Mis
piernas temblaban cuando fui a comprar el telescopio. Me sentía culpable, como
si descubrir los secretos indecibles que se extendían más allá de la ventana
fuese un sacrilegio. Y quedé atrapado en ese pecado, alimentándome cada noche
de la ambrosía que emanaba de aquella estrella celestial.
Era muchas en una. Berenice, con la cabellera ondeando al viento. Casiopea, sentada frente al espejo forzando muecas irreverentes, cual niña traviesa. Andrómeda, las formas insinuándose bajo la fina seda, tumbada en el lecho, a veces leyendo, otras garabateando quien sabe qué pensamientos sobre un diario; ojalá poder robarlo, ojalá acceder a su corazón plasmado en tinta. Virgo, la promesa de un futuro siempre esquivo.
