martes, 23 de julio de 2019

El último día de Sara

Antes de abrir la puerta, sólo escuchaba susurrar al miedo.

Era una familia extraña, pero de trato correcto. La señora, una mujer alta y delgada de tez pálida y unos cincuenta años, parca en palabras como nadie, me hablaba siempre de usted y mantenía las distancias, aunque en ocasiones hasta se le escapaba una sonrisa. El marido, por contra, solía sentarse a la noche en el sillón sin soltar su pipa, embutido en un traje gris y con una novela en la otra mano; después que yo hubiera acostado a los niños platicaba acerca de sus viajes de negocios o sobre las últimas novedades literarias. El trabajo no estaba mal pagado, aun teniendo en cuenta lo solitario de la casona. Sólo ponían una desconcertante condición: No abras jamás La Puerta. 

Aquella noche ambos habían salido. Los pequeños dormían y yo miraba con un hormigueo en el estómago hacia el final de la escalera.