Mis
piernas temblaban cuando fui a comprar el telescopio. Me sentía culpable, como
si descubrir los secretos indecibles que se extendían más allá de la ventana
fuese un sacrilegio. Y quedé atrapado en ese pecado, alimentándome cada noche
de la ambrosía que emanaba de aquella estrella celestial.
Era muchas en una. Berenice, con la cabellera ondeando al viento. Casiopea, sentada frente al espejo forzando muecas irreverentes, cual niña traviesa. Andrómeda, las formas insinuándose bajo la fina seda, tumbada en el lecho, a veces leyendo, otras garabateando quien sabe qué pensamientos sobre un diario; ojalá poder robarlo, ojalá acceder a su corazón plasmado en tinta. Virgo, la promesa de un futuro siempre esquivo.
Aunque
para virgo, yo mismo.
No
me impacientaba la hora del clímax. Cuando acontecía, me recreaba en la tela
desposeyendo su cuerpo, la voluptuosidad de aquellos senos apuntando a mis
sentidos, la quemazón hiriente de la lujuria que rezumaba la redondez de sus
caderas. Después, las sábanas la abrazaban y con un clic imaginario se hacía la
oscuridad. La lente quedaba opacada hasta la sucesiva noche, pues no tenía ojos
sino para esa única estrella.
Hasta
aquel día.
Fijó
las pupilas justo donde yo estaba. ¿Me habría visto? ¡era demasiada la
distancia! Se acercó a la ventana y, sin dejar de mirarme, sonrió. Su expresión
se deshizo en un mar de constelaciones. Y la persiana cayó como un reproche silente.
Permanecí
unos minutos hipnotizado, la incertidumbre susurrando a mi oído, la culpa
atenazándome.
Y
entonces sonó el timbre.

«Y los sueños, sueños son».
ResponderEliminarBuena aportación.
Un abrazo.