lunes, 19 de enero de 2015

Muerte en Tres Colores

La mano trémula de la muchacha sostenía, con la dulzura de una princesa, la del moribundo que agonizaba en su lecho de sábanas de seda. Apenas alcanzaba los sesenta, pero su rostro envejecido era el de un anciano carcomido por las tribulaciones que no habían dejado de acosarlo en los últimos años de su vida. En sus sienes casi no crecía ya un mechón de cabello, y la barba que remarcaba la regia barbilla estaba completamente encanecida. Las arrugas zigzagueaban sobre su piel sudorosa y sus labios agrietados balbuceaban, entre las nebulosas del delirio, sílabas candentes como la fiebre que lo consumía.

– Descanse, Padre – sonaron serenas las palabras de la joven, mientras los ojos abiertos del moribundo no dejaban de escrutarla.

– El aliento se me escapa, mi princesa – dijo él con la voz rasgada –  ¡Que más quisiera mi alma que encontrar en la otra vida el descanso que se me ha negado en esta!

Suspiró, y pareció exhalar al mismo tiempo las pocas fuerzas que su cuerpo enfermo pudiera albergar todavía. De fuera llegaba el griterío ahogado de la multitud. No estaba claro si proferían vítores o en cambio escupían alaridos de desaprobación. Hubiera preferido lo primero, pero temía más bien por lo segundo.

– Todo esta bien, Padre – musitó la joven con ternura, al mismo tiempo que depositaba un beso tenue sobre la frente del moribundo – Ahora sólo le toca estar en paz con usted mismo.

Un par de lágrimas asomaron en los ojos del anciano cuando sintió el poso ligero de los labios de su hija en la piel ardiente. La estancia estaba impregnada del aroma de las rosas que reposaban en un jarrón sobre la mesita de noche, pero él sólo captó el olor intenso de su perfume.

– ¡Diez años! – dijo alzando un tanto su voz quebrada – Poco más de diez años. No alcanza siquiera el tiempo en que un niño abandona sus ilusiones para asumir las responsabilidades con que lo castiga la vida; no es tiempo suficiente para aprender, ni para poner en marcha lo aprendido. Pero el viejo fanfarrón no quiso irse antes – apuntilló con una risa débil –  Tenía aguante el muy truhán, a pesar de sus achaques. Y yo… yo abandono este mundo demasiado pronto.

– No piense en eso ahora. Hay un lugar de honor reservado para usted en la Historia, tiene que sentirse orgulloso.

El anciano movió la cabeza con gesto negativo, y un absceso de tos brotó desde el fondo de sus maltrechos pulmones.

– ¡Hubiera querido hacer tantas cosas! – exclamó apretando con tal fuerza la mano de su hija que le pareció que en cualquier momento iban a quebrarse sus huesos – Pero no tuve el valor de enfrentarme a Ellos. Porque Ellos me sostenían y yo a Ellos con mi silencio. ¡Yo pensaba que Ellos me sostenían, pero me equivoqué!

– Hizo lo que creyó mejor para todos, Padre – trató de consolarlo la joven haciendo un esfuerzo por regalarle la mejor de sus sonrisas.

El cabello rubio caía sobre los hombros de la muchacha como finos hilos dorados que parecían ondular con cada movimiento como si la brisa los meciese eternamente, aun cuando el aire de la estancia reposaba en la más absoluta calma. Su porte era digno de su rango, orgullo de sus antepasados y sin duda también de sus herederos. Cada vez que sonreía era como si mil soles brillasen al unísono.

– Ellos no querían perder nada, y para ello tenían que perder muchos otros – volvió a recitar en su delirio – Yo sabía de esa injusticia, pero no fui capaz de ponerle remedio. ¿Qué iba a hacer, oh dioses, pues ello podría suponer el final de mi legado? Y sin embargo no supe ver que quienes lo han perdido todo ya no tienen miedo. No me di cuenta que en realidad eran esos otros y no Ellos, los que de verdad me sostenían. Tal vez ahora sea demasiado tarde.

La muchacha acarició repetidas veces la mano ajada del viejo, cuya mente atribulada no dejaba de torturarse, y siseó pidiéndole en vano que el silencio trajera la paz que tan esquiva le era a su alma. Empezó a tararear una canción con la voz henchida de dulzura y las agujas del reloj de cuco que orgulloso exhibía sus excéntricas pesas parecieron detenerse por un instante, hasta que el moribundo comenzó a hablar de nuevo.

– Y la guerra, la puta guerra vino a complicarlo todo. Quien iba a pensar que los malditos Zares se iban a enzarzar con los Yankees cuando ya habíamos dejado tantos años atrás los fantasmas del invierno. ¡Y todo por un puñado de tierra que no vale más que para cultivar trigo!

– A veces son los hechos los que nos marcan el camino y nosotros debemos adaptarnos a ellos. Usted me lo enseñó y no le faltaba razón – musitó la muchacha, como si volviese varios años atrás en el tiempo reviviendo los momentos alegres de su ingenua niñez.

– Quien nada tiene que perder ha perdido también el miedo,   quien nada tiene que perder ha perdido también el miedo – repitió el moribundo como una letanía, con la mirada clavada en la lámpara adornada de piedras que descomponían la luz en los siete colores del arco iris.

En la estancia se hizo el silencio por un momento. De afuera seguía llegando el griterío de la multitud que se agolpaba en algún lugar frente al edificio. No se podría decir al menos que el anciano iba a morir solo.

– ¿Se sabe algo de tu Madre? – preguntó de repente – Ella no pudo soportarlo, ¿sabes? Todo esto, el peso de las responsabilidades, el tener que elegir entre el blanco y el negro… ella no fue educada como tú. Llevo años sin verla – musitó, como si su hija no estuviese al corriente – ¿Ha llegado ya? – imploró con ansia.

– Ha de estar al caer, Padre, no debe preocuparse por eso. Tan sólo procure descansar.

Por un momento pareció calmarse. Sus ojos se entrecerraron y se abandonó al placer del sueño, agradeciendo a Morfeo los minutos de paz con que le obsequiaba. La joven se incorporó. Contempló aquel hombre que agonizaba como cualquier otro y que sin embargo no sería recordado como cualquier otro hombre cuando la sombra de la muerte lo arrebatase de este mundo. Por un momento se permitió que la tristeza venciera su austera fortaleza, las lágrimas resbalaron por sus mejillas como regueros plateados al albor de los rayos de sol que se colaban por las cortinas. Se acercó al balcón y abrió los ventanales de par en par. Afuera, una multitud que se perdía en lontananza cubría el inmenso patio. Gritaban, saltaban, bailaban incluso, al son de cánticos recitados al unísono como si de una sola garganta se tratase. Parecían alegres, felices, poseídos de una extraña algarabía. Portaban innumerables banderas que agitaban al aire sin cesar cual animadores en un acontecimiento deportivo. Todas eran iguales, Rojo, Amarillo y… Violeta.

– ¡Leonor! – le llegó el grito ahogado de su Padre desde el interior –  ¡Leonor!

La muchacha cerró los ventanales, entrando en la estancia. Se acercó al anciano moribundo y le sonrió por enésima vez.

– Prométeme que lo harás mejor que yo ¡Prométeme que serás una buena Reina!

De nuevo, el rostro de la Princesa se bañó en lágrimas. Tan sólo hacía unos minutos acababa de comprender que ella nunca sería Reina. Era ya demasiado tarde para ello.

– Sí, Padre – dijo sollozando – Le prometo que seré una buena Reina.

E inclinándose, besó de nuevo con dulzura la frente sudorosa del último de los Borbones.



4 comentarios:

  1. Ahora mismo estoy hecho un lío, y a riesgo de parecer un inculto, diré que no sé si narra una un hecho histórico real y por el contrario, es lo que más me convence: que se trata de una especie de distopía que habla del final de los Borbones (esto es lo que más me hace decantarme por lo segundo) y que estamos antes Felipe VI y su hija, la princesa Leonor. Si es así, me ha sorprendido mucho, porque es una historia arriesgada, una distopía que juega con lago muy actual y que solo tú con tu gran talento serías capaz de hacer. Un relato construido a partir de un diálogo que mantiene la intriga hasta el final, puesto que deseamos saber en todo momento de quién narices se trata ambos personajes.
    Un apunte: ''apenas'' es junto, jaja.
    Un abrazo, Compañero.

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    1. Pues sí Ricardo, los personajes son quienes tú crees. Claro que el cuento fue escrito antes de la abdicación de nuestro "amado" rey cazaelefantes, el de los 1.800 millones y las comisiones petroleras que le pagábamos los españolitos. Es un relato muy antiguo, en el que además del error que señalas hay otros que acabo de corregir. Ya ves, todos tenemos un pasado ;) Gracias por pasarte y comentar, y a ver cuando publicas que no se te ve el pelo últimamente. Un abrazo.

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  2. Si no llega a ser por Ricardo se me pasa este magnífico relato. Y es que todavía me estoy recuperando de la sorpresa final. No sé cuántas veces te he dicho que tienes una prosa prodigiosa y es que es verdad. Aunque vaya preparada, siempre consigues dejarme con la boca abierta de lo bien que escribes, ya quisieran muchos escritores "consagrados". Enhorabuena, Jorge. No dejes de escribir nunca. Un beso

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    1. Pero que exagerada eres Ana! ya quisiera escribir como muchos escritores consagrados. Pero gracias por tus cumplidos y por la visita. Besos.

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