Lo más
gracioso fueron los dos gorilas que me cachearon a la entrada, ¡si ellos
supieran! Tampoco había mucho donde rebuscar más allá de mi camisa caqui, los
bolsillos de las bermudas y mi inseparable turbante. Después, con malos modos,
me acompañaron hasta la puerta del despacho tras la que ahora montan guardia.
El hombre gordo y trajeado me mira altivo, sentado en su sillón encuerado. Fuma un puro con parsimonia y, de vez en cuando, escupe sin disimulo hacia mi rostro el humo espeso, que me hace toser. Las paredes están forradas en madera, como atrapándome en el oscuro camarote de un galeón. Me ha parecido distinguir un Renoir. Desde una esquina, la cabeza melenada de un imponente felino me observa desafiante. Al fin, el gordo se digna a hablarme tras la maciza mesa de roble.