La frontera
entre la belleza y la deformidad, entre la vida y la muerte, es tan solo una
línea que culebrea sobre las formas sinuosas de la colina. Mateo se empapa del
paisaje con la mirada de un niño de doce años. A un lado, centenares de
cadáveres de eucalipto se sostienen a duras penas sobre la tierra quemada,
gimiendo cuando el viento comba sus grotescos troncos calcinados. Del otro, el
bosquecillo húmedo de hayas, robles y castaños rezuma lozanía y autoridad; aún
resuena en la espesura el ¡alto! que la hojarasca impuso a las
llamas que asolaron los montes dos días atrás. Todavía se huele el hollín
envenenando el aire. Y no deja de sorprenderle que, a pesar de su cruel
ferocidad, el fuego se haya acobardado ante el señorial porte de esos leños centenarios.