Aquí la lista de relatos premiados
Eduarda corre sobre el empedrado irregular de la ciudad vieja.
—¡Eh tú, Maradona!
A poca distancia, tan cerca que casi puede tocarla estirando el brazo, un policía jadea tras sus pasos. La chica posa la mirada, junto con sus esperanzas, en la esquina donde confluyen las calles Real y Alta. Sabe que si llega hasta allí, estará salvada. Casi cae al suelo al girar, nota como la pendiente se multiplica y le duelen las piernas. Vuelve la cabeza, el madero ha aguantado hasta mitad de la cuesta y exprime sus pulmones apoyado contra una pared. Contiene el deseo de dedicarle un corte de manga, nunca se sabe cómo será la próxima vez. En esta ocasión, la vitalidad de sus dieciséis años ha ganado la partida.
—¿Cuánto ha
caído, jefa?
—Mil pesetas y
esta chupa de cuero. Para ti, Lino, a mí no me queda. Y pásame un peta, joder,
que el día lo merece.
—Marchando una
de maría para la Maradona —José, el Cagas, extiende el brazo con un irracional
temor a quedarse sin la extremidad.
—¿Qué tal tu
viejo?
—Igual, tía.
Desde que cerraron el astillero folla más con la botella que con la parienta, y
eso siempre que no esté vacía.
—¿La botella?
—El astillero,
no te jode.
—Recondición,
creo que le llaman —apunta Jaime.
—Reconversión,
animal. ¡Reconversión industrial!
—No sé por qué
le dicen así, Maradona. Si fuese reconversión no lo cerrarían, digo yo.
—Pues también tienes
razón.
—¿Mañana damos
el palo en la farmacia del Calvario? —pregunta Jero.
—Junto con la
basca de Bichita, ¡va a ser algo grande! Y sed puntuales, coño, ¡que os conozco!
Sentados bajo
los soportales de la plaza del Berbés los envuelve el aroma a ropa limpia de la
colada recién tendida en los balcones, maridado con los efluvios del vino
rancio que se sirve en la taberna. Las campanas de la colegiata de Santa María
tañen por encima de los tejados y las putas comienzan a tomar posiciones en las
esquinas con la caída de la tarde. Flota en el aire cierto poso de fatalidad
que impregna un mundo prendido con alfileres, a punto de hacerse añicos por
momentos. Y sin embargo, esa realidad que no deja de bordear el abismo les
resulta, en ocasiones, acogedora.
Despunta el
ocaso en la playa de Samil. La silueta de las Islas Cíes, recortada a fuego
sobre la lengua de mar de la ría, embellece el horizonte. La pandilla llegó a
mediodía, subidos a un autobús al que accedieron por la puerta de atrás. Nadie
tuvo valor de recriminárselo. Eduarda se ha apartado hasta unas rocas. Le ondea
con la brisa el cabello rizado que, junto a la habilidad para dar patadas a un
balón, le han valido su apodo. La acompaña el Jero, quien no deja escapar la
ocasión de pasar un rato a solas con ella. Allí sentada, con el bikini del
color de sus bucles, le parece incluso femenina.
—¿Sabes, Jero?
Siempre que vengo aquí pienso que puede ser la última vez. Yo moriré joven, lo
sé. Joven y sola.
—¿Por qué
dices eso? Nadie sabe cuándo va a palmar.
—Todo pasa
demasiado aprisa. Además, sueño con ello.
—Eso son
tonterías. Yo a veces sueño que vuelo y, de repente, empiezo a caer y la
espicho contra el suelo.
—No es lo
mismo, Jero.
—El día que
muera, pienso tener tantas aventuras que contar que hará falta otra vida para
decirlas todas. Por eso no me va a importar morirme. Y a ti tampoco, Maradona.
—No habré
hecho nada bueno, tío. Nada, salvo gastar parte del botín en comprar gusanitos
para los niños que van al cine en los Salesianos el sábado por la mañana.
—Algún día
conocerás a un gicho y entonces, se los darás a los tuyos —sonríe, azorado, el
muchacho.
Una gaviota
pica el vuelo hacia las aguas, rozando sus cabezas mientras grazna. Eduarda
señala al horizonte teñido en sangre.
—¿Lo miras? El
sol nos dice hasta mañana.
—¿Ves? Ahora
eres poeta. ¡Ya hiciste algo bueno!
—Calla,
idiota. Y déjame el mechero —añade sacando un canuto de la mochila— que ya me
entra el mono.
Voces. Oye voces a lo lejos y en su interior
que buscan porqués sin encontrar respuesta. Eduarda escapa por las empinadas
calles de la Herrería; su barrio, su casa. En otro tiempo hubiera tardado un
suspiro en atravesar los estrechos callejones. Un instante en alcanzar, en la
parte alta, los despojos de un castillo de San Sebastián sacrificado en aras de
una modernidad que para ella solo ha significado miseria. Pero los años transcurrieron
como si uno fuesen diez, y se ahoga con cada nuevo paso. Se detiene a descansar,
inclinada con los brazos apoyados en las rodillas. Contempla la procesión de
círculos rojizos que trazan una hilera punteada sobre sus venas. Escupe al
suelo. Vuelve la vista atrás, es consciente que Jaime y el Cagas han caído. De Lino
y Jero no sabe nada. Escucha correr a su alrededor. Se obliga a moverse. Los
muros de piedra semejan un laberinto que gira dentro de su cabeza. De repente,
al doblar un recodo, tropieza de bruces con alguien.
—¡Ostia, Jero!
Lo que no han conseguido los maderos lo vas a hacer tú ¡casi me matas!
Los ojos
desencajados del chaval se clavan en los suyos. Sus facciones, otrora agraciadas,
invocan ahora lo decrépito de la senectud. Eduarda no lo recuerda así, o no
quiere recordarlo. Parece como si desde que lo vio por última vez hubiesen
transcurrido décadas, y no minutos. Se pregunta si su mismo rostro arrojará esa
imagen fantasmal, como de un futuro lejano que ya es presente.
—No quería
hacerlo, Maradona. ¡No quería! Había sangre por todos lados. El segurata se
arrojó sobre mí y tuve que apuñalarlo. Lo entiendes, ¿verdad? ¡Dime que lo
entiendes!
—Ya no
importa, Jero. No importa. Lo hiciste bien.
Se escucha un
¡alto! ordenado con nerviosismo. El policía avanza en solitario a grandes zancadas
por la cuesta.
—O libres o muertos,
recuerda. ¡Vamos!
Los
pandilleros reanudan su fuga. El agente los advierte de nuevo y apunta a los
chavales con su arma. La mano le tiembla sobre un horizonte que perfila dos
figuras que casi se pierden entre la maleza desaliñada al final del callejón.
Ya ha habido un fallecido, que escapen no es una opción.
El eco del
disparo ahoga un grito. La sangre mancha el empedrado musgoso de la parte alta
de la Herrería. Es una tarde como cualquier otra para morir.
—Maradona, ¿te
acuerdas de aquel día en la playa? —la voz de Jero es apenas un susurro acunado
por la brisa— Vive por mí todas esas vidas… que yo no voy a poder vivir.
Eduarda no recuerda la última vez que lloró. No
recuerda siquiera haber llorado nunca. Pero si alguien merece las lágrimas que
resbalan incontenibles por sus mejillas es, sin duda, el chaval al que se le
escapa el alma acurrucado entre sus brazos.
Y hunde la
cabeza en su pecho. Y los sollozos se le mezclan con sueños que se deshacen. Y
una vida termina, apenas sin haber comenzado.
La habitación
es blanca, impoluta, tan diferente a lo que está acostumbrada que le parece
irreal. Pensaría que es libre si no fuera porque en las ventanas de la
enfermería, también hay rejas. Gira la cabeza, junto a ella solo ve un cuervo
con alzacuellos que le toma la mano. El rostro demacrado se le contrae y
consigue que de sus labios resecos se deslicen unas palabras.
—No se imagina lo que daría, padre, por volver a
empezar de nuevo.
Siente que la
presión sobre su extremidad se incrementa. Le cuesta tragar y tose.
—No había
futuro, ¿sabe? Qué íbamos a hacer, si hasta de comer faltaba en casa muchas
veces. ¡Teníamos tantas ganas de aventuras!
Su cuerpo
consumido aparenta haber soportado varias vidas.
—Yo lo quería.
Tal vez no lo demostraba demasiado. Seguramente él nunca lo supo. Pero lo
quería, joder ¡lo juro!
Se enjuga con
la sábana. Algunos recuerdos todavía tienen el poder de humedecerle los ojos.
—¡Era tan
joven, como corría! Robaba el balón y driblaba a uno, a dos… nadie podía
pararme, llegaba hasta la portería, chutaba y… ¡gol!
Donde Eduarda
cree ver al hombre vestido con el clergyman, tan solo está la sombra del gotero
sobre la pared. Con cada movimiento, en su mano se clava más la aguja. En un
gesto de rabia toma al cura imaginario por las solapas.
—Me llamaban
Maradona, ¿sabe padre?
Aspira entre
estertores una bocanada y musita su última frase.
—La Maradona.
No me extraña ese accesit. Es impresionante. Impresionantemente bueno. Felicidades.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias Chema.
Eliminar¡Enhorabuena, Jorge! Y estoy con Macondo, no me extraña nada, es increíble.
ResponderEliminarSe visiona como una película de género quinqui. Ves a esos chicos sin nada, creyéndose poderosos, sin miedo, como si en realidad fueran justicieros. Y lo mejor es que percibes el traqueteo, el correr de esa vida que se les escapará tan rápido.
Muy, muy bueno.
Un fuerte abrazo.
Gracias Irene. Esa era la idea, presentar a unos chavales que se creen dueños del mundo para luego ver como se dan de bruces con la realidad. Un abrazo.
Eliminar¡Hola, Jorge! Bueno, lo primero es felicitarte. No solo por el reconocimiento, que también, sino por el relato que has escrito. Un relato de género negro que nos muestra la fatalidad con la que nacen tantos seres humanos. Ese final es especialmente emotivo, esa conversación íntima y moribunda con la que la Maradona se da cuenta de que nunca tuvo opción, por más que el bienquedismo de hoy intente ocultar bajo un tazón de azúcar que estamos muy lejos de la igualdad social. El crimen es un síntoma de una enfermedad, en la mayoría de casos no es una opción, sino el único camino posible para quienes no han tenido la fortuna de nacer en las circunstancias adecuadas. Todos tenemos sueños, incluidos los delincuentes, como muestras en tu relato. Resalto, además, la ambientación y el uso de la jerga quinqui que muestra cómo has mimado su escritura. Un fuerte abrazo!!
ResponderEliminarHola David. Muchas gracias por la felicitación, es el primer premio en un concurso digamos "oficial" y me hace especial ilusion. Afortunadamente la sociedad de hoy no es la de los 80 en cuanto a oportunidades y asistencia social, pero no es menos cierto que las sociedades occidentales y europeas, y la española por tanto, involucionan en ese sentido respecto a años atrás, síntoma de la decadencia que parece imparable del mundo occidental frente al empuje de las nuevas potencias. Un abrazo!
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