El bullicio henchía la taberna aquella noche de diciembre. Era el año 1808, y yo apenas una jovenzuela que servía viandas a quienes se resguardaban de la nevada a unas leguas de Tordesillas. Se abrió la puerta de forma abrupta y junto con un aire helado entraron unos gabachos uniformados. Desalojaron la estancia, exceptuando al dueño y la servidumbre. No tardó en aparecer una comitiva de hombres altivos, vistiendo ropas engalanadas de condecoraciones. Sentáronse a una de las mesas y ordenaron que se les sirviera vino, lo cual me apresté a hacer sin dilación. Varios de los generales no tuvieron reparo en recrearse en la linde de mi corpiño y alguno hizo el amago de deshacer el lazo que cerraba el escote, ante las risotadas de sus compañeros.