La plaza forma un cuadrado delimitado por la iglesia de un viejo monasterio barroco y varias fachadas renacentistas. Hay en su centro una fuente octogonal labrada en piedra con un surtidor en medio, junto a la fuente un árbol espigado y a su vera, la soledad.
No es una visitante ocasional que aparece y desaparece a su antojo. Ella forma parte del entorno, como los vetustos adoquines que tapizan el suelo o el rosetón que emulando un ojo omnipotente todo lo observa desde la fachada de la iglesia. Ella vive allí y sin su presencia la plaza no sería la misma.
Me hallaba en la ciudad por trabajo y a la noche me gustaba salir a pasear hacia el barrio Gótico. Deambulando sin un rumbo fijo el lugar se me apareció como por ensalmo. Tiene tan sólo dos entradas, la primera llegando desde un callejón estrecho y oscuro junto a la Catedral tras pasar bajo un arco entre dos casas, y otra en el extremo opuesto hacia el corazón del casco histórico. Desde entonces tenía por costumbre parar allí antes de ir a dormir. Supongo que nunca he sabido muy bien cómo encontrarme conmigo mismo.