.
– ¡Moderad vuestra lengua, Gonzalo! En otras circunstancias esas palabras os llevarían a la horca. Sin embargo no puedo estar más de acuerdo con ellas. Y esa locura abre las puertas del Reino para el regreso de Fernando. Sabréis lo que eso significa.
– Nada bueno, me temo.
– Los Católicos se valieron de todos los medios para limitar el poder de la nobleza, apoderándose de tierras y fortalezas y menguando nuestros ejércitos, de modo que ninguno pudiese estar por encima del poder Real – se enfureció el marqués – A la muerte de Isabel apostamos por Felipe a cambio de recuperar nuestras prebendas. ¡La vuelta de Fernando nos devolvería a los tiempos oscuros!
– Lo entiendo. Sin embargo aún debe contar con sobrados apoyos en la Corte.
– De ahí que debamos actuar con prontitud. Es preciso tener a la Reina bajo nuestra influencia y hacer ver que es capaz de gobernar el Reino. Si es menester limitaremos sus visitas para que no se corra noticia alguna sobre su estado. Y para ello Doña Juana debe regresar a Burgos, donde podremos ejercer mayor control sobre ella.
El joven sorbió un trago, ganando tiempo para ordenar sus ideas. Recreó la vista con los escudos de armas cruzados por el acero que pendían de las paredes. Una piel de oso tendida boca abajo parecía estar esperando a saltar sobre él en caso de que hablase más de la cuenta.
– Es un plan bien concebido, mi Señor. Sin embargo no acierto a comprender por qué contáis esto a un simple soldado sin rango ni mando alguno. Además, la Reina Juana no accederá de buena gana a regresar a la villa que vio morir a su esposo.
– No os falta razón. Sólo una cosa puede llevarla allí de buen grado ¿no adivináis de qué se trata?
El chaval se encogió de hombros por toda respuesta, sin comprender a que se refería Don Rodrigo.
– ¡Mi buen Gonzalo… vuestra virtud no es pensar, sino ejecutar! – exclamó el marqués – Sólo hay un modo de llevar de vuelta a la Reina a Burgos y ahí es donde vos entráis en juego. Mas se os darán los detalles en su momento, no es conveniente conocer de este asunto demasiado antes de tiempo. Por ahora sabed que partiréis hacia la villa de Hornillos de Cerrato en unos días, pues ahí es donde Juana se ha establecido. Disponed todo lo necesario para vuestra marcha.
Gonzalo asintió sumiso, siempre dispuesto a acatar las órdenes de su Señor. El marqués apuró el vino una vez el muchacho se hubo retirado. Quedó pensativo con la mirada clavada en la nada. Se avecinaban tiempos difíciles, pero eso no hacía más que azuzarle el ingenio. Frente a él, dispuesto hacia un lado de la mesa, se hallaba un tablero de ajedrez con una partida a medio terminar. Se quedó mirándolo mientras exhibía una sonrisa maliciosa entre las comisuras de los labios y no pudo evitar la tentación de acercar su dedo índice a la dama blanca, derribándola de un golpe.
– Jaque… ¡a la Reina!
III
Terminaba el día cuando el maestro ebanista apuraba los retoques de una obra de carpintería. Había despedido ya a sus aprendices y sólo él se encontraba en el taller cuando entró un hombre enfundado en una capa negra. Se cubría la cabeza con una capucha. Caminó despacio hacia donde trabajaba el maestro y después de pasear la mirada a su alrededor lo interpeló con voz grave.
– ¿Sois quién regenta el local? – inquirió.
– Lo soy, pero me disponía ya a marchar. ¿Qué queréis?
El recién llegado extendió sobre la mesa un pergamino con un detalle minucioso de cierta forma alargada, al tiempo que depositaba junto a él una bolsa que tintineó al contacto con la madera.
– Pagáis generosamente. Supongo que mucho pediréis a cambio.
– Recibiréis otro tanto a su entrega. Simplemente debéis cumplir dos condiciones. Discreción, nadie más que vos y vuestros aprendices han de saber de esto. Y rapidez, el pedido deberá estar listo en siete días.
– Habréis de ser consciente que para cumplir vuestro encargo deberé dedicarle todo mi tiempo y recursos, con el quebranto económico que supondrá retrasar el resto de pedidos.
Una nueva bolsa cargada de monedas salió con desdén de manos del forastero, aterrizando sobre la mesa como si desprenderse del peso del metal fuese una acción de lo más cotidiana.
– ¿Cubrirá esta cantidad vuestras pérdidas?
– Con creces, caballero – añadió el maestro, el cual jamás había contemplado tantas monedas juntas – tendréis vuestro encargo en el plazo acordado, ¿a nombre de quién debo entregarlo?
El encapuchado descubrió su rostro, mostrando la cicatriz que lo atravesaba.
– Yo mismo acudiré a recogerlo. Vos cuidaros de cumplir vuestra parte.
–
Descuidad. Tan sólo espero que no vengáis para llevároslo puesto – bromeó – ¡No tengo costumbre que un cliente acuda a recoger un ataúd y salga dentro de él!
IV
El bullicio en la villa de Hornillos de Cerrato era palpable. El villorrio lo componían unas cuantas casas dispuestas alrededor de la plaza mayor, donde se levantaba la iglesia de San Miguel Arcángel oteando con su campanario la planicie castellana. Parte de la comitiva real copaba el escaso alojamiento y el resto se había desplazado a localidades vecinas ante la imposibilidad de encontrar albergue. La Reina Juana había establecido su corte provisional en aquel lugar tan poco adecuado, haciendo gala de otra de sus extravagancias.
Gonzalo de Esgueva hizo su entrada en la villa por una callejuela estrecha impregnada en olor a orines y despojos animales. Hacía unos días que se le había encomendado aquella misión de la que a penas le contaran lo justo y por fin se hallaba en el lugar donde habría de llevarla a cabo. El marqués se había empeñado en proporcionarle un pergamino con las señas de la casa a la que debía dirigirse, pero de poco servían las letras para quien jamás había aprendido a interpretarlas. Gonzalo se fiaba más de su memoria. Antes de acudir al lugar señalado decidió parar en una cantina para reponerse del viaje. La estancia se encontraba atestada por gentes de toda condición que sin duda formaban parte del séquito de la Reina y no faltaban mujeres de vida alegre que aprovechando la concurrencia trataban de sacarse unas monedas a costa de los apetitos carnales de los foráneos. Un bullicio desordenado retumbaba en los oídos y la atmósfera cargada parecía pesar lo que varias fanegas de trigo. Gonzalo encontró un hueco en una mesa que quedaba libre en un rincón poco iluminado. Se encontraba degustando el dulce sabor del hidromiel cuando un hombre se sentó a su lado.
– ¿Buscáis tal vez a la Reina Juana? – preguntó – Sabed que por más que os envíe el marqués de la Llana, la Reina no es dada a recibir visitas.
IV
El bullicio en la villa de Hornillos de Cerrato era palpable. El villorrio lo componían unas cuantas casas dispuestas alrededor de la plaza mayor, donde se levantaba la iglesia de San Miguel Arcángel oteando con su campanario la planicie castellana. Parte de la comitiva real copaba el escaso alojamiento y el resto se había desplazado a localidades vecinas ante la imposibilidad de encontrar albergue. La Reina Juana había establecido su corte provisional en aquel lugar tan poco adecuado, haciendo gala de otra de sus extravagancias.
Gonzalo de Esgueva hizo su entrada en la villa por una callejuela estrecha impregnada en olor a orines y despojos animales. Hacía unos días que se le había encomendado aquella misión de la que a penas le contaran lo justo y por fin se hallaba en el lugar donde habría de llevarla a cabo. El marqués se había empeñado en proporcionarle un pergamino con las señas de la casa a la que debía dirigirse, pero de poco servían las letras para quien jamás había aprendido a interpretarlas. Gonzalo se fiaba más de su memoria. Antes de acudir al lugar señalado decidió parar en una cantina para reponerse del viaje. La estancia se encontraba atestada por gentes de toda condición que sin duda formaban parte del séquito de la Reina y no faltaban mujeres de vida alegre que aprovechando la concurrencia trataban de sacarse unas monedas a costa de los apetitos carnales de los foráneos. Un bullicio desordenado retumbaba en los oídos y la atmósfera cargada parecía pesar lo que varias fanegas de trigo. Gonzalo encontró un hueco en una mesa que quedaba libre en un rincón poco iluminado. Se encontraba degustando el dulce sabor del hidromiel cuando un hombre se sentó a su lado.
– ¿Buscáis tal vez a la Reina Juana? – preguntó – Sabed que por más que os envíe el marqués de la Llana, la Reina no es dada a recibir visitas.
–
¿Quién sois? – se indignó el muchacho echando mano a la empuñadura de su espada.
– ¡Calmaos, Gonzalo! Mi nombre es Hernán Velasco de Almazán y aunque no lo sepáis es a mí a quien buscáis. ¿No pensaríais tener acceso a la Reina sin contar con alguien que os ayudase desde dentro? – remachó mientras una sonrisa condescendiente retorcía la cicatriz que le cruzaba el rostro.
– ¡Calmaos, Gonzalo! Mi nombre es Hernán Velasco de Almazán y aunque no lo sepáis es a mí a quien buscáis. ¿No pensaríais tener acceso a la Reina sin contar con alguien que os ayudase desde dentro? – remachó mientras una sonrisa condescendiente retorcía la cicatriz que le cruzaba el rostro.
–
¿Acaso os envía Don Rodrigo de Alvarado?
– ¿Quién sino? Deberíais estar en estos momentos en el lugar cuyas señas el marqués os proporcionó, pero me complace saber que habéis encontrado mejor divertimento.
– Tampoco vos perdéis el tiempo en esperas, por lo que veo. ¿Cómo me habéis reconocido? – quiso saber Gonzalo.
Velasco rió como si la respuesta fuera evidente, sumando sus carcajadas al estruendo. Se estiró sobre el asiento y recorrió al chaval de arriba abajo con la mirada.
– El marqués no mentía, las casualidades son a veces sorprendentes. Decidme ¿no habéis conocido al Rey en vida, no es cierto?
El de Esgueva negó moviendo la cabeza. Comenzaba a cansarse de tanta palabrería. Velasco, por su parte, apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante. Gonzalo casi podía oler su aliento.
– Amigo mío ¡sois el vivo retrato de Felipe!
– ¿Del Rey? – se sorprendió el muchacho.
– Del difunto Rey, pues en Castilla ya no gobierna Rey, sino Reina.
Del chaval se apoderó la desconfianza. No podía ser casualidad que el marqués lo hubiese enviado a él para cumplir la misión. Comenzaba a dudar si le interesaba conocer el resto de detalles, mas carecía de sentido demorar lo inevitable.
– Como sabéis es menester que la Reina regrese a Burgos lo antes posible – prosiguió Velasco – sin embargo Doña Juana es terca y no atiende a razones, así pues no es la razón la que ha de guiar nuestros movimientos.
– ¿Quién sino? Deberíais estar en estos momentos en el lugar cuyas señas el marqués os proporcionó, pero me complace saber que habéis encontrado mejor divertimento.
– Tampoco vos perdéis el tiempo en esperas, por lo que veo. ¿Cómo me habéis reconocido? – quiso saber Gonzalo.
Velasco rió como si la respuesta fuera evidente, sumando sus carcajadas al estruendo. Se estiró sobre el asiento y recorrió al chaval de arriba abajo con la mirada.
– El marqués no mentía, las casualidades son a veces sorprendentes. Decidme ¿no habéis conocido al Rey en vida, no es cierto?
El de Esgueva negó moviendo la cabeza. Comenzaba a cansarse de tanta palabrería. Velasco, por su parte, apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante. Gonzalo casi podía oler su aliento.
– Amigo mío ¡sois el vivo retrato de Felipe!
– ¿Del Rey? – se sorprendió el muchacho.
– Del difunto Rey, pues en Castilla ya no gobierna Rey, sino Reina.
Del chaval se apoderó la desconfianza. No podía ser casualidad que el marqués lo hubiese enviado a él para cumplir la misión. Comenzaba a dudar si le interesaba conocer el resto de detalles, mas carecía de sentido demorar lo inevitable.
– Como sabéis es menester que la Reina regrese a Burgos lo antes posible – prosiguió Velasco – sin embargo Doña Juana es terca y no atiende a razones, así pues no es la razón la que ha de guiar nuestros movimientos.
El muchacho lo miró incrédulo, mientras se llevaba la jarra a la boca.
– ¿Y qué ha de ser, entonces, lo que ha de guiarnos? – preguntó tras haberse refrescado.
– Felipe expresó en vida su deseo de ser enterrado en Granada. Juana guarda una devoción enfermiza por el que fue su esposo, por lo cual convencerla de lo contrario parece tarea harto difícil, salvo que…
– ¿… salvo qué…? – repitió Gonzalo.
– ¡Sea el propio Felipe quién se lo solicite!
– ¿Me tomáis el pelo? ¡El Rey está muerto! – exclamó el de Esgueva, antes de que su expresión dejara traslucir que había entendido el plan urdido por el marqués.
– Veo, Gonzalo, que parecéis comprender al fin. ¡Vos os haréis pasar por Felipe! Acicalándoos un tanto y cambiando vuestras ropas por otras más adecuadas será imposible no confundiros. En el estado de la Reina no os será difícil hacerla creer que el espíritu de su esposo se le aparece. Le solicitaréis como deseo póstumo ser enterrado en Burgos y no en Granada.
– ¡Es una idea del todo descabellada! – se quejó el muchacho.
– Precisamente cuanto más inverosímil mayores visos de triunfar. La Reina está alojada en la morada del cura y suele cenar sola todas las noches. Puedo conseguiros acceso a la casa. Ensayaremos la comedia durante unos días. ¡No os preocupéis, os aseguro que el plan dará resultado!
– Así lo espero, pues según hablan de la Reina puede ser tan capaz de morder el anzuelo como de ordenar que me corten la cabeza.
Velasco rió de nuevo y levantó el brazo.
– En ese caso, amigo mío, mejor que le deis buen uso a vuestro gaznate mientras podáis. ¡Tabernero, traed otra jarra para mi amigo! – vociferó al tiempo que el sonido de sus carcajadas se elevaba por encima del tumulto.
V
La noche caía fría sobre la villa de Hornillos. Una sombra se deslizaba entre las callejuelas, arrebujada en su capa para protegerse de un viento helado que no dejaba de azotar el páramo. Al llegar a una casona llamó a la puerta con tres toques secos. Un hombre de barriga y papada prominentes vestido con sotana le abrió y lo hizo pasar hasta un cuarto colindante con las dependencias donde la Reina cenaba.
– Esperad aquí en tanto lo dispongo todo. Me aseguraré de que nadie os moleste mientras estáis con Doña Juana – dijo el sacerdote.
Gonzalo de Esgueva se despojó de la capa, dejando al descubierto los lujosos ropajes y joyas proporcionados por el caballero Velasco de Almazán, que lo hacían parecer todo un príncipe. Vestía un jubón parduzco con ribetes bordados en hilo de oro en el pecho y los puños de las mangas. Ceñía su cintura un cinto de cuero marrón con una gran hebilla dorada a juego en la que destacaba en relieve la cabeza melenada de un león, y se cubría las piernas con ajustadas calzas oscuras que asomaban desde el muslo hasta perderse en el interior de unas botas altas de color negro. Sobre el conjunto destacaba un manto púrpura de piel de armiño que lo dotaba de un aura de realeza.
–
¡Mencía! – gruñó el cura dirigiéndose a una joven doncella – aseguraos de que nadie, ni vos misma, irrumpe en la salón hasta que yo os lo diga.
La tal Mencía era una dama de la Reina, de las pocas mujeres que permitía la acompañasen para atender sus necesidades, a quienes sin embargo no dejaba acercarse bajo ningún pretexto al cuerpo de su esposo temiendo en sus desvaríos que éste, aún muerto, intentase engatusarlas. Se trataba de una joven de cabello rubio que a pesar de su condición de sirviente se movía con la elegancia de cualquier dama de la corte. Era hermosa, de labios finos y piel blanca. Un vestido color verde se le ceñía al cuerpo y sobre los hombros llevaba una chaquetilla que conseguía esconder su generoso escote. La chica asintió sumisa, al tiempo que dedicaba una mirada disimulada al apuesto joven sin poder evitar ruborizarse.
– Podéis pasar ya, Don Gonzalo. ¡Haced lo que tengáis que hacer y ganaos el favor de la Reina! – añadió el orondo sacerdote, el cual según dedujo el de Esgueva estaba también compinchado en aquella trama.
Juana se encontraba a la mesa disfrutando de una cena frugal. A juzgar por la desgana con la que daba cuenta de ella diríase que no gozaba de buen apetito. Aunque a sus veintiocho años había sido maltratada sin piedad por la vida conservaba todavía restos de la belleza de su juventud. Sin embargo su semblante destilaba tristeza y bordeándole los ojos se dejaban ver los trazos zigzagueantes de una vejez prematura atraída por las penurias y el desánimo. A Gonzalo, no obstante, le pareció hermosa y poseída de una singular melancolía. Nada más verlo entrar, la Reina cayó al suelo de rodillas entre sollozos.
– ¡Amor mío! – comenzó a decir Gonzalo, tan emocionado como la propia Juana – ¡He de pediros algo!
Ninguno de los dos se dio cuenta que en una esquina de la estancia se entreabrió un ventanuco tras el que observaba la escena la doncella Mencía, sin perder detalle de cuanto acontecía.
VI
Mientras en el salón se desarrollaba la pantomima, al pie de las escaleras que ascendían al piso superior el cura conversaba en voz baja con Hernán Velasco de Almazán, como si temiesen ser oídos por alguien. Ambos parecían acuciados por las prisas en terminar aquello que todavía no habían comenzado.
– Podéis subir sin temores, Doña Juana se halla entretenida con la representación de vuestro compadre y las habitaciones están solas a esta hora. Tomad, aquí tenéis la llave del cuarto de la Reina. ¡Obrad con cautela, por Dios os lo pido! – le apremió el asustado sacerdote, sabedor de que si Velasco era descubierto él mismo podría tener problemas.
El caballero ascendió los peldaños, midiendo cada paso que daba. Las estancias estaban pobremente iluminadas por unas cuantas antorchas pendiendo de las paredes. El olor del aceite quemado se mezclaba con el de la madera creando una atmósfera opresora. Siguiendo las indicaciones que le habían dado Velasco se acercó hasta una puerta de roble, sin conseguir evitar el crujido de las bisagras al abrirla. En su mano izquierda portaba una vela cuya llama oscilaba al vaivén de un ligero temblor que no pudo disimular. El cuarto estaba decorado con sobriedad y no había excesivos lugares donde esconder lo que buscaba. Dedicó unos minutos a hurgar por la habitación hasta que al abrir un cajón encontró el objeto bajo un breviario. Tomó la cadena entre las manos y dilapidó unos segundos preciosos contemplándola mientras sonreía, a pesar de que el conjunto de eslabones era de burda manufactura. La llave que colgaba de ella, sin embargo, tenía una elaboración más compleja. Se guardó con torpeza la cadena en un bolsillo y en su lugar dejó otra similar, de la cual pendía también una llave.
VII
Gonzalo de Esgueva salió de la casa azorado. No podía evitar sentirse culpable por engañar así a una mujer cuyo único pecado era haberse enamorado hasta la locura. Cada uno de sus lamentos los había sentido en su misma carne y los suspiros emanando del alma de la Reina habían impregnado la suya propia. En sus ojos había visto la devoción al hombre que amaba y la desesperación por no tenerlo, la angustia de unos celos enfermizos y el miedo a la tormenta de sentimientos desatada en su interior y que era incapaz de controlar. Pero también había vislumbrado la capacidad de amar y de entregarse exigiendo a cambio tan sólo ser correspondida, la determinación de perseguir hasta la extenuación aquello en lo cual creía y los rescoldos de dignidad que todavía atesoraba una Hija de Reyes sobre cuyas espaldas recaía sin haberlo deseado nunca la Corona de Castilla.
El joven se apoyó contra una pared tratando de recuperar el resuello cuando una mano se posó sobre su hombro. Al volverse reconoció cierto rostro familiar.
La tal Mencía era una dama de la Reina, de las pocas mujeres que permitía la acompañasen para atender sus necesidades, a quienes sin embargo no dejaba acercarse bajo ningún pretexto al cuerpo de su esposo temiendo en sus desvaríos que éste, aún muerto, intentase engatusarlas. Se trataba de una joven de cabello rubio que a pesar de su condición de sirviente se movía con la elegancia de cualquier dama de la corte. Era hermosa, de labios finos y piel blanca. Un vestido color verde se le ceñía al cuerpo y sobre los hombros llevaba una chaquetilla que conseguía esconder su generoso escote. La chica asintió sumisa, al tiempo que dedicaba una mirada disimulada al apuesto joven sin poder evitar ruborizarse.
– Podéis pasar ya, Don Gonzalo. ¡Haced lo que tengáis que hacer y ganaos el favor de la Reina! – añadió el orondo sacerdote, el cual según dedujo el de Esgueva estaba también compinchado en aquella trama.
Juana se encontraba a la mesa disfrutando de una cena frugal. A juzgar por la desgana con la que daba cuenta de ella diríase que no gozaba de buen apetito. Aunque a sus veintiocho años había sido maltratada sin piedad por la vida conservaba todavía restos de la belleza de su juventud. Sin embargo su semblante destilaba tristeza y bordeándole los ojos se dejaban ver los trazos zigzagueantes de una vejez prematura atraída por las penurias y el desánimo. A Gonzalo, no obstante, le pareció hermosa y poseída de una singular melancolía. Nada más verlo entrar, la Reina cayó al suelo de rodillas entre sollozos.
– ¡Amor mío! – comenzó a decir Gonzalo, tan emocionado como la propia Juana – ¡He de pediros algo!
Ninguno de los dos se dio cuenta que en una esquina de la estancia se entreabrió un ventanuco tras el que observaba la escena la doncella Mencía, sin perder detalle de cuanto acontecía.
VI
Mientras en el salón se desarrollaba la pantomima, al pie de las escaleras que ascendían al piso superior el cura conversaba en voz baja con Hernán Velasco de Almazán, como si temiesen ser oídos por alguien. Ambos parecían acuciados por las prisas en terminar aquello que todavía no habían comenzado.
– Podéis subir sin temores, Doña Juana se halla entretenida con la representación de vuestro compadre y las habitaciones están solas a esta hora. Tomad, aquí tenéis la llave del cuarto de la Reina. ¡Obrad con cautela, por Dios os lo pido! – le apremió el asustado sacerdote, sabedor de que si Velasco era descubierto él mismo podría tener problemas.
El caballero ascendió los peldaños, midiendo cada paso que daba. Las estancias estaban pobremente iluminadas por unas cuantas antorchas pendiendo de las paredes. El olor del aceite quemado se mezclaba con el de la madera creando una atmósfera opresora. Siguiendo las indicaciones que le habían dado Velasco se acercó hasta una puerta de roble, sin conseguir evitar el crujido de las bisagras al abrirla. En su mano izquierda portaba una vela cuya llama oscilaba al vaivén de un ligero temblor que no pudo disimular. El cuarto estaba decorado con sobriedad y no había excesivos lugares donde esconder lo que buscaba. Dedicó unos minutos a hurgar por la habitación hasta que al abrir un cajón encontró el objeto bajo un breviario. Tomó la cadena entre las manos y dilapidó unos segundos preciosos contemplándola mientras sonreía, a pesar de que el conjunto de eslabones era de burda manufactura. La llave que colgaba de ella, sin embargo, tenía una elaboración más compleja. Se guardó con torpeza la cadena en un bolsillo y en su lugar dejó otra similar, de la cual pendía también una llave.
VII
Gonzalo de Esgueva salió de la casa azorado. No podía evitar sentirse culpable por engañar así a una mujer cuyo único pecado era haberse enamorado hasta la locura. Cada uno de sus lamentos los había sentido en su misma carne y los suspiros emanando del alma de la Reina habían impregnado la suya propia. En sus ojos había visto la devoción al hombre que amaba y la desesperación por no tenerlo, la angustia de unos celos enfermizos y el miedo a la tormenta de sentimientos desatada en su interior y que era incapaz de controlar. Pero también había vislumbrado la capacidad de amar y de entregarse exigiendo a cambio tan sólo ser correspondida, la determinación de perseguir hasta la extenuación aquello en lo cual creía y los rescoldos de dignidad que todavía atesoraba una Hija de Reyes sobre cuyas espaldas recaía sin haberlo deseado nunca la Corona de Castilla.
El joven se apoyó contra una pared tratando de recuperar el resuello cuando una mano se posó sobre su hombro. Al volverse reconoció cierto rostro familiar.
– ¿Qué hacéis vos aquí?
– Velar por el cumplimiento de nuestro plan. ¿Acaso olvidáis la misión que se os ha encomendado?
– Ya he terminado mi tarea. La Reina se ha creído el engaño, no tardará en regresar a Burgos.
– Confiáis demasiado, nada puede dejarse al azar. Todavía debéis cumplir un mandato más.
– ¿A qué os referís? Nada habíamos hablado más allá de lo ya hecho.
– ¡Escuchad, Gonzalo! – exclamó el hombre agarrándolo del brazo – Es posible que después del encuentro la Reina acuda a la Iglesia de San Miguel donde se halla el féretro. No es descabellado pensar que desee cerciorarse de que el cuerpo sigue en su lugar, tal como ha hecho en otras ocasiones en sus desvaríos.
– ¿Y qué pretendéis que yo haga?
– Si vuelve a tener otra visión las dudas que pudiera albergar se disiparán. ¡Debéis estar preparado para interpretar de nuevo vuestro papel en caso de ser necesario!
– ¡Por todos los santos, Velasco! ¿No ha sufrido ya suficiente esa pobre desgraciada?
El de Almazán atemperó un tanto el tono, comprendiendo que conseguiría más del muchacho empleando una actitud conciliadora.
– Lo importante es que decida volver a Burgos, por nuestro bien y por el suyo propio ¡si queréis ayudarla terminad vuestro trabajo! Tomad, la iglesia está vigilada por la guardia, este salvoconducto con el sello del marqués de La Llana os permitirá entrar al templo – añadió extendiéndole un pergamino enrollado – Caminad hasta el reclinatorio frente al altar y esperad instrucciones.
Gonzalo aceptó a regañadientes. No le quedaba otra opción sino obedecer, pues como vasallo se debía a su Señor y era por boca de Velasco de donde procedían en ese momento sus órdenes. Tomó el salvoconducto y sin volver la vista se embutió en la capa y partió hacia la iglesia. No bien su silueta se hubo diluido una figura se unió a Hernán Velasco como si surgiese de la nada.
– Decidme, señor de Almazán ¿creéis qué la Reina vale más viva o muerta? – preguntó.
– ¿Me tomáis por un necio, Don Rodrigo? – se indignó el aludido.
– Y si muerta estuviese pero viva la creyesen todos ¿Qué me diríais? – replicó el Marqués de la Llana.
– No será necesario llegar a tales extremos, vuestro pupilo es obstinado pero sabe hacer bien su trabajo.
– Sea pues, Velasco. ¡Espero por Dios que estéis en lo cierto!
VIII
El Templo de San Miguel Arcángel era de un tamaño considerable teniendo en cuenta la insignificancia del villorrio donde se había edificado. Gonzalo de Esgueva franqueó sus puertas sin problemas, por lo visto la influencia del marqués llegaba lejos. El espacioso interior, interrumpido tan sólo por las columnas que sostenían la estructura, albergaba el féretro del Hermoso rodeado por una ingente cantidad de velas como si mil ángeles luminosos velaran el cadáver. Gonzalo tuvo que taparse los ojos hasta que éstos se adaptaron al exceso de luz. El calor generado por las llamas era difícilmente soportable y el olor a cera derretida pesaba en la atmósfera y en sus pulmones. Caminó rodeando las luminarias hasta alcanzar el altar mayor. Tal como le habían indicado, un reclinatorio se hallaba dispuesto frente al mismo. Hizo lo que le ordenaron y se postró en gesto orante. No tardó en escuchar unos pasos apresurados sobre la piedra. Un monje se arrodilló junto a él, cubría su cuerpo con un hábito andrajoso.
– Soy Gonzalo de Esgueva – musitó el muchacho temiendo romper el silencio – supongo que os envía Don Hernán Velasco.
El monje ladeó un tanto la cabeza. Habló todavía en voz más baja a como lo había hecho Gonzalo.
– Respecto a vuestra segunda afirmación, siento deciros que no me envía Velasco de Almazán. Y respecto a la primera ¡lo que sois es un necio!
–
¡Como os atrevéis! – replicó el joven, tratando de alcanzar sobre su cintura la empuñadura de una espada.
– No os molestéis, como ya os habréis dado cuenta se han cuidado de no incluir un arma en vuestro disfraz. Y procurad no ser tan efusivo, ¡sabed que no estamos solos!
Gonzalo cayó en la cuenta de que se hallaba indefenso ante cualquier percance. No estaba acostumbrado a verse desvalido sin la protección de una espada. Una sensación desconocida se apoderaba de su alma. Sentía miedo.
– ¿Quién sois? – trató de averiguar.
– En este momento quien impide que os maten.
– ¿Quién habría de querer tal cosa?
– ¡Escuchad, no es momento de palabrería! Dos hombres aguardan tras las columnas, en cuanto me incorpore caerán sobre vos. Podréis verlos venir reflejados en la patena que tenéis en frente – dijo gesticulando hacia una gran bandeja dorada colocada junto al sagrario.
El monje hizo una pausa, asegurándose que el joven ubicaba el objeto. Al rato volvió a musitar con la voz atropellada.
– Tomad esta espada – añadió mientras con disimulo extrajo un arma que escondía bajo el hábito – Espero seáis tan diestro empuñándola como dicen. Si sobrevivís, rodead el ábside, estaré aguardando por vos.
No alcanzó el tiempo para preguntas, el misterioso hombre se incorporó como alma en pena y no bien hubo desaparecido dos sombras se materializaron sobre la lisa superficie dorada. Gonzalo aguardaba poniendo a prueba sus nervios, el factor sorpresa era en esos momentos su mejor baza. Cuando estuvieron al alcance de su espada se incorporó ejecutando un salto hacia su derecha mientras blandía el arma sobre el primer caballero, que cayó malherido sin apenas ver venir a su atacante. El segundo esbirro lo embistió de frente, alcanzando a Gonzalo en un costado y asestándole un tajo del cual no tardó en manar la sangre. Éste, sin embargo, pudo apartarse lo justo como para esquivar la muerte. Aprovechando el desequilibrio de su oponente ejecutó un movimiento ascendente con la espada de forma que la punta atravesó la cota de malla del caballero hasta ensartarlo cruzándolo de parte a parte. La lucha duró apenas unos segundos. Dos hombres muertos y uno herido era el balance del combate. Gonzalo se congratulaba al menos de no contarse entre los primeros.
IX
Un reguero punteado de sangre manchaba el suelo del templo. Gonzalo de Esgueva caminaba renqueando y sujetándose el costado con un brazo empapado en rojo. Su respiración retumbaba contra las paredes, semejando perpetuarse en el infinito. Una mano le hizo señas tras una puerta entreabierta y el joven allí se dirigió. El mismo monje que minutos antes lo había prevenido le ayudó a bajar unos escalones empinados que se adentraban en las profundidades, para luego cerrar la puerta tras de sí. Escuchó una voz interesándose por su estado, mas comprobó extrañado que no era voz de hombre, sino de mujer.
– ¿Cómo os encontráis? – le dijo.
– Vivo, que ya es mucho decir. Os he visto antes ¿no sois vos la doncella de la Reina?
– Mencía – la presentó el monje – y yo soy Pedro Mártir de Anglería, notario y cronista de Doña Juana.
– No os molestéis, como ya os habréis dado cuenta se han cuidado de no incluir un arma en vuestro disfraz. Y procurad no ser tan efusivo, ¡sabed que no estamos solos!
Gonzalo cayó en la cuenta de que se hallaba indefenso ante cualquier percance. No estaba acostumbrado a verse desvalido sin la protección de una espada. Una sensación desconocida se apoderaba de su alma. Sentía miedo.
– ¿Quién sois? – trató de averiguar.
– En este momento quien impide que os maten.
– ¿Quién habría de querer tal cosa?
– ¡Escuchad, no es momento de palabrería! Dos hombres aguardan tras las columnas, en cuanto me incorpore caerán sobre vos. Podréis verlos venir reflejados en la patena que tenéis en frente – dijo gesticulando hacia una gran bandeja dorada colocada junto al sagrario.
El monje hizo una pausa, asegurándose que el joven ubicaba el objeto. Al rato volvió a musitar con la voz atropellada.
– Tomad esta espada – añadió mientras con disimulo extrajo un arma que escondía bajo el hábito – Espero seáis tan diestro empuñándola como dicen. Si sobrevivís, rodead el ábside, estaré aguardando por vos.
No alcanzó el tiempo para preguntas, el misterioso hombre se incorporó como alma en pena y no bien hubo desaparecido dos sombras se materializaron sobre la lisa superficie dorada. Gonzalo aguardaba poniendo a prueba sus nervios, el factor sorpresa era en esos momentos su mejor baza. Cuando estuvieron al alcance de su espada se incorporó ejecutando un salto hacia su derecha mientras blandía el arma sobre el primer caballero, que cayó malherido sin apenas ver venir a su atacante. El segundo esbirro lo embistió de frente, alcanzando a Gonzalo en un costado y asestándole un tajo del cual no tardó en manar la sangre. Éste, sin embargo, pudo apartarse lo justo como para esquivar la muerte. Aprovechando el desequilibrio de su oponente ejecutó un movimiento ascendente con la espada de forma que la punta atravesó la cota de malla del caballero hasta ensartarlo cruzándolo de parte a parte. La lucha duró apenas unos segundos. Dos hombres muertos y uno herido era el balance del combate. Gonzalo se congratulaba al menos de no contarse entre los primeros.
IX
Un reguero punteado de sangre manchaba el suelo del templo. Gonzalo de Esgueva caminaba renqueando y sujetándose el costado con un brazo empapado en rojo. Su respiración retumbaba contra las paredes, semejando perpetuarse en el infinito. Una mano le hizo señas tras una puerta entreabierta y el joven allí se dirigió. El mismo monje que minutos antes lo había prevenido le ayudó a bajar unos escalones empinados que se adentraban en las profundidades, para luego cerrar la puerta tras de sí. Escuchó una voz interesándose por su estado, mas comprobó extrañado que no era voz de hombre, sino de mujer.
– ¿Cómo os encontráis? – le dijo.
– Vivo, que ya es mucho decir. Os he visto antes ¿no sois vos la doncella de la Reina?
– Mencía – la presentó el monje – y yo soy Pedro Mártir de Anglería, notario y cronista de Doña Juana.
– Tenéis de monje lo que yo de príncipe, Don Pedro. Por lo visto todo el séquito Real ha venido a interesarse por mi estado – bromeó Gonzalo.
– Corréis grave peligro, hemos de actuar con prontitud – apremió Mencía – ¿podéis caminar?
– El corte es aparatoso pero no profundo, no os preocupéis por mí.
Los tres se internaron a lo largo de un pasadizo excavado en la tierra, iluminado por algunas antorchas que se alternaban con la distancia suficiente como para poder intuir el camino. El desagradable olor a humedad era tan sólo superado por el frío que calaba los huesos. Gonzalo caminaba tratando de seguir el paso de sus acompañantes, a quienes las prisas acuciaban. De vez en cuando los pies se le hundían en alguno de los numerosos charcos que sembraban el camino.
– Os debo la vida, estoy en deuda con ambos.
– Agradecédselo a Mencía, ella ha dado el aviso – respondió Anglería.
– La dama debe tener el don de la premonición – dijo Gonzalo forzando una sonrisa.
– Nadie en su sano juicio hubiera apostado por vuestra vida ¡sabíais demasiado!
– Juraría ser una pieza clave en el complot – replicó el muchacho al notario, confiado en que a esas alturas sus dos acompañantes estaban al tanto de la trama.
– No seáis ingenuo. Os habéis convertido en un testigo peligroso, si hablarais rodarían varias cabezas. Sois más útil muerto que vivo.
El de Esgueva negó, en un intento por contradecir tal afirmación.
– ¿Para qué habrían entonces de enviarme al templo? ¡Debía convencer a la Reina de la resurrección de Felipe! – protestó.
–
Se nos ha informado que Velasco encargó hace unos días una réplica exacta del ataúd – respondió Anglería – ahora ya sabemos el uso para el cual iba a destinarlo. No podían abrir el féretro sin la llave y teniendo ellos la llave, incluso en el caso de que la sustrajeran para intentar replicarla, sería la Reina quien no podría abrirlo. Dada su complejidad, tratar de hacer un molde sería imposible. La solución menos arriesgada era cambiar ambos y colocaros a vos dentro. Pensadlo, la Reina se convencería al ver al Rey incorrupto y de la misma guisa que en su visión y vos no seríais ya un problema pues habríais pasado a mejor vida. Con la mayor parte de la corte fuera de Hornillos pocos habrían de oponerse a los designios de Doña Juana.
El muchacho decidió rendirse y no tratar de refutar los argumentos del notario. Su cuerpo estaba cansado y tenía el orgullo herido en demasía. Llegaron al final del corredor y salieron al exterior por una oquedad disimulada en un establo. Un par de caballos rumiaban la hierba seca. Uno de ellos estaba ensillado, Mencía se había adelantado durante la conversación y sujetaba las riendas.
– Los hombres del marqués no tardarán en buscaros – dijo la doncella – debéis marcharos enseguida.
– ¿A dónde? – preguntó Gonzalo sin poder disimular una mueca de dolor.
– Tomad el camino de Tórtoles, a la entrada del pueblo hay una posada. Parad allí y entregad este escrito – añadió tendiéndole un legajo – se encargarán de vos y de vuestras heridas.
– Los hombres del marqués no tardarán en buscaros – dijo la doncella – debéis marcharos enseguida.
– ¿A dónde? – preguntó Gonzalo sin poder disimular una mueca de dolor.
– Tomad el camino de Tórtoles, a la entrada del pueblo hay una posada. Parad allí y entregad este escrito – añadió tendiéndole un legajo – se encargarán de vos y de vuestras heridas.
–
¿A quién debo entregarlo?
– No os preocupéis por eso ¡ellos os encontrarán a vos!
Ayudaron a montar al muchacho y Anglería señaló el camino apuntando con el índice. El corcel salió al trote y cuando hubo alcanzado una distancia suficiente, Gonzalo lo azuzó emprendiendo el galope hacia la mencionada posada de Tórtoles.
No tardaron en llegar unos hombres a caballo recorriendo las callejuelas, mientras escrutaban nerviosos los rincones a la luz de unas antorchas que trataban de disipar las tinieblas. En el centro de la plaza un caballero que parecía el cabecilla profería órdenes de forma airada. Mencía les salió al paso, acercándose a éste último. Se detuvo a un par de pies y le dedicó una sonrisa. Sobre su rostro pudo apreciar una cicatriz cruzándole la mejilla.
– ¿Buscáis algo, caballero?
– Alguien, más bien – gruñó Velasco de Almazán.
La doncella alzó la mirada al cielo con gesto pensativo. Las estrellas se apreciaban con toda claridad en aquella noche despejada.
– Y decidme ¿el paradero de ese alguien tiene un precio?
El caballero echó mano a las alforjas y arrojó un pequeño saco lleno de monedas como quien lanza una ristra de carne a un perro. Mencía lo sostuvo en la mano, sopesando su contenido.
– ¿Un hombre bien parecido, ricamente vestido y herido de un tajo en un costado? – preguntó.
– El mismo – bramó Velasco – Decidme ¿dónde ha ido?
La chica se volvió, señalando con el brazo en una dirección.
– ¡Acaba de tomar a caballo el camino de Tórtoles, hacia la posada, daos prisa o lo perderéis!
X
El silencio era sólo roto por el martilleo de los cascos contra el empedrado. Gonzalo azuzaba cuanto podía al animal, mas cuando éste se frenaba debido a las irregularidades del trazado podía escuchar en la lejanía el galope furioso de sus perseguidores. El costado lastimado le dolía con el vaivén y de su herida había vuelto a manar la sangre. Desconocía cuanto iba a encontrarse en Tórtoles, pero no había tiempo para la duda. Nada le aseguraba que viviría a su llegada a la posada pero de no conseguirlo le aguardaba una muerte cierta.
Comenzó a vislumbrar la difusa silueta de un edificio perfilada bajo la luz de la luna cuando creía que sus fuerzas se hallaban ya al límite. La casa se encontraba antes de entrar al pueblo, un tanto apartada del resto. Tras algunas ventanas se apreciaba el parpadeo irregular de las llamas. Se acercó suplicando por que fuera la deseada Posada de Tórtoles que Mencía le había señalado. Desmontó y al poner pie a tierra a punto estuvo de dar con su magullado cuerpo contra el suelo. Las pisadas de los caballos le parecieron sonar amenazadoramente cerca, aunque dudaba ya de la correcta percepción de sus sentidos. Se tambaleó hacia la puerta, dejando tras de sí un reguero de sangre que empapaba la tierra. De pronto sintió el tacto del acero sobre su cuello.
Un hombre lo sujetó por detrás mientras sostenía una daga que amenazaba con poner fin a sus penurias. Dos siluetas surgieron de entre las sombras como espectros del más allá. Se cubrían con gruesas capas y protegían sus manos enguantadas del gélido abrazo nocturno. Uno de ellos se plantó ante él y lo examinó de arriba abajo.
– No os preocupéis por eso ¡ellos os encontrarán a vos!
Ayudaron a montar al muchacho y Anglería señaló el camino apuntando con el índice. El corcel salió al trote y cuando hubo alcanzado una distancia suficiente, Gonzalo lo azuzó emprendiendo el galope hacia la mencionada posada de Tórtoles.
No tardaron en llegar unos hombres a caballo recorriendo las callejuelas, mientras escrutaban nerviosos los rincones a la luz de unas antorchas que trataban de disipar las tinieblas. En el centro de la plaza un caballero que parecía el cabecilla profería órdenes de forma airada. Mencía les salió al paso, acercándose a éste último. Se detuvo a un par de pies y le dedicó una sonrisa. Sobre su rostro pudo apreciar una cicatriz cruzándole la mejilla.
– ¿Buscáis algo, caballero?
– Alguien, más bien – gruñó Velasco de Almazán.
La doncella alzó la mirada al cielo con gesto pensativo. Las estrellas se apreciaban con toda claridad en aquella noche despejada.
– Y decidme ¿el paradero de ese alguien tiene un precio?
El caballero echó mano a las alforjas y arrojó un pequeño saco lleno de monedas como quien lanza una ristra de carne a un perro. Mencía lo sostuvo en la mano, sopesando su contenido.
– ¿Un hombre bien parecido, ricamente vestido y herido de un tajo en un costado? – preguntó.
– El mismo – bramó Velasco – Decidme ¿dónde ha ido?
La chica se volvió, señalando con el brazo en una dirección.
– ¡Acaba de tomar a caballo el camino de Tórtoles, hacia la posada, daos prisa o lo perderéis!
X
El silencio era sólo roto por el martilleo de los cascos contra el empedrado. Gonzalo azuzaba cuanto podía al animal, mas cuando éste se frenaba debido a las irregularidades del trazado podía escuchar en la lejanía el galope furioso de sus perseguidores. El costado lastimado le dolía con el vaivén y de su herida había vuelto a manar la sangre. Desconocía cuanto iba a encontrarse en Tórtoles, pero no había tiempo para la duda. Nada le aseguraba que viviría a su llegada a la posada pero de no conseguirlo le aguardaba una muerte cierta.
Comenzó a vislumbrar la difusa silueta de un edificio perfilada bajo la luz de la luna cuando creía que sus fuerzas se hallaban ya al límite. La casa se encontraba antes de entrar al pueblo, un tanto apartada del resto. Tras algunas ventanas se apreciaba el parpadeo irregular de las llamas. Se acercó suplicando por que fuera la deseada Posada de Tórtoles que Mencía le había señalado. Desmontó y al poner pie a tierra a punto estuvo de dar con su magullado cuerpo contra el suelo. Las pisadas de los caballos le parecieron sonar amenazadoramente cerca, aunque dudaba ya de la correcta percepción de sus sentidos. Se tambaleó hacia la puerta, dejando tras de sí un reguero de sangre que empapaba la tierra. De pronto sintió el tacto del acero sobre su cuello.
Un hombre lo sujetó por detrás mientras sostenía una daga que amenazaba con poner fin a sus penurias. Dos siluetas surgieron de entre las sombras como espectros del más allá. Se cubrían con gruesas capas y protegían sus manos enguantadas del gélido abrazo nocturno. Uno de ellos se plantó ante él y lo examinó de arriba abajo.
–
No apostaría un doblón por vuestra vida, pero dadme un motivo por el cual no debiera adelantar vuestro final aquí mismo – dijo con una voz que parecía desposeída de cualquier tipo de compasión.
Gonzalo lo miró a los ojos y creyó ver en ellos la mirada de la muerte. Desde muy joven había convivido con ella, pero siempre se había congratulado por esquivarla. Esta vez no sería tan sencillo. Decidió jugar todas sus cartas. Nada tenía por perder más que una vida que ya casi daba por perdida.
– Debo entregar un documento. Podéis tomarlo de mi zaguán – balbuceó.
El hombre pareció vacilar. Finalmente debió pensar que perder unos segundos en comprobar cuanto decía el muchacho no le supondría excesivo quebranto e introdujo la mano para extraer el pergamino. Lo desdobló con desgana, ladeándolo para que los haces de la luna incidieran en la superficie. No pasó un segundo antes que su rostro palideciera.
Gonzalo lo miró a los ojos y creyó ver en ellos la mirada de la muerte. Desde muy joven había convivido con ella, pero siempre se había congratulado por esquivarla. Esta vez no sería tan sencillo. Decidió jugar todas sus cartas. Nada tenía por perder más que una vida que ya casi daba por perdida.
– Debo entregar un documento. Podéis tomarlo de mi zaguán – balbuceó.
El hombre pareció vacilar. Finalmente debió pensar que perder unos segundos en comprobar cuanto decía el muchacho no le supondría excesivo quebranto e introdujo la mano para extraer el pergamino. Lo desdobló con desgana, ladeándolo para que los haces de la luna incidieran en la superficie. No pasó un segundo antes que su rostro palideciera.
–
¡Hacedle pasar! – exclamó.
XI
Varios caballeros con sus monturas llegaron hasta la posada. Velasco de Almazán iba el primero, comandando la partida. Descabalgaron y enfilaron hacia la puerta. Uno de ellos descubrió el rastro de sangre que Gonzalo había dejado hacía tan sólo un instante. Entraron en la casa confiados en seguir la dirección correcta. En el salón unos cuantos hombres sentados a las mesas bebían y charlaban en medio de un bullicio desordenado. Las llamas crepitaban en la chimenea y caldeaban el ambiente. Velasco lanzó una mirada a su alrededor, tratando de adivinar el paradero del fugitivo. El reguero ensangrentado que observaran en el exterior había desaparecido. El caballero desenvainó la espada y golpeó con ella el suelo, produciendo un sonido seco que retumbó contra las paredes. Todas las miradas se clavaron en él y sus hombres, cuyas armas se habían liberado también de sus vainas. En la sala se hizo el silencio, mas antes de que Hernán Velasco de Almazán pudiera pronunciar palabra una voz recia le robó el protagonismo.
– ¿Acaso buscáis algo?
Quien hablaba era un hombre sentado en una de las mesas al fondo de la estancia. Estaba de espaldas y se cubría con un capuchón, resultando imposible verle el rostro. Velasco se enfureció ante la osadía.
– ¡Vos me diréis dónde está lo que busco, o haré que os arranquen esa lengua que con tan poco tino usáis! – bramó mientras apuntaba con la espada en su dirección.
– Me temo que sois más bien vos quien me diréis algunas cosas y después decidiré si os hago cortar o no la cabeza – respondió el aludido sin inmutarse.
– ¡Habláis con ligereza para no disponer de armas ni caballeros! ¡Pronto os curaréis de vuestra arrogancia en el infierno, pues es allí donde pienso enviaros!
– Y vos actuáis de manera imprudente, pues sin duda habéis evaluado mal vuestras fuerzas y las de vuestros oponentes.
El encapuchado se levantó sin prisas y volviéndose se dirigió hacia donde se hallaba Velasco. En sus manos sostenía un pergamino manchado de sangre el cual golpeaba una y otra vez con su dedo índice. A un gesto suyo media sala se levantó desenvainando más del doble de espadas que las contadas entre los partidarios del de Almazán. Éstos no pudieron hacer otra cosa que deponer las armas. El caballero siguió avanzando a paso lento, como si se regocijara en su victoria. Se detuvo a unos pies de Velasco y dejó caer su capa. Ante los presentes apareció un hombre que semejaba sobrepasar los cincuenta. Lucía el cabello largo hasta los hombros, ligeramente encanecido. Una barba corta le perfilaba el rostro. Vestía ropajes lujosos y llevaba colgada al cuello una cadena en la cual se alternaban eslabones con relieves de escudos de armas con otros en los que se engarzaban preciosos pedernales.
Hernán Velasco palideció y de forma instintiva dio un paso atrás antes de caer con la rodilla hincada en el suelo. Su vista permanecía fija en el vellocino dorado que colgaba del collar. La voz le temblaba cuando en la sala se escuchó una palabra que apenas logró balbucear.
– ¡Majestad!
XII
Amanecía otro frío día de primavera sobre la villa de Tórtoles. Una pequeña comitiva llegó hasta la posada, discretamente vigilada por la Guardia Real. A su cabeza destacaban el Notario de la Reina Pedro Mártir de Anglería y una joven doncella. Los hicieron subir a las estancias del piso superior. En una sencilla habitación en cuya puerta hacían guardia dos soldados, desayunaba un hombre de cabello ligeramente encanecido. Nada más verlos entrar interrumpió sus quehaceres y se dirigió hacia la mujer, abrazándola efusivamente. Tras separarla un tanto del cuerpo se la quedó mirando mientras sus manos permanecían posadas sobre los hombros de la muchacha, al tiempo que en el rostro le brillaba una sonrisa paternal.
– ¡Mi querida Mencía! – exclamó – Qué buena Reina ha perdido Castilla al no haberos concebido de un matrimonio cristiano.
– Padre – saludó la chica inclinándose.
– Mi fiel Don Pedro – dijo el hombre dirigiéndose a Anglería mientras lo abrazaba con mayor discreción que a su hija – Siempre habéis sabido servirme con eficiencia, no sabéis cuanto os lo agradezco.
El Rey Fernando, a quien el papa Alejandro VI concedió junto a su esposa el título de Católico, los invitó a sentarse a su misma mesa para degustar los manjares de los que estaba dando cuenta, impartiendo la orden de que no fuesen molestados.
– Gracias a vuestro buen hacer el complot ha sido desmantelado. Velasco ha confesado y está ya a buen recaudo. El marqués de la Llana y sus hombres fueron capturados de madrugada en Hornillos. Espero que pronto lleguen los refuerzos proporcionados por Mendoza para custodiar la villa y a la Reina.
– Es una gran noticia, Majestad – replicó Anglería mientras degustaba una tostada untada en queso de cabra – sin los cabecillas la trama se vendrá abajo. No podían suponer que ya estabais en tierras castellanas, pues todos os hacían aun regresando de Nápoles. Adelantar vuestra llegada y hacerlo de incógnito ha sido un acierto.
– Decís verdad, como también lo ha sido detallarme por escrito los planes de los confabulados al tiempo que los arrojabais en brazos de mis hombres. De haber escapado se hubieran hecho fuertes y el asunto tendría más difícil arreglo – añadió Fernando.
– ¿Y Gonzalo? – preguntó Mencía al ver a su padre dar la información por concluida.
El Rey dudó un instante, sin comprender a quien se refería. Se lo veía más interesado en saciar su estómago que en preocuparse por la suerte de un desconocido.
– ¡Ah, el muchacho! – exclamó al fin – Forma parte de la conspiración, deberá recibir idéntico castigo al resto.
Los ojos de Mencía se clavaron en el suelo tratando de ocultar su turbación. El Rey pareció dar el asunto por zanjado y se dispuso a hincar el diente al desayuno.
– Tan sólo cumplía órdenes – musitó la chica – No es más que otra víctima.
Fernando levantó la cabeza y se la quedó mirando. La expresión dibujada en el semblante de la muchacha no podía disimular el apego que sentía por el chaval.
– Maldita sea – exclamó por lo bajo – ¡Carreño! – vociferó.
Al instante un caballero armado entró en la habitación, presto ante la solicitud de su Rey.
– Traed al chico.
El soldado despareció tras la puerta y al poco tiempo volvió acompañado por otro hombre de armas. Entre los dos sujetaban al prisionero Gonzalo de Esgueva. El muchacho estaba sucio y desaliñado, pero se habían preocupado de curar sus heridas. Llevaba el costado vendado y el brazo izquierdo en cabestrillo. Su rostro dejaba traslucir que apenas había dormido. Cuando estuvo ante el Rey hincó una rodilla e inclinó la cabeza en señal de sumisión.
– Levantaos – ordenó Fernando – Gonzalo de Esgueva ¿es ese vuestro nombre?
El Aragonés no le dio pie a contestar, conocedor de la única respuesta posible.
– Se os acusa de participar en un complot contra la Reina Juana y el Reino de Castilla. ¿Algo tenéis que alegar?
– Todo cuanto habéis dicho es cierto, nada puedo añadir en mi defensa – concedió el muchacho - Tan sólo, si me lo permitís, he de decir que únicamente trataba de servir con fidelidad a mi señor.
El Rey se incorporó acercándose al reo. Tenía la mirada firme y no parecía mostrar temor alguno, aún cuando su vida podía depender de una sola frase pronunciada por el monarca. Muchos cautivos habían desfilado por delante del Rey de Aragón como para no reconocer a un soldado de valía.
– ¡Debería hacer que os colgasen! – gritó Fernando – Mas sois valiente y según demuestran los hechos, también leal. Además, os las habéis ingeniado para conseguir un buen valedor ante el Rey – añadió dirigiendo una mirada de soslayo hacia Mencía – Os perdonaré la vida, pero os pediré algo a cambio. Por lo visto habéis sido capaz de ejercer una influencia sobre la Reina que ya quisieran para sí muchos nobles. Tal vez vuestro talento pueda llegar a serme útil.
Desde el exterior se coló el canto de un gallo por la ventana abierta. Fernando dio media vuelta y comenzó a caminar por la estancia con ambas manos entrelazadas a la espalda. Ninguno de los presentes osó pronunciar palabra mientras el Aragonés cavilaba.
– Entraréis al servicio de la Reina Juana desde éste momento hasta el final de sus días, acompañándola allá donde fuere. Correréis su misma suerte y responderéis de su vida con la vuestra. Ésa será vuestra condena.
– Sois el Rey – respondió Gonzalo – y podéis disponer cuando queráis de mi vida. Os agradezco que pudiendo terminar con ella me hayáis concedido la dicha de conservar lo único que todavía me queda, Majestad.
De labios de Mencía escapó una desdibujada sonrisa que tan sólo Gonzalo fue capaz de percibir y que correspondió con la misma discreción. El Rey hizo un ademán dando a entender que aquel asunto ya había ocupado demasiado de su tiempo.
– Retiraos – pronunció imperativo – Respecto a vos, Don Pedro, nadie ha de saber de éste episodio. Habréis de omitir todo lo sucedido en vuestras crónicas, para el resto del Reino todavía estoy regresando de Nápoles. Concertaréis cita entre Juana y yo en Arcos de la Llana, es hora ya de tratar algunos asuntos con mi hija. Tomaos el día para reponeros, mañana partiréis hacia Hornillos con ese mensaje.
Anglería asintió con una inclinación de cabeza. Tras el interrogatorio, al fin podía echar mano nuevamente de los manjares que lo estaban esperando, después del ajetreo de las últimas horas consideraba que bien lo merecía. Le faltó tiempo para tomar otra tostada, mas ésta vez la recubrió con mermelada.
– Y vos Mencía, habéis sido audaz y no menos temeraria al exponer así la vida del muchacho. Dad gracias a la providencia de que todo haya salido bien – añadió el Rey.
– ¿Le disteis al menos un buen caballo? – bromeó Anglería con la boca aún llena.
La joven se lo quedó mirando. Sus labios se arquearon en una mueca cargada de picardía.
– Eso no lo dudéis, Don Pedro. El mejor.
XIII
Aquella mañana la niebla había decidido dejarse caer sobre Hornillos de Cerrato, difuminando sus contornos a unos cuantos pasos de distancia. Su abrazo húmedo parecía querer atrapar también el silencio, pues era éste dueño de las callejuelas junto a algún perro vagabundeando entre los despojos. La Reina había dispuesto que las primeras luces del alba servirían de acicate a los miembros del séquito Real para ponerse en camino y poco a poco comenzó a verse movimiento entre los callejones.
Juana se acomodó en un modesto carruaje. A su lado la acompañaba su doncella favorita. Mencía había entrado a su servicio por recomendación de su padre el Rey Fernando, convirtiéndose con el paso del tiempo en su mejor confidente. La comitiva se puso en marcha por primera vez en varios meses, tras permanecer estancados en aquel villorio perdido en medio de ninguna parte.
Delante del carromato Real y siempre a la vista de la Reina, cuatro sufridos equinos arrastraban de nuevo por los caminos de Castilla el cuerpo sin vida del que fuera Rey Felipe. Escoltando a tan burda imitación de un cortejo fúnebre, cabalgaban los hombres de una de las familias nobles más importantes del reino. Los Mendoza, siempre fieles a la corona, habían puesto una nutrida guardia al servicio de la Reina.
– ¿Alguna vez os habéis enamorado? – preguntó Juana a la muchacha, la cual se entretenía mirando por la ventana lo poco que la neblina le dejaba ver.
– No, mi señora. O más bien eso creo – titubeó Mencía.
– No lo hagáis. Sólo os traerá desdichas.
– No es algo que pueda decidirse no hacer sin más, mi señora.
Juana sonrió con desdén. Envidiaba el modo en que la joven doncella idealizaba los sentimientos. Ella había olvidado esa sensación hacía ya demasiado tiempo, aunque le parecía recordar que era hermosa.
– ¡Ah Mencía, hubiera querido poder dejar de hacer tantas cosas que me han sido impuestas! – exclamó.
– No habléis así, sois la Reina de Castilla.
– ¿Y de que me sirve? La Corona no me ha traído más que soledad y sufrimiento. Miradme, utilizada por todos en su particular beneficio. Mi propio padre no tardará en hacerme a un lado. Terminaré mis días encerrada entre las paredes de algún convento, no os quepa duda.
– Vuestro padre sólo mira por vuestro bien y el de Castilla, mi señora – justificó Mencía.
– No os falta razón cuando afirmáis que mira por el bien Castilla, mas erráis al aseverar que no mira antes por el suyo propio.
– No habéis de preocuparos. El Rey ha pedido veros, seguro que algo os habrá de ofrecer.
La Reina hizo ademán de negarlo. Aunque así fuera no se sentía con fuerzas para seguir soportando el peso de la Corona, mas dudaba que su padre hubiera de premiarla con semejante carga. Cerró los ojos, un cansancio infinito que le pesaba en el alma la atormentaba.
– Mi niña, mi dulce Mencía. Por loca me toman y tal vez muy cuerda no me halle, pero no penséis que estos ojos están tan ciegos como dicen que está mi entendimiento, hermana.
Mencía palideció y desvió la vista. No pronunció palabra alguna, mas su mano se deslizó hasta posarse sobre la de la Reina como si la suave pluma de un ave llegase volando desde el cielo. Las dos permanecieron en silencio, reconfortándose la una a la otra. Aquella mañana ya se habían dicho más que suficiente y lo que callaron no merecía ser contado.
Una lluvia fina comenzó a regar los campos Castellanos. Esas lágrimas que las dos mujeres contenían escapaban esta vez de las nubes. El trino de algún pájaro despistado se mezclaba con el golpear de los cascos de los caballos y un juglar recitaba una balada a lo lejos con la voz ahogada en pena, cantando las desdichas de la Reina de Castilla que una vez enloqueció por amor y jamás recuperó la cordura. Triste melodía para una historia que sería recordada durante generaciones.
La historia de la Reina Juana, la Loca.
Magnifica historia, llena de intriga, traiciones, ambiciones y conspiraciones. En ella se deja ver cómo unos y otros intentan aprovecharse de la debilidad mental de Juana la Loca. Por cierto, me parece magnífico el final, el diálogo en el que la reina muestra como se da cuenta de su situación. Te felicito, Jorge
ResponderEliminarGracias Ana, me alegro que te haya gustado. Respecto al final esa es la intención, aunque cada vez que leo la escena me da la impresión de que le falta imprimirle algo más de sentimiento. En cualquier caso vosotros que sois los lectores sois quienes mejor podéis valorar las sensaciones que os deja. Gracias por tomarte la molestia de leerte un relato tan largo. Un saludo.
EliminarQue bueno verte de vuelta Jorge, y qué mejor forma de hacerlo que con este espléndido relato histórico que nos ofreces. Se nota que te has documentado a fondo para conocer bien la desgraciada historia de Juana la Loca.Los diálogos se ven muy pulidos, y la trama está bien tejida. Lo único que echo en falta son descripciones más detalladas como has hecho en otro relatos y que quedan muy bien para ambientar. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Enrique, me alegra verte por aquí de nuevo también, he pasado unos meses bastante liado pero a ver si retomo esto de nuevo. Tienes toda la razón en lo que comentas, de hecho uno de los defectos que le veo a este relato es que se apoya demasiado en los diálogos y eso también cansa al lector. No me parece que sobren diálogos ergo faltan partes más descriptivas. Sin embargo dado que el tamaño del relato ya es de por si un tanto excesivo para un relato corto deseché la idea (y debo reconocer también que porque el relato me estaba cansando ya un poco de tan largo jeje), pero creo que aciertas en tu crítica así que igual le doy una vuelta con un poco más de tiempo y paciencia y añado alguna descripción aquí (en TR dejaré la que hay, que ya no me leen con 45 min si le añado más no te digo). Te agradezco de verdad la crítica porque ayuda mucho a conocer la visión que tiene el lector y a mejorar. Un abrazo.
EliminarEl tiempo y la dedicación necesarios para desarrollar un relato como éste bien merece que le dediquemos un buen rato de lectura. Eso sí, yo me lo he sacado a papel, que me resulta más cómodo.
ResponderEliminarComo te digo, crear esta trama con semejante ambientación histórica es un curro importante, y tú, a mi juicio, lo has hecho de lujo. Has elegido un personaje ideal, enmarcado en un halo de misterio y leyenda que lo hace perfecto para esta historia. La narración me ha parecido impecable, al igual que los estupendos diálogos. Sí, como comenta Enrique, faltan descripciones, también es verdad que eso le da un aire teatral que centra nuestra atención en los personajes, lo que dicen y lo que sienten. La estructura en capítulos que le has dado te ha permitido moverte a tu antojo entre las distintas situaciones de una forma muy ágil.
Lo cierto es que, una vez que comienzas no puedes dejar el relato hasta que terminas, pues la intriga y la tensión están perfectamente conseguidas, con un complot urdido a la perfección mezclando personajes reales con ficticios. Cada capítulo nos lleva a una situación cada vez más sorprendente dentro de la trama, hasta ese final tan a flor de piel con las dos hermanas.
Me ha gustado mucho tu relato, me parece un trabajo excelente y te doy mi más sincera enhorabuena
Un abrazo Jorge
Gracias Isidoro por leer y comentar, la verdad es que valoraciones así lo dejan a uno sin saber muy bien que decir. Hacía tiempo que me rondaba por la cabeza escribir algo sobre este episodio de nuestra historia, pues me parece como dices que daba mucho de sí y al fina la inspiración siempre llega de una u otra forma. Me complace comprobar que has captado a la perfección la estructura del relato, para el escritor es gratificante comprobar que la lectura ha llegado al lector tal cual se pretendía. Respecto a la falta de descripciones, o exceso de diálogos, me remito a lo que le comentaba a Enrique. Os agradezco de verdad la crítica pues era una duda que tenía y los la confirmáis, este tipo de cosas son las que ayudan a crecer como escritor. Abrazos.
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