Gruesos muros
de piedra atrapan el silencio. El sol de la mañana se cuela por las vidrieras y
proyecta un haz luminoso que colorea el centro de la nave. Huele a incienso y a
cera derretida. En un banco solitario, una mujer de mediana edad hinca las
rodillas sobre el reclinatorio, sus medias de lycra no evitan que la madera se
le clave en la piel. «Por favor, oh Dios, no te lo lleves tan pronto. No lo apartes aún de
mí».
Apenas un susurro se le escapa
entre los labios, tal vez teme que romper la quietud del lugar santo pueda
suponer una ofensa hacia aquel que todo lo puede.
    «Pero si esa es tu voluntad, tan solo te suplico que abras
sus ojos y vea la luz, que se humille ante ti antes del último aliento, como yo
lo hago en este mismo instante. ¡No nos condenes a separarnos para toda la
eternidad!»
Un sacerdote orondo de gruesa papada camina por el pasillo. Atisba las lágrimas de la mujer humedeciéndole los ojos, mas nadie debe interrumpir cuando se habla con el Altísimo. Las tribulaciones de aquella sierva de Dios no son de su incumbencia. Todavía no.