martes, 20 de enero de 2015

El Naufragio del Serpent


I
Corría la década de 1970 cuando Michael Bickerton puso sus pies por primera vez en el pueblo de Camariñas, en plena Costa da Morte gallega. Unos días antes había tomado el ferry en su Plymouth natal, al suroeste de Inglaterra, desembarcando en la ciudad de Santander desde la que consiguió arribar a aquel perdido lugar tan cercano al fin del mundo. Mediaba la mañana y el tibio sol de primavera comenzaba a ahuyentar el frío húmedo de la madrugada. Las gaviotas sobrevolaban la villa saludando al visitante con sus graznidos, trazando círculos en un cielo azul que tras la lejana línea del horizonte se confundía con el mar.

El inglés dirigió sus pasos hacia el ayuntamiento, dando un corto paseo por el puerto. Su elevado porte junto con el pelo rubio y su tez blanca no pasaron inadvertidos a los curtidos pescadores que deambulaban por la dársena. En el consistorio lo fueron pasando de funcionario en funcionario hasta que consiguió dar con la persona adecuada. La joven era pelirroja, el cabello largo le caía ensortijado sobre los hombros y su cara estaba decorada con simpáticas pecas. De mediana estatura y físico agraciado, rondaría los veinticinco años. Se presentó como Coral y tras las debidas formalidades lo atendió con una sonrisa, mas cuando el extranjero desveló el propósito de su visita no pudo disimular una mueca de asombro. No era habitual que un forastero llegase preguntando por asuntos como aquel.



 Así que desea usted información sobre el naufragio del Serpent y el Cementerio de los Ingleses – repitió la muchacha como si quisiera cerciorarse, todavía sorprendida.

– Me gustaría visitar la zona, si es posible – añadió el hombre con su inconfundible acento.


– Todo es posible, pero me temo que hacer el trayecto a pie puede ser un tanto excesivo – replicó Coral, reparando en el macuto que el joven portaba al hombro.


–  No tengo transporte – confirmó el inglés encogiéndose de hombros.


Aquel muchacho poco previsor y con cara de despistado cayó en gracia a la pelirroja, que lo miraba preguntándose que extraño anhelo lo habría movido a emprender tan largo viaje para sumergirse en uno de los más trágicos naufragios de la Costa da Morte. Se le antojó que, después de todo, alguien que provenía de las mismas islas que sus propios ancestros tenía que ser bondadoso.


– Da la casualidad de que yo sí tengo coche y termino mi turno en una hora – dijo asiendo un llavero que lucía un doble chevrón como emblema, mientras su sonrisa se contorneaba en una mueca traviesa –  ¡Si quieres, podemos acercarnos juntos!


II


El destartalado dos caballos traqueteaba sobre la pista sin asfaltar que bordea la costa desde Cabo Vilán hacia la solitaria playa de Trece. A Michael Bickerton se le habían pasado muchas cosas por la cabeza cuando la joven le mencionó el vehículo pero jamás hubiera imaginado que cabalgaría por aquellos caminos montado en lo más parecido a un tiovivo. Después de visitar el vetusto faro enclavado en la roca, que como fiel cancerbero se erigía en dueño y señor de los agrestes acantilados, los dos muchachos habían tomado el camino hasta el lugar del naufragio. Durante el trayecto el mar bramaba junto a la trocha estrellándose sin pausa contra las rompientes y salpicando de espuma las rocas. Si ese era el aspecto del océano en aquella primaveral jornada, el inglés no quería ni imaginarse el dantesco espectáculo que debían haber vivido los tripulantes del buque de Su Graciosa Majestad cuando naufragaron hacía casi un siglo.


Al fin, tras unos minutos de trayecto, llegaron a su destino. Coral estacionó el vehículo a un lado del sendero y se internaron a lo largo de un promontorio que se elevaba sobre los alrededores, hasta llegar frente a un pequeño camposanto. El cementerio estaba formado por unas lápidas desperdigadas que trataban de ser devoradas por algunos hierbajos insolentes y rodeado de un agreste paisaje. Frente a ellos penetraba en el mar el saliente rocoso de Punta Boi, sobre cuyos escollos había encallado el H.M.S. Serpent décadas atrás. A su derecha se abría el amplio arenal de Trece, salpicado de dunas y circundado por escarpados bordes cubiertos de vegetación que rodeaban la playa formando una media luna.


Tras echar un vistazo a los alrededores los jóvenes se sentaron sobre la hierba con la mirada perdida en el paisaje. La brisa soplaba por momentos en airadas ráfagas encabritando el ígneo cabello de Coral que flameaba al viento como si se tratase de las llamas caprichosas de una hoguera. El mar embravecido lanzaba las olas contra los cantiles, desintegrándolas en innumerables gotas transportadas por la ventisca que eran escupidas sobre los rostros de los muchachos, mientras las gaviotas planeaban por encima de sus cabezas emitiendo graznidos que se mezclaban con el rumor del oleaje. Después de varios minutos en los que dejaron hablar únicamente a la naturaleza, la chica se dirigió a Bickerton sin despegar la mirada de las rompientes.


– Curioso destino para un inglés y una descendiente de escoceses.


– ¿Tu familia es de Escocia? – preguntó Michael, sorprendido.


– Mi bisabuelo era un emigrante escocés que vino a parar a estas tierras. Por lo visto no le fue mal en los negocios y se hizo con una fortuna considerable. Construyó un caserío en la aldea de Xaviña, en el que vivió hasta su muerte. Para mi desgracia de aquella riqueza ya no queda nada y nos dejó tan solo la pequeña mansión.


– ¿No me digas que vives en un… como se dice aquí… Pazo?.


– No sólo vivo en él si no que ahora mismo soy la única heredera – rió Coral.


– No me disgustaría pasar una noche en un lugar así – pensó Bickerton en voz alta.


– Pues como comprenderás la casa se me hace grande y suelo alquilar habitaciones, aunque no para mucha gente por estos lugares – se quejó la chica – Si no tienes donde alojarte puedo dejarte una por un precio asequible.


– ¡Trato hecho! – confirmó el inglés con su macarrónico acento.


– ¡Choca esas cinco! – bromeó Coral tendiéndole la mano.


– Y ahora que hemos hecho negocios juntos, ¿vas a contarme algo sobre el naufragio? – le apremió Michael tras una breve pausa.


La muchacha lo miró como diciéndole “no sabes donde te has metido, puedo estar horas hablando del tema sin parar”, pero se contuvo y asintiendo comenzó a relatar la historia del navío y su tragedia.


– En Noviembre de 1890 el buque inglés Serpent partió del puerto de Plymouth con destino a las colonias británicas del sur de África. Oficialmente debería relevar a su gemelo el Archer y prestar servicio frente a las costas Sudafricanas y en el litoral occidental del continente. El barco llegó a la costa gallega el 10 de Noviembre en medio de un temporal. Por diversas circunstancias, atribuidas a varios errores de navegación, terminó encallando justo aquí mismo, en el saliente de Punta Boi.

Michael Bickerton dejó volar la mirada hacia las rompientes que se divisaban en la lejanía rodeadas por las nevadas crestas de las olas. Costaba imaginar que un lugar tan bello fuese a su vez la tumba de tantos marineros.


– El barco fue tragado por el mar en menos de una hora – prosiguió la chica – y al día siguiente la playa y los acantilados aparecieron cubiertos por los restos del naufragio junto con los cuerpos de los marineros ahogados. Los habitantes de la aldea de Xaviña y la villa de Camariñas, capitaneados por el párroco de la primera, arriesgaron sus vidas para recuperar la mayor parte de los cadáveres. Los marineros fueron enterrados aquí y a partir de ese momento este lugar es conocido como el Cementerio de los Ingleses.


– Muy trágico, la verdad – interrumpió Bickerton.


– A los pocos días llegó otro barco inglés, el Lapwing, consagrándose el cementerio desde su cubierta – continuó Coral, que ya había cogido carrerilla – En agradecimiento al comportamiento de las gentes, el Almirantazgo Británico regaló una escopeta al párroco de Xaviña, un reloj de oro al alcalde de Camariñas y al pueblo un barómetro que todavía se puede ver en la fachada de una de las casas del puerto. Sin embargo de los otros dos obsequios no se sabe nada en la actualidad. Tras el naufragio, durante muchos años los barcos ingleses al pasar frente a estas costas lanzaban una salva en honor a los desaparecidos y como agradecimiento al comportamiento de sus gentes.


– ¡Es una historia apasionante! Confieso que de todas las veces que he tenido ocasión de escucharla nunca me había sonado tan bonita.


– Pero, ¿es que ya la conocías? – se indignó la chica mientras le dirigía una mirada de reprobación.


– En realidad sí, pero me apetecía oírla de tu voz – se justificó Michael entre carcajadas.


Coral le propinó un empujón al tiempo que acompañaba sus risas.


– ¡A ver, listo! – añadió en tono de burla – De la historia oculta del naufragio, esa en la que se mezclan realidad y leyenda, seguro que no tienes ni idea – le desafió.


En el rostro del muchacho se formó una mueca de asombro e intriga a un mismo tiempo. El cielo antes azul comenzaba a cubrirse con unas nubes que amenazaban tormenta. Coral retomó su relato, a sabiendas de que había captado la atención del inglés.


– Se cuenta que el Gobierno Británico necesitaba enviar dinero a las colonias para pagar el salario de sus soldados. Esta cantidad fue repartida en dos cofres llenos de monedas de oro a bordo del Serpent, que era escoltado por el Lapwing. Los piratas de tierra gallegos, conocidos como raqueiros, fueron alertados por sus colegas ingleses, que disponían de contactos en las altas esferas y planearon hacerse con el botín. Consiguieron sabotear el faro de Cabo Vilán y simulando las luces en movimiento de un barco mediante un par de antorchas atadas a una vara que hacían oscilar hacia los lados, llevaron al Serpent a seguir su estela y encallar en el Boi. Sin embargo, debido al temporal no pudieron llegar hasta el barco y el tesoro se hundió junto con el navío. Dice la leyenda que el Lapwing volvió al cabo de unos días con la intención de recuperar los dos cofres y logró encontrar uno de ellos. Sin embargo el segundo nunca pudo ser rescatado y como el gobierno Británico no quería reconocer la existencia del tesoro, la visita se camufló como un viaje de agradecimiento de las autoridades inglesas.


–  Realmente has conseguido sorprenderme, no sabía nada acerca de esa leyenda – se confesó el inglés una vez que la chica hubo terminado de hablar.


– En realidad no son más que cuentos, aunque se han publicado algunos libros haciéndose eco de la historia – añadió Coral – De todas formas, creo que a cualquiera de los tres supervivientes, más que el tesoro les importaría salvar sus vidas.

– ¿Has dicho que hubo tres supervivientes? – repitió Michael, como si no hubiera escuchado.

– Sí, tres marineros, Edward Bourton, Frederick Gould y Onesiphorus Luzón, fueron los únicos de los 176 tripulantes que no murieron en el naufragio – le instruyó la muchacha.


– Me temo que eso no es del todo exacto – aseveró el joven.


– Estoy segura de lo que digo – se justificó Coral – Todos los documentos históricos confirman ese dato.


Michael Bickerton la miró a los ojos, al tiempo que una media sonrisa que parecía ocultar algo se le dibujaba en el rostro.


– Te equivocas – replicó con convicción – ¡Mi bisabuelo, Robert Bickerton, también sobrevivió a la tragedia!


Coral clavó la mirada en el chaval mientras su faz se contorsionaba en una espontánea mueca de asombro. En ese justo momento, comenzó a llover.



III


El vetusto dos caballos estacionó en un prado rodeado por un muro de mampostería. Las nubes pasajeras dejaban caer las últimas gotas de la tormenta, que se entretenían en salpicar todavía los alrededores. Frente a ellos se alzaba un Pazo erguido sobre altivas paredes de granito en parte cubiertas por una retorcida enredadera. Los jóvenes corrieron por un sendero empedrado bajo los postreros estertores con que moría la llovizna, hasta alcanzar el portalón que daba acceso a la casona. Coral hurgó en el bolso y tomó una pesada argolla que sujetaba dos llaves herrumbrosas.


– Siempre me digo que tengo que cambiar la cerradura pero al final termino pensando que conservar la antigua no deja de tener su encanto – se justificó, mientras introducía la llave más grande en el cerrojo.


– ¿Y la segunda? – preguntó Bickerton con curiosidad.


– ¡Ah!, ese es uno de tantos misterios de esta casa – respondió Coral con una enigmática inflexión en la voz – Nadie ha sabido decirme que es lo que abre, tengo la esperanza de poder averiguarlo algún día.


Penetraron en la vivienda, a Michael le invadió la sensación de estar asaltando una antigua fortaleza. Ante ellos se abría un amplio recibidor del tamaño de una habitación pequeña; al fondo ascendían las escaleras de piedra con barandilla de madera. El resto de las estancias eran espaciosas, la mayor parte de ellas no estaban destinadas a ningún uso en particular y parecían las salas de un arcaico museo. Todo el mobiliario era antiguo, dándole al lugar un aspecto dieciochesco. Incluso las lámparas que como arañas colgaban de la techumbre contribuían con sus singulares formas y su luz amarillenta a acrecentar el halo misterioso que envolvía aquel lugar. En el piso superior se hallaban diseminadas las habitaciones, en la misma tónica que en la planta baja. El olor de la madera vieja lo impregnaba todo, como si aquella morada fuese el camarote de un galeón de épocas pasadas.


Tras mostrarle su habitación, Coral dejó que el inglés se instalase mientras ella preparaba una frugal cena. El ocaso llegaba hasta aquellas tierras meigas plagadas de leyendas y ocultos secretos escondidos en sus mares y sus bosques, y el cielo se teñía de un mortecino escarlata que proyectaba una luminiscencia desvaída a través de las ventanas. Cenaron a la luz de un candil que hacía bailar alegres sombras contra las paredes. Al terminar, Coral se interesó por aquel misterioso Robert Bickerton que su huésped había mencionado.


– Así que tu antepasado formaba parte de la tripulación del Serpent.


– Cierto, era uno de los oficiales del barco.


– ¿Y como puedes estar tan seguro de que fue uno de los supervivientes? – se empeñó en rebatir la chica –  Ya te he dicho que no hay constancia de que eso sea cierto.


– Lo sé, en ningún texto se hace referencia a él. Sin embargo me consta que no murió ahogado. Por lo visto en mi familia también tenemos antiguos secretos.


– Te va a costar convencerme de ello – rió Coral, desafiante – A estas alturas te habrás dado cuenta de que soy una experta en la materia.


Michael Bickerton aceptó el desafío con una sonrisa y se dispuso a relatar su parte de la historia.


– Cuando ocurrió la tragedia, todos en la aldea de pescadores en la que vivían mis antepasados dieron por muerto a Robert Bickerton. A los pocos meses del naufragio mi bisabuela Elisabeth Bickerton comenzó a recibir envíos de dinero que llegaban desde Galicia, remitidos por alguien de la zona. Nunca supieron el motivo que animaba a quienquiera que fuese el benefactor a mostrarse tan generoso, pero lo cierto es que eso la permitió vivir a ella y a su hijo con dignidad. La situación se mantuvo hasta el año 1910. Fue entonces cuando llegó la carta.


– ¿La carta? – inquirió Coral, a la que la historia empezaba a resultarle de lo más intrigante.


– Sí, la carta del hombre que había estado enviando el dinero.


– Pero, ¿Qué decía esa carta? – apremió la chica, a la que las ansias de saber la carcomían por dentro.


Michael se tomó su tiempo, había llegado el momento de apuntarse un tanto en revancha por la historia de tesoros y piratas que ella le había relatado y así empatar la contienda.


– Se mencionaba que en realidad Robert Bickerton no había fallecido en el naufragio, sino que sobrevivió y fue acogido por éste hombre. Sin embargo, Robert murió a los pocos meses sin poder volver nunca a casa. Su mentor se apiadó de su familia, sobre la que el marinero le había hablado, y cada cierto tiempo les enviaba dinero para que pudieran subsistir. Desconozco por qué Bickerton no regresó a Inglaterra junto con los otros tres náufragos y el motivo por el cual la Historia no habla de su existencia. En la carta se decía algo más…


– ¿El qué? ¡cuenta! – dijo Coral conteniendo la respiración.


– Pedía que el hijo de Robert viajase a la aldea de Xaviña a recoger algo de vital importancia. Una vez allí debería preguntar por un tal Ramón Vázquez Castro y entregarle en mano dicha carta. Eso era todo, no se daba ninguna otra indicación.


– Curioso, me pregunto también por qué motivo Robert Bickerton no existe para los libros que hablan sobre el caso. ¿Y que pasó cuando tu antepasado llegó aquí?


– En realidad, mi abuelo nunca viajó a Galicia – añadió Michael – Eran unos tiempos difíciles, la familia no disponía de recursos y la primera Guerra Mundial se estaba forjando. La carta se perdió olvidada en un baúl hasta que hace unos años la encontramos. Yo era un adolescente y desde el principio la historia me cautivó, me prometí que algún día viajaría hasta Galicia para resolver el misterio. Dediqué mis esfuerzos a estudiar Filología Hispánica y en cuanto pude reunir algo de dinero no me lo pensé dos veces y aquí estoy, en pos de un enigma que se remonta casi un siglo en el tiempo.


Coral no pudo reprimir una sonrisa al conocer la formación académica del muchacho. Ahora comprendía por qué el inglés, que parecía trasplantado a aquellas tierras desde el último confín del mundo, hablaba un castellano que casi se podría calificar como propio de un par de siglos atrás. Los ojos de la muchacha brillaban a la luz del candil, atrapada como estaba en aquel cuento de náufragos y misivas misteriosas. El tiempo se le había pasado casi sin darse cuenta mientras escuchaba el relato de los mismísimos labios de aquel descendiente de uno de los marineros del Serpent, sobre cuyo naufragio tantas crónicas había leído y escuchado.


– Bien, y al final, ¿quien era la persona que enviaba ese dinero? – interrogó la chica por enésima vez.


El inglés la miró sin pronunciar palabra y hurgándose bajo la chaqueta extrajo un papel cuidadosamente doblado. Por su textura parecía muy antiguo.


– Compruébalo tu misma – le retó el muchacho.


Coral tomó el legajo con manos temblorosas, presintiendo que se encontraría con algún nuevo enigma. Lo que leyó superó todo cuanto podría haber imaginado. Su rostro palideció y con la mano que le quedaba libre tuvo que agarrase a la mesa. Quien firmaba el escrito lo hacía con el nombre de  T. A. McGregor. Las palabras, que a duras penas contenían la emoción, salieron a trompicones de su garganta.


– Pero, yo… yo soy… Coral McGregor, ¡y Timothy Archibald McGregor era mi bisabuelo!



IV


Por un momento el canto de los grillos colándose por la ventana abierta fue el único sonido que se permitió romper el silencio que se había instalado en la estancia, donde dos jóvenes se miraban sorprendidos. Toda aquella historia estaba tomando un giro endemoniadamente intrincado, tejiendo un enigmático nudo que giraba alrededor de sus dos familias. Coral fue la primera en hablar.


– ¿Tú lo sabías, sabías que era mi bisabuelo quien enviaba dinero a tus parientes?


– No, pero cuando me dijiste que descendías de escoceses y vivías en un Pazo gallego, tuve mis sospechas. Tu reacción no ha hecho más que confirmármelo.


– Pero, ¿qué relación podría unir a Timothy McGregor con Robert Bickerton?. Si él era quien lo acogió, ¿por que motivo no se lo dijo a las autoridades? ¿Mi antepasado enviaba dinero a Inglaterra por compasión o tenía otras razones para hacerlo? – Coral no paraba de hacerse preguntas sin respuesta, que dejaba caer en voz alta – y finalmente, ¿como murió Robert Bickerton?


– Ambos coincidieron aquí en la misma época, no es extraño que se hubiesen conocido – apuntó Michael – Respecto al resto de interrogantes, si tú que eres la heredera de McGregor no tienes las respuestas creo que ninguno estamos en condiciones de resolverlos.


– Deberíamos centrarnos en lo que dice la carta. ¿Como era el nombre de ese hombre…?


– Ramón, Ramón Vázquez Castro. ¿Te suena de algo?


– No conozco a nadie con ninguno de esos apellidos aquí en Xaviña y en Camariñas debe de haber tantos que sería una locura ponerse a buscar – dijo Coral, resignada.


–  En ese caso, me temo que estamos en punto muerto.


La chica suspiró con gesto de fastidio, aquel rompecabezas comenzaba a fascinarla pero ninguno de los dos era capaz de encontrar la solución al enigma… hasta que de súbito una luz iluminó su mente como un faro solitario en una noche de tormenta.


– ¡Espera, quizás haya alguien que pueda ayudarnos! – exclamó tomando del brazo a Michael con espontánea familiaridad – Se trata de una anciana, debe tener cerca de cien años ya. Estaba muy unida a mi familia y en la época del naufragio sería una chiquilla. Su marido Florencio Pereira, que en paz descanse, construyó una casa en Xaviña y ahora vive allí sola. Se llama Remedios, pero en el pueblo todos la conocemos por la Meiga.


– ¿Crees que esa mujer podrá sernos de ayuda? – preguntó Michael, que conocía los cuentos locales sobre brujas y se imaginaba a la anciana montada en una escoba o preparando una pócima hechicera en un gran caldero.


– Más vale que sea así, porque es la única esperanza que nos queda.



V


La noche en la perdida aldea de Xaviña transcurrió plácida, acunada por el chirriar penetrante de los grillos y mecida por el rumor de las olas que llegaba como un apagado canto de sirenas desde la costa. Sin embargo, a Michael Bickerton esos mismos sonidos se le antojaron en sueños las súplicas de aguerridos marineros que en mitad del temporal se peleaban con el mar para dirimir quién de los dos se quedaba en prenda sus míseras vidas. La pesadilla se repetía sin cesar y para desgracia de los náufragos, y del propio inglés durmiente, la mar traidora siempre ganaba la partida. Al amanecer desaparecieron tanto la tempestad como los marineros y la mar rebelde y encabritada se volvió de nuevo dócil y aburrida.


Desayunaron en uno de los salones, con olor a café recién hecho y cadáver de roble embalsamado, saboreando el pan de centeno empapado en deliciosa mantequilla. El sol ya se había desperezado y comenzaba a calentar los campos todavía humedecidos con el rocío de la noche, que perlaba los bordes de las hierbas como lágrimas de una viuda a la que la mar se lo hubiera arrebatado todo. 
A media mañana se dirigieron a visitar a la anciana cuyo mote no hacía sino añadir más intriga al asunto que se traían entre manos.


Llegaron frente a la casa, una vivienda levantada en piedra que en tiempos debió haber sido majestuosa. Llamaron a la puerta carcomida aguardando que ésta se abriera, mas pasaron los minutos sin que nadie apareciese en el umbral. Michael gritó un par de veces preguntando por alguna señal de vida sin obtener respuesta, hasta que una voz quebrada por los años sonó a sus espaldas. 
La mujer había llegado sin hacerse notar, cargando un manojo de berzas recién recogidas que portaba trabajosamente sobre la espalda.


Los invitó a entrar a regañadientes, mascullando algún reproche. La vivienda olía a queso recién curado y las telarañas constituían un elemento más de la decoración. Se adentraron hasta la cocina, tomando asiento sobre unos taburetes artesanales. El fardo fue depositado junto al hogar haciendo compañía a unos rescoldos ennegrecidos. Coral fue quien primero tomó la palabra. Puso en antecedentes a la anciana sobre las averiguaciones que habían realizado acerca de la relación entre su bisabuelo Timothy McGregor y el náufrago Robert Bickerton y le pidió que le contase cuanto supiera en relación a ello.


– Ganas tenéis los jóvenes de remover el pasado – añadió la Meiga con la voz quebrada – Y el pasado no siempre es del agrado de todo el que quiere conocerlo.


– Créanos que no hubiéramos acudido a usted si no fuese importante – afirmó Michael.


La anciana realizó una inhalación profunda, dejando escapar el aire en un prolongado suspiro. Meneó la cabeza a ambos lados, mientras una mueca de resignación se abría camino entre sus facciones 
arrugadas.


– Supongo que ya importa poco, ha pasado mucho tiempo y va siendo hora de que conozcáis la verdad – dijo posando la mirada en Coral, como si estuviera dispuesta a liberarse en confesión de una carga que quizás había soportado durante demasiados años.


Suspiró de nuevo, clavando los ojos en algún lugar perdido entre sus recuerdos.


– Como decís, Robert Bickerton sobrevivió al naufragio del Serpent, hace tanto tiempo que casi me cuesta recordarlo – comenzó a relatar – Yo era una cría entonces, más joven que tú, niña, pero lo que sucedió aquella noche me marcó para toda la vida. Tu bisabuela Carmen era mi mejor amiga, vivía en una casa a las afueras de Xaviña junto con su padre, Antonio Seoane, su madre y cinco hermanos. Eran tiempos duros y la familia tenía sólo lo suficiente para sobrevivir, como casi todos. Aquella noche Robert llegó hasta la casa más muerto que vivo después de varias horas en el mar. La familia lo recogió, curó sus heridas y le dio comida. A la mañana siguiente se enteraron que había tres supervivientes más, pero el resto de los marineros habían muerto ahogados. Antonio intentó dar parte a las autoridades pero Robert le suplicó que no lo hiciera. Se reunió con él en privado y de alguna manera lo convenció para guardar el secreto.


–  ¿Qué motivo pudo impulsarlo a hacer tal cosa? – inquirió Coral impulsivamente.


– Calma, niña – replicó la anciana – todo a su debido tiempo.


Coral tomó aire apretando los puños, mientras Michael atendía con los ojos abiertos como ensaladeras. La tensión se percibía entre las cuatro paredes que los cobijaban.


– Durante los siguientes días Robert fue recuperándose con los cuidados que le daban las mujeres. Carmen pasaba muchas horas curando sus heridas y los dos se enamoraron.


– Pero, mi bisabuela se casó con Timothy McGregor – alegó Coral.


– Cierto – concedió la Meiga – pero aún no hemos llegado a esa parte de la historia – dijo con gesto adusto – Después de unos días los ingleses se fueron, llevándose a los tres marineros. Fue entonces cuando el resto de la familia se enteró de por qué Robert insistió en esconderse todo ese tiempo.


–  ¿Cuál era ese motivo? – fue esta vez Michael quien no pudo contener las ansias de saber.


La Meiga hizo una pausa para tomar aire, sus viejos pulmones no estaban acostumbrados a tanta palabrería. Dudó un instante, como sopesando si los muchachos estarían preparados para oír lo que venía a continuación.


– Dos días después de que se marcharon los ingleses, Robert Bickerton, Antonio Seoane y su hijo mayor fueron a la playa de Trece. Bickerton los condujo hacia unas rocas y cavaron hasta desenterrar un cofre. Era uno de los baúles llenos de monedas que llevaba el Serpent. Nunca supimos como consiguió rescatarlo, el caso es que pudo esconderlo. Negoció con tu tatarabuelo repartir a medias el beneficio, a cambio de su silencio y la mano de su hija. Para la familia Seoane era un buen trato, porque eso significaba el fin de sus problemas económicos. Lógicamente tuvieron que esperar a que los británicos se fueran, era importante que no supieran nada del inglés ni del del tesoro. Enseguida Robert construyó un Pazo y con el dinero montó un negocio que en poco tiempo empezó a dar beneficios, dejando parte del tesoro sin tocar por si llegaban tiempos peores.


– Sin embargo, Robert Bickerton tenía familia en Inglaterra – hizo notar Michael.


–  Es cierto – concedió la Meiga – Lo calló durante un tiempo, pero por remordimiento terminó confesando que había dejado mujer y un hijo. Comenzó a enviar dinero a su familia para que pudiesen sobrevivir sin apuros, pero su vida ahora estaba en Galicia y no podía volver a Inglaterra sin que las autoridades sospecharan.


– Sigue habiendo algo que no me cuadra – se quejó Coral – ¿Como encaja mi bisabuelo, Timothy McGregor, en toda esta historia?


La anciana sonrió condescendiente, la candidez de la chica le recordaba a ella misma cuando era joven. Después de todo tenían más en común de lo que había creído.


– ¿Acaso no lo ves, mi niña? – replicó – Robert Bickerton no podía dejar ningún cabo suelto, ninguna pista sobre su paradero. ¡Timothy McGregor y Robert Bickerton eran en realidad la misma persona!



VI


Coral y Michael empezaban a armar las piezas de aquel surrealista rompecabezas. El náufrago Robert Bickerton había cambiado su identidad inventándose una vida nueva, con la intención de borrar cualquier indicio que lo relacionase con el Serpent y el dinero desaparecido. De saberse que alguien más sobreviviera a la tragedia las autoridades inglesas habrían indagado y hubiera sido condenado por desertor y apropiación de bienes de la corona. Sin embargo todavía quedaba otro enigma por resolver, la misteriosa carta que la familia inglesa del náufrago había recibido con tan extraña citación en tierras gallegas. Michael Bickerton decidió jugárselo todo a una carta, nunca mejor dicho. Después de todo, aquella anciana mujer parecía conocer bastante bien cuanto estaba relacionado con su antepasado. Tomó el papel de uno de sus bolsillos y se lo tendió a la Meiga.


– Hay algo más, tal vez le suene este nombre – dijo haciendo referencia al individuo que se mencionaba en la misiva – En el pasado debió de tener algo que ver con Robert Bickerton, o Timothy McGregor, si lo prefiere.


La vieja tomó el papelucho entre las manos y sus ojos cansados se posaron sobre las letras garabateadas del puño y letra del mismísimo náufrago del Serpent. Entonces su rostro perdió el color, el papel se le escurrió entre los dedos temblorosos yendo a parar sobre las losas del suelo, gotas de un sudor frío le perlaron la frente y sus labios balbucearon una frase apenas inteligible antes de desvanecerse ante la mirada atónita de los dos jóvenes.


– Ramón Vázquez Castro… él era… ¡él era mi marido!



VII


La señora Remedios reposaba tendida sobre una cama. A su lado Coral McGregor y Michael Bickerton la cogían cada uno de una mano, sin poder esconder cierto sentimiento de culpa. La anciana se incorporó, ante el gesto escandalizado de ambos jóvenes.


– ¡Estoy bien, demonios! – maldijo.


– Ha debido de ser una bajada de tensión, debería reposar – le aconsejó Coral.


La mujer lanzó al aire un gesto desdeñoso, como indicando que todavía podía valerse por si misma.


– ¿De donde diantre habéis sacado ese papel? – preguntó.


– Pertenece al legado de mi familia, fue recibida por mi bisabuela en el año 1910 – dijo Michael.


– Entonces, tú debes de ser nieto del hijo de Robert – afirmó la anciana.


– Así es, mi nombre completo es Michael Bickerton – confirmó el inglés con cierto orgullo.


– Usted dijo antes que Ramón Vázquez era su marido – añadió Coral – pero yo llegué a conocer a su esposo, Florencio Pereira. ¿No me diga que también él participó en ese baile de nombres?


– No, hija mía – negó la mujer moviendo la cabeza – Ramón Vázquez era mi primer marido. Murió poco después que McGregor, en el año 1914.


– Entonces ya conocía usted en aquella época la existencia de la carta – aseveró Michael.


– Cierto, la carta la escribió Timothy McGregor poco antes de morir. Sabiendo que su final se acercaba la envió a su familia en Inglaterra, dejando instrucciones a mi difunto esposo sobre su contenido. Nos dejó un objeto para que lo guardásemos, ese objeto sólo debía ser entregado en el momento en que alguien llegase aquí con la carta y sólo delante de los herederos de las dos familias, la de aquí y la inglesa. Desgraciadamente jamás vino nadie con la carta. Nadie hasta este momento, más de sesenta años después.


– ¿Que misterioso objeto es ese? – preguntó Coral, ansiosa, a la que los enigmas se le acumulaban en la cabeza sin tiempo para asimilarlos.


La Meiga no respondió. Se limitó a levantarse de la cama y con paso renqueante comenzó a caminar hacia la puerta. Los dos jóvenes la siguieron sin pronunciar palabra a través de los pasillos, hasta que la anciana se internó en una antigua cuadra cuyo suelo se hallaba cubierto de paja. La estancia era oscura, únicamente iluminada por la escasa luz que se colaba a través de un orificio practicado en una de las paredes. La Meiga encendió una vela escuálida y avanzó hacia el fondo, hasta que se paró frente a un arcón de madera.


– Este es – dijo lacónica, como si su misión hubiese concluido al fin.


– Pero, ¿qué es lo que hay en este baúl? – preguntó Coral con la respiración contenida.


– Siguiendo las instrucciones de McGregor, nunca intentamos abrirlo – respondió la anciana como si aquello fuera lo más lógico.


Michael trató de levantar la tapa, pero el arcón estaba cerrado. Era de madera maciza, reforzado con láminas de hierro que recorrían su cuerpo y en el centro exhibía una cerradura oxidada.


– Supongo que si le pregunto por la llave, me dirá que no sabe dónde está – profetizó Michael dirigiéndose a la anciana.


La Meiga no dijo nada, otorgando la callada por respuesta. De nuevo tenían ante sí otro enigma. Habían llegado tan lejos para toparse con una caja cerrada cuyo contenido desconocían. Definitivamente, el difunto Robert Bickerton se había devanado los sesos para ponerles todas las trabas posibles. Fue entonces cuando de súbito una idea brilló bajo una pelirroja cabellera. Coral rebuscó en el fondo del bolso y con un tintineo metálico sostuvo en su mano la argolla en la que se ensartaban dos llaves. ¡Acababa de averiguar que era lo que abría la más pequeña de ellas!



VIII


¿Qué había dentro de aquel baúl cuyo cuerpo de madera cargaba con el polvo de seis décadas? Tres mentes tejían elucubraciones acerca de su contenido, tan celosamente guardado durante años. Tal vez la postrera herencia de un moribundo, tal vez algún recuerdo, algún objeto personal del testante, tal vez… ¡tal vez lo que quedaba de un antiguo tesoro que algún día fue rescatado del mar! Con la mano temblorosa, Coral introdujo la llave en la cerradura. Giró lentamente, como si temiera despertar a los demonios escondidos en aquella especie de caja de Pandora. El baúl se abrió con un crujido seco. Michael la ayudó a levantar la pesada tapa maciza al tiempo que una polvareda blanquecina se elevó ante sus ojos. Al fin, los tres se asomaron al interior.


Donde esperaban admirar el refulgente brillo del oro sólo hallaron un gran espacio vacío. Tan grande era el recipiente como escaso su contenido. Entonces Coral reparó en algo de color claro que había al fondo. Estiró el brazo y logró asir el objeto. Se trataba de un sobre cerrado de pequeño tamaño, otra nueva carta en todo aquel entramado absurdo.


El corazón le palpitaba acelerado cuando consiguió rasgar la envoltura y extraer un papel escrito a mano con caligrafía cuidada. Deshizo las dobleces y con la respiración entrecortada se dispuso a leerlo en voz alta.


Queridos míos

Si estáis leyendo esta carta, entonces el sufrido anhelo que me ha quitado el sueño en los últimos años se ha cumplido: las dos ramas de mi descendencia se han juntado al fin. A estas alturas ya estaréis al tanto de que Robert Bickerton y Timothy McGregor son la misma persona. Os ruego disculpéis el engaño, pero como podréis comprender era de vital importancia que no se conociera la verdad hasta este momento. El destino ha querido que mi prematura muerte, que aguardo pacientemente mientras escribo estas letras, me impida ver consumado mi mayor deseo, pero descansaré en paz con la segura esperanza de que ello se realizará algún día. Amados míos, este es el regalo que os hago, valoradlo en la medida que le corresponde, pues no hay dicha mayor que sentirse reconfortado por quienes llevan en las venas nuestra propia sangre.

Siempre vuestro


Robert Bickerton / Timothy A. McGregor.


Al término de la lectura, dos regueros plateados resbalaban por las mejillas de Coral. Los jóvenes se miraron, en el fondo ambos habían ambicionado heredar un antiguo tesoro, pero finalmente sólo se tenían el uno al otro y en aquel momento era más de lo que cualquiera de ellos podía desear. Coral todavía temblaba cuando los dos descendientes del malogrado náufrago se fundieron en un abrazo, ante la mirada de aprobación de la anciana Remedios, la Meiga.



IX


Habían pasado dos semanas y los días en la aldea de Xaviña parecían transcurrir más despacio. Michael Bickerton decidió quedarse durante un tiempo, disfrutando de los encantos de aquella tierra capaz de fundir el verde de los campos con el intenso azul del mar, los mismos encantos que un día conquistaran a su excéntrico bisabuelo. Se había impuesto como meta adecentar la descuidada morada de la Meiga, era su forma de agradecerle el haber guardado la memoria de su antepasado durante tanto tiempo. Por su parte, Coral pasaba las mañanas en su trabajo en el ayuntamiento de Camariñas y durante las tardes se dedicaba a enseñar los alrededores al inglés a lomos de su dos caballos, cuando no colaboraba junto con Michael en los arreglos de la vivienda.


Aquella mañana de sábado la bruma parecía no querer despegarse del mar y cubría los alrededores con sus húmedas caricias. La Meiga salió de casa tirando de su más querida pertenencia, un pollino al que había bautizado como Serpe, rindiendo un galleguizado homenaje al barco hundido tantas décadas atrás. El asno profería constantes rebuznos de protesta, pues sus alforjas pesaban ese día más de lo acostumbrado.


Cuando la anciana llamó a la puerta de la casona, Coral abrió mientras un bostezo espontáneo le llenaba la boca. Vestía una bata rosada y su pelirroja cabellera parecía haber soportado juntas todas las tempestades de la temporada. La Meiga no era mujer de muchas palabras y sus actos eran tan parcos como su lenguaje. Vació la alforja, depositando a los pies de Coral un cofre ennegrecido.


– Si que era rebuscado el condenado, Dios lo tenga en su gloria – masculló.


Coral se la quedó mirando, sin entender nada.


– El viejo McGregor tenía su modo de hacer las cosas – dijo la anciana – Demasiado recto en su forma de ver la vida, quizás. El caso es que la segunda parte de la herencia sólo debía ser entregada si sus descendientes cumplían con la primera, es decir, mantener la familia unida por encima de todo, aún  sabiendo que no habría herencia material que disfrutar. Sólo han pasado dos semanas, pero supongo que es más que suficiente. Además, como siga esperando me iré de este mundo sin haberme liberado de la pesada carga que tu bisabuelo me dejó de por vida. ¡Así que aquí tenéis, la herencia de Robert Bickerton, o Timothy McGregor, o como diablos quiera que se llamase!


La joven se agachó sin dar crédito a lo que estaba escuchando y abrió el cofre. Cuando contempló su contenido un grito ahogado salió de su garganta. ¡Estaba repleto de monedas de oro!



X


El mar acariciaba la fina arena en la playa de Trece, mientras las olas se deshacían en eternos bucles contra la orilla. Aquella mañana la brisa estaba perezosa y soplaba ligera, apenas despeinando sus canosas crestas. De los muchos naufragios acontecidos en la bahía no quedaba ningún vestigio visible, tan sólo unas palabras en los libros de historia e innumerables leyendas en el imaginario colectivo. Por cada marinero ahogado en sus convulsas aguas, otras tantas vidas doloridas y condenadas a seguir vagando un poco más solas por el tenebroso mundo de los mortales. Dos de sus descendientes contemplaban en silencio el batir quedo y rumoroso de la mar, en aquel bello y trágico rincón de Galicia.


– Ahora que todo se ha acabado parece como si me faltase algo, un nuevo misterio detrás del que correr – suspiró Coral.


– Así es la vida, las cosas terminan para que puedan comenzar otras nuevas – añadió Michael en tono trascendente.


– ¿Qué harás ahora? – quiso saber la chica.


– No estoy seguro. Tal vez edifique un gran Pazo en los alrededores – respondió el inglés guiñándole un ojo.


– ¡Idiota! – bromeó Coral.


– ¿Puedo pedirte algo? – preguntó Michael al cabo de un rato.


– Claro – dijo ella, condescendiente.


– ¡Cómprate un coche nuevo, por favor!


Las risas alegres corrieron tras el viento hasta terminar ahogadas por los cercanos acantilados. De nuevo se hizo el silencio, únicamente roto por el oleaje que batía contra las rompientes, pero cuando Coral McGregor y Michael Bickerton cerraron los ojos y dejaron volar su imaginación, tan sólo pudieron escuchar los gritos desesperados de todos los náufragos que, algún día, habían dejado sus vidas en las turbulentas aguas de la bahía.



NOTA DEL AUTOR: Los hechos acerca del naufragio de buque H.M.S. Serpent que se narran en este relato forman parte de una de las historias mas oscuras y bellas al mismo tiempo que guarda en su memoria la Costa da Morte, exceptuando como es lógico al personaje de Robert Bickerton, que ha sido una invención literaria para dar pie a este pequeño cuento. Respecto a la cuestión del tesoro que supuestamente transportaba el barco se ha llegado a escribir sobre ello en más de un trabajo publicado, aunque seguramente no sean mas que leyendas. El viajero que lo desee puede visitar todavía hoy el viejo faro de Cabo Vilán, a pesar de que éste se halle herido en su orgullo por una piscifactoría que algunos desalmados decidieron permitir edificar a sus pies en plena burbuja del cultivo del rodaballo que, como tantas otras, ha acabado explotándonos en la cara dejando el beneficio en el bolsillo de unos pocos y la mierda para el resto de los mortales. Aún así, el faro es, a mi modesto entender, uno de los más bellos de toda la Costa da Morte y el visitante que se acerque a admirarlo a buen seguro no quedará defraudado. Desde Cabo Vilán parte una pista forestal que se puede recorrer a pie o en coche y bordeando la costa se llega hasta el Cementerio de los Ingleses, remodelado en la década de los noventa y que preside las rompientes de Punta Boi y la salvaje playa de Trece. En ese hermoso lugar, si cierras los ojos y te concentras en el quedo rumor de las olas, tal vez, sólo tal vez, puedas escuchar todavía los lamentos de los muchos marineros que dejaron un día sus vidas en las aguas de la bahía.





El Naufragio del Serpent por Jorge Valín Barreiro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://brumasdegallaecia.blogspot.com.es/2015/01/el-naufragio-del-serpent.html.

2 comentarios:

  1. Hoy he llegado muy pronto al trabajo y, como no había nadie, me he dado el gustazo de volver a leer este relato que ya en su momento me fascinó. Tiene el sabor de las buenas historias clásicas, que son las que más me gustan, que enganchan desde el principio. Me encanta como vas dejando pistas, como la segunda llave que tiene Coral. Y, sobre todo, mi admiración por tu forma de narrar. Un abrazo, Jorge

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    1. Uy Ana, como te pille el jefe!! que no se entere nadie pero yo también estoy en el trabajo y como estoy en un momento de impass en el proyecto pues... jejeje. Lo de las pistas es cuestión de planificar bien el relato antes de empezar, y en un relato tan largo es necesario dejar esos ganchos al lector para que mantenga el interés. Además, confieso que el personaje de Coral es de los que más cariño le tengo. Gracias por pasarte y comentar. Un abrazo.

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