domingo, 20 de mayo de 2018

Hasta siempre, soledad

Encontré aquel lugar en Barcelona de casualidad.

La plaza forma un cuadrado delimitado por la iglesia de un viejo monasterio barroco y  varias fachadas renacentistas. Hay en su centro una fuente octogonal labrada en piedra con un surtidor en medio, junto a la fuente un árbol espigado y a su vera, la soledad.

No es una visitante ocasional que aparece y desaparece a su antojo. Ella forma parte del entorno, como los vetustos adoquines que tapizan el suelo o el rosetón que emulando un ojo omnipotente todo lo observa desde la fachada de la iglesia. Ella vive allí y sin su presencia la plaza no sería la misma.

Me hallaba en la ciudad por trabajo y a la noche me gustaba salir a pasear hacia el barrio Gótico. Deambulando sin un rumbo fijo el lugar se me apareció como por ensalmo. Tiene tan sólo dos entradas, la primera llegando desde un callejón estrecho y oscuro junto a la Catedral tras pasar bajo un arco entre dos casas, y otra en el extremo opuesto hacia el corazón del casco histórico. Desde entonces tenía por costumbre parar allí antes de ir a dormir. Supongo que nunca he sabido muy bien cómo encontrarme conmigo mismo.

sábado, 12 de mayo de 2018

La vida en el espejo

Fue una velada divertida a pesar de todo, Marta tenía que reconocerlo.

Al comenzar el curso habían alquilado la pequeña casa cercana al Campus. La encontraron por un precio módico y les pareció más cómodo que irse a un piso en la ciudad.

Noche de viernes junto a sus compañeras de estudios, Esther e Iria. Habían acudido también los novios de ambas, Jose y Marcelo. Ideal para olvidar la dura época de exámenes, le dijeron. Cena rápida con unas pizzas que habían encargado por teléfono, El sexto sentido en el televisor y para terminar, la sesión de ouija que sus amigos se habían empeñado en realizar a pesar de los reparos iniciales de Marta.

¿Ves como no ha ocurrido nada, boba? —le recriminara Iria mientras daba cuenta de las raciones que habían sobrado.

A lo mejor tenía miedo de que un espíritu se escapase del vaso, ¡Uhhhh…! —se burló Jose.

martes, 1 de mayo de 2018

Al final del arcoiris

Tenía doce años y no pocas ilusiones. Todos los días caminaba dos kilómetros hasta la escuela y otros tantos a la vuelta. Parte del trayecto me acompañaba Jenny, una niña un año mayor que yo. Jenny era diferente a cualquier otra chica, de hecho no tenía que ver con la idea que alguien pudiera hacerse de una niña de su edad. En cierta ocasión se enfrentó a un grupo de muchachos que no dejaban de acosar a una amiga y el líder se llevó tal golpe que tuvieron que coserle la ceja. A Jenny le costó un labio abierto y una semana de expulsión, pero jamás nadie se atrevió a encararse con ella. 

¿Nunca te has preguntado qué hay al final del arcoiris? —me miró torciendo el gesto, como si la hubiera interrogado de la forma más ingenua.

Me crié en tierras de extensas llanuras cubiertas de cultivos e interminables pastos. Mi familia era pobre, había nacido el cuarto de cinco hermanos y vivíamos en una cabaña en medio del campo, algo alejados del pueblo más cercano. Una exangüe carretera cruzaba el llano, apenas transitada por algún coche de manera intermitente. Ha pasado el tiempo pero ese recuerdo permanece anclado en mi memoria. Los paisajes y colores que nos acompañan en la infancia tienen la magia de confundirse con nuestra esencia. Y aquellos fueron los míos.