Aquel viaje
en tren no fue, no podía ser, como cualquier otro. Sí, contemplaba de nuevo el
paisaje esplendoroso, los campos verdes en los que soñaba corretear sobre su
hierba mullida y un cielo de agosto limpio de nubes, hiriente a la vista con su
azul intenso. Al atardecer, el sol pintaba el horizonte de un encarnado arrogante, acertado símil de lo que acontecía no muy lejos de nosotros. Sin embargo tenía que pelear a cada instante por asomarme a una rendija o
cualquier ventanuco de aquel mastodonte de hierro y madera que nos torturaba con
su traqueteo interminable. El hacinamiento y el hedor a sudor y excrementos se
habían convertido en rutina, y la sed, junto con el hambre, clamaban por el pronto final
de aquel viaje tortuoso. Nunca perdí la esperanza, estaba convencida, lo sigo
estando, de que al término de este camino nos aguarda la redención.