jueves, 22 de enero de 2015

Artemisa, el regreso a la Luna

Prólogo.

Hacia la mitad del siglo XXI el planeta azul llamado Tierra era un lugar convulso. Corrían aires de cambio y el viejo orden mundial que había prevalecido desde finales de la Gran Guerra parecía resquebrajarse. Nuevas potencias pujaban por desbancar a las antiguas y la China destacaba sobre todas ellas, disputando la hegemonía a los ya decadentes Estados Unidos de América.

Para demostrar al mundo de lo que era capaz, el Gigante Asiático se había embarcado en un programa de misiones a la Luna cuyo objetivo era colocar en un futuro próximo a sus astronautas sobre la superficie del Satélite, con una ambiciosa visión comercial que pretendía establecer los principios para la explotación de sus recursos minerales. La respuesta no se había hecho esperar y los Americanos se lanzaron a la carrera por arrebatar a la nación del Dragón Rojo el primer puesto hacia la dominación Selenita, evocando los peores tiempos de la Guerra Fría.

Fue entonces cuando los Chinos decidieron tensar más la cuerda que mantenía en equilibrio el frágil orden mundial. Confiados en su poderío económico y militar, se atrevieron a realizar aquello que no habían siquiera considerado durante casi un siglo. Una mañana de Abril de 2037 el ejército de la República Popular invadió la isla de Formosa, apoderándose de la soberanía de su vecino Taiwán cuyo dominio ambicionaban desde que tras la Revolución Comunista los disidentes habían formado un estado propio con el apoyo de las potencias Occidentales.

No tardaron en alzarse las protestas de parte de los Estados en la asamblea de la cada vez más desprestigiada Organización de las Naciones Unidas. Se profirieron amenazas a favor de un bloqueo comercial y los Estados Unidos amagaron con proponer sanciones más severas. Y entonces el Gigante Asiático, no contento con haber puesto en jaque la estabilidad del planeta, se decidió a dar otra vuelta de tuerca a las tensas relaciones internacionales. Esta vez no hicieron valer el inmenso potencial de su poderío militar, sinó que echaron mano de una artimaña más sutil pero sin embargo mucho más temida por su rival Americano. Comenzaron a dar los pasos para establecer una moneda para las transacciones internacionales diferente al Dólar, que previsiblemente sería el Yuan Chino.

No era la primera vez que semejante cuestión se ponía sobre la mesa, pero en otras ocasiones los Estados Unidos la habían resuelto con embargos comerciales e incluso amenazas de invasión sobre aquellas naciones que se atrevieron a poner en duda la que era su mayor ventaja competitiva. Sin embargo en esta ocasión quien los retaba era un país que les andaba a la par en capacidad económica y militar, y eso cambiaba mucho las cosas. Algunos estados deseosos por desembarazarse del yugo del moribundo Tío Sam, y otros animados ante la perspectiva de medrar en un nuevo escenario económico, no tardaron en apoyar la propuesta amparados bajo el paraguas Chino.

El fin de la hegemonía del Dólar significaba que los Americanos perderían su capacidad de financiarse indefinidamente emitiendo una moneda con una demanda casi ilimitada y que por tanto siempre encontraba como compradores en los mercados de divisas a los grandes bancos mundiales. Pero había una consecuencia todavía peor, y es que si la propuesta llegase a tener éxito esos mismos bancos comenzarían a deshacerse de las ingentes cantidades de Dólares que poseían, para comprar la nueva moneda, lo que hundiría el valor de la divisa Americana y arrastraría consigo toda su economía, dándole la puntilla como potencia mundial.

Semejante catástrofe era algo que la Nación del Águila Imperial no podía consentir, y la respuesta fue tan desesperada como contundente. Las cabezas nucleares se apuntaron hacia las principales ciudades Chinas y una flota naval como jamás se había contemplado partió rumbo a las costas del sureste asiático, escoltada por la fuerza aérea y pertrechada con armamento nuclear de última generación. El mundo entero contuvo la respiración durante semanas, mientras las negociaciones se sucedían en los despachos, a decir verdad con escasos resultados. La posibilidad de una tercera y definitiva Guerra Mundial nunca había estado tan cerca.

Fue entonces cuando en las más altas esferas de la Administración Americana se dio la orden para retomar con la máxima prioridad el programa espacial, cuyos fondos habían quedado congelados por la crisis bélica, apremiando a sus responsables para que una misión tripulada pusiese los pies de forma inminente sobre la superficie del satélite. Sólo un puñado de personas conocían los imperiosos motivos de tal decisión, pero aquella mañana de Mayo de 2037 otros tres ciudadanos americanos estaban a punto de ser informados sobre unos hechos que cambiarían para siempre sus vidas.


Capítulo I: Una reunión inesperada.

Unos pasos resonaron en el corredor que conducía a las salas de conferencias del Centro Espacial Lyndon B. Johnson, a las afueras de la ciudad de Houston, donde los astronautas de la NASA se sometían a un riguroso entrenamiento antes de ser asignados a cualquier misión. El Teniente William McDowell, la Coronel Sarah Walker y el Capitán de la Marina Peter J. Smith acababan de ser convocados a una reunión urgente sobre la que no habían recibido explicación alguna. Los tres llevaban varios meses preparándose junto con decenas de compañeros para una eventual misión a la Luna enmarcada en el programa Artemisa, bautizado así en honor de la hermana gemela del dios Apolo. Todos deseaban ser los escogidos para tripular el quinto lanzamiento del Proyecto, que llevaría a un ser humano hasta la superficie del satélite desde que el Apolo XVII lo hiciera por última vez en 1972, pero la reciente crisis internacional había congelado sine die los planes de la Agencia, postergando también las ilusiones de los astronautas.

Cuando penetraron en la sala, cuatro personas impecablemente trajeadas los estaban esperando. Pudieron reconocer al Director del centro Albert Covert y su Director Adjunto Eugene Feynman; a los otros dos, sin embargo, jamás los habían visto. Sobre una mesa se hallaba un proyector encendido y listo para ser usado. El Director Covert tomó la palabra y los conminó a sentarse, realizando las presentaciones. Cuando los astronautas conocieron el rango de los dos acompañantes no pudieron más que sorprenderse, parecía claro que aquella reunión les iba a deparar algún que otro sobresalto.

– Estos son el señor Goldman, Vicesecretario de Defensa, y el señor Sutter, General en excedencia y asesor del gobierno para asuntos militares – dijo Covert en tono solemne, pasando de inmediato a entrar en materia – Les hemos convocado aquí para informales que han sido oficialmente asignados a la misión Artemisa V, que en cuestión de días partirá hacia nuestro Satélite.

Tras esa afirmación el Director hizo una pausa, asegurándose que los astronautas asimilaban la noticia.

– Supongo que de principio les habrán surgido dos dudas evidentes. A que se debe la premura y por qué motivo sólo hemos reunido a tres astronautas. Sobre el segundo interrogante, puedo decirles que dada la naturaleza de la misión se ha decidido dotar al transbordador de la mínima tripulación imprescindible para que sea operativo, con objeto de limitar su conocimiento al menor número de personas. Como deducirán, no hace falta que les informe que todo cuanto hablemos a partir de este momento es absolutamente confidencial, so pena de la aplicación de las leyes militares vigentes.

De nuevo Covert calló unos segundos, aprovechando para refrescarse el gaznate con el agua de un vaso que reposaba sobre la mesa.

– Respecto a la primera cuestión – añadió – será el Vicesecretario quién les proporcione los detalles.

El mencionado Goldman, un hombre de porte regio y elevada estatura con el cabello canoso peinado hacia atrás, tomó las riendas y se dirigió a los presentes con una voz potente que retumbó entre las paredes.

– Señores, dada su vocación por la astronáutica supongo que estarán al tanto de los hitos que durante la carrera espacial se han ido alcanzando desde que la humanidad se lanzó a la conquista del espacio exterior – comenzó diciendo – E imagino también que conocerán toda la sarta de bulos que durante esos mismos años se han tejido en torno a ella – añadió con una media sonrisa.

El Director Adjunto Feynman profirió una sonora carcajada que animó a los astronautas a reír la gracia, consiguiendo relajar la tensión por un momento.

– Se ha llegado a insinuar que la primera llegada a nuestro satélite no fue más que un montaje grabado en unos estudios de televisión; que en la superficie marciana existían pirámides mayores que las egipcias; que el Gobierno posee los restos de naves extraterrestres accidentadas sobre la Tierra... e incluso se ha propagado el bulo de que las sondas de exploración no tripuladas pertenecientes al programa Apolo habían fotografiado construcciones artificiales sobre la superficie de la Luna, que luego habrían de ser inspeccionadas por nuestros astronautas.

De nuevo se escucharon carcajadas en la sala, esta vez más desinhibidas. Fuera lo que fuese aquello que hubiera de contarles el circunspecto señor Goldman, no se podía negar que lo hacía con gracia.

– ¡Los extraterrestres no espían desde la Luna! – se atrevió a bromear McDowell en tono burlón, coreado por las risas de sus compañeros.

Goldman esbozó una sonrisa forzada y se inclinó sobre el ordenador. El proyector plasmó el contenido de una diapositiva sobre la pantalla. En ella se veía la grisácea superficie lunar y al fondo un astronauta vestido con su traje espacial.

– Las fotografías que están contemplando fueron tomadas durante los años 1969 al 72, en el marco del programa Apolo – confirmó, tras lo cual carraspeó y pasó a la siguiente diapositiva. Una vez que la imagen se hubo formado se volvió hacia los astronautas.

– ¡¿Nos está tomando el pelo?! – exclamó Smith al contemplar aquello que se mostraba en la pantalla.

– Esta estructura se corresponde con lo que hemos denominado “El Hangar” – continuó, haciendo caso omiso del comentario – Como pueden observar, las paredes se hallan profundamente erosionadas a causa del material procedente del Espacio que golpea la superficie Lunar y el techo se ha derrumbado, por lo que deducimos que la construcción es muy antigua, probablemente estamos hablando de uno o varios milenios.

Sólo la recia voz del Vicesecretario Goldman se escuchaba ahora en la sala, en mitad de un silencio reverencial. Sin detenerse accionó un botón en el teclado dando paso a la siguiente estampa.

– Esta formación la hemos bautizado como “La Ciudad” – dijo señalando un conjunto de edificaciones que semejaban un pequeño pueblo, fotografiadas desde lo alto de una colina – Pueden observar el diseño con calles rectas y manzanas de tamaño uniforme.

– Y esto es “La Cúpula” – siguió ya en otra toma que mostraba una construcción semicircular sobre la superficie polvorienta del satélite.

El asombroso baile de imágenes continuó durante unos minutos ante los ojos atónitos de los tres astronautas. Cuando Goldman finalizó su perorata se volvió hacia ellos contemplando sus rostros pálidos e inexpresivos.

– Creo que ha llegado el momento de comunicarles que no todos los bulos propagados alrededor de la carrera espacial son falsos – afirmó con seriedad – Por increíble que les parezca, esas construcciones existen y fueron ampliamente documentas y filmadas por los astronautas que alunizaron durante el programa Apolo. Desconocemos quien las edificó y con que propósito, pero sí sabemos que son antiguas y quienes las utilizaron hubieron de abandonarlas hace mucho tiempo.

– ¡No puede ser cierto! – murmuró Sarah sin salir de su asombro.

– Lo es, señorita Walker – confirmó Goldman – Y les diré más aún. Entre las ruínas hallamos vestigios de tecnología sumamente avanzada que nos han servido para realizar... como les diría... algunos prototipos que más tarde han tenido cierta aplicación en nuestra industria militar.

– Pero, si eso es así ¿por qué nos hacen saber esto ahora? ¿qué ha cambiado para que un secreto guardado tanto tiempo cobre otra vez importancia para la Nación? – preguntó de nuevo la sorprendida astronauta.

Goldman apoyó ambas manos sobre la mesa y la miró con fijeza a sus ojos color turquesa.

– Es usted perspicaz, Coronel Walker – dijo –  El motivo por el que están ustedes aquí es debido a que hace cinco días un suceso ha vuelto nuestros ojos de nuevo hacia el satélite. Hace exactamente cinco días que hemos comenzado a recibir una transmisión en clave, una clave que no hemos podido descifrar... ¡Desde “la Cúpula”!

Por un momento la sorpresa impidió que los astronautas pronunciasen palabra alguna. El Vicesecretario Goldman permaneció en silencio, dejandoles asimilar toda la información con la que en unos minutos había bombardeado sus cerebros; era consciente que ninguno de los tres volvería a ver el mundo como hasta entonces.

– Supongo, señor Goldman, que desean de nosotros que vayamos hasta allí y echemos un vistazo – afirmó McDowell, un tanto repuesto.

– No anda usted errado, Teniente – confirmó el aludido – .Los aparatos de los que disponemos en la Tierra no han podido aportar información relevante sobre la procedencia de esa señal. Necesitamos observadores sobre el terreno y confiamos en ustedes para que sean nuestros ojos y manos en la superficie de la Luna.

– ¿Y que esperan que vayamos a encontrar? – preguntó Smith.

– Eso, Capitán, es algo sobre lo que sólo podemos realizar especulaciones. Pero déjenme que les diga una cosa. Durante las misiones Apolo trajimos a la Tierra tan sólo vestigios antiguos y destartalados de una tecnología que nos sobrepasaba, y créanme, si les contase los aparatos que se desarrollaron a partir de esos hallazgos tendría que matarlos a los tres. En este caso estamos hablando de un dispositivo totalmente operativo. ¿Se hacen cargo de la situación?

– En la actual crisis internacional podría resultar de mucha utilidad a medio plazo – afirmó la Coronel Sarah Walker.

– E incluso si me apura a corto plazo también – la corrigió Goldman – Pero eso ni siquiera es lo más importante. La señal habrá sido captada sin duda por los observatorios de otros países, pero actualmente sólo dos Naciones tienen la capacidad de poner en un corto espacio de tiempo una misión tripulada sobre la superficie de la Luna. ¿Adivinan cual es la otra, señores?

El Vicesecretario pronunció las siguientes palabras despacio, como si con ello fuera a conseguir que su audiencia entendiese mejor la relevancia de su significado.

– ¡Bajo ningún concepto debemos permitir que lo que quiera que se encuentre en esa maldita cúpula caiga en manos Chinas!. Irán ustedes allí y traerán de vuelta a la Tierra el origen de esa transmisión. ¿Han entendido?


Capítulo II: El viaje hacia lo desconocido.

El transbordador Enterprise era el orgullo de la nueva generación de vehículos espaciales reutilizables con los que la NASA había sustituído las antiguas naves que a finales del siglo XX y principios del XXI impulsaran el comienzo de la era de los transbordadores. Mayor que sus antecesores, disponía de espacio suficiente para albergar en sus bodegas una pequeña lanzadera con capacidad para cuatro tripulantes, que se encargaría de descender hasta la superficie lunar una vez que el Enterprise consiguiera orbitar alrededor del satélite.

En el centro espacial Kennedy de Cabo Cañaveral los preparativos para el despegue se ultimaron a toda prisa, hasta que amaneció el día en que el transbordador y su tripulación estuvieron listos para emprender el viaje. Era la segunda vez que el Enterprise volaba dentro del proyecto Artemisa y el quinto lanzamiento que bajo esta denominación partía hacia el espacio, en esta ocasión con un objetivo más ambicioso. Llegado el momento, la nave comenzó a ascender hacia las alturas dejando tras de sí una estela humeante, perdiéndose en pocos minutos lejos de la mirada de los curiosos que se habían congregado para presenciar el acontecimiento desde el otro lado de la bahía.

El trayecto hasta la Luna transcurrió sin contratiempos y los astronautas se entretuvieron en simular una y otra vez en los ordenadores de a bordo los procesos de entrada en órbita y alunizaje. Ya en las cercanías del satélite el transbordador realizó la maniobra de orbitación, decelerando su velocidad al tiempo que daba una vuelta alrededor de la cara oculta para quedar atrapado por su ténue gravedad. Una vez concluído el proceso y estabilizada la nave, los astronautas comenzaron con los preparativos para alunizar. El Capitán Smith quedaría a cargo del Enterprise, mientras la Coronel Walker y el Teniente McDowell descenderían en el vehículo lanzadera hasta posarlo en las proximidades de “La Cúpula”.

En ello estaban cuando se recibió una inquietante transmisión desde el centro de control de Houston. Los telescopios que vigilaban día y noche la superficie lunar entre las intersecciones del Mar de la Tranquilidad y el Mar de la Serenidad, donde se encontraba la misteriosa construcción, habían detectado cierto movimiento en la misma, como si algún objeto emergiese de su interior. Ese fue el escueto comunicado, el resto tendrían que averiguarlo ellos mismos.

Cuando al fin Sarah Walker y William McDowell se acomodaron en la lanzadera, los equipos médicos a los que estaban conectados sus trajes espaciales registraron un aumento repentino de las pulsaciones, pese a haber sido entrenados para actuar de la manera más fría posible. Estaban a punto de partir en busca de una tecnología alienígena y nadie podía asegurarles que allá abajo no los aguardase cualquier otra sorpresa.

Al fin, con un ligero siseo la lanzadera se separó del transbordador y encendió sus motores, para precipitarse sin remedio hacia lo desconocido. Ya no había vuelta atrás.


Capítulo III: En el interior de la Cúpula.

Si todo hubiese transcurrido conforme a los planes previstos, el alunizaje debería haber sido probado sin tripulación antes de transportar a dos astronautas. Sin embargo los acontecimientos se habían precipitado y la deseada maniobra de prueba se estaba efectuando junto con la definitiva en aquel mismo instante. Esa idea no dejaba de repetirse en la cabeza de Sarah Walker cuando la nave había comenzado a perder estabilidad a menos de cien metros de la superficie y tuvieron que cambiar a control manual y echar mano de su pericia para intentar alunizar aquel maldito cacharro. Sarah se sentía como Neil Armstrong maniobrando su antediluviano Apolo XI mientras intentaba encontrar un lugar donde posarse antes de que se le acabase el combustible. Al menos éste último problema no les acuciaba a ellos, se consoló.

La nave consiguió descender sobre una planicie a unos trescientos metros de la Cúpula. En pocos minutos los astronautas bajaron del vehículo y se encaminaron hacia su destino. Ante ellos se levantaba una edificación semicircular que debía de medir poco menos de cien metros. Parecía construida con el mismo material que la superficie lunar y no se apreciaban en su estructura puntos de unión, como si hubiera sido levantada en una sola pieza. Se podía adivinar sin embargo el desgaste provocado por la erosión y en la cima se vislumbraba un cráter que había derrumbado parte de la cúpula, probablemente producido por algún pequeño asteroide.

No tardaron en darse cuenta que era en ese lugar donde se encontraba la característica más inquietante del edificio. Emergiendo del interior sobresalía una torre que se elevaba decenas de metros hacia la negrura del espacio, coronada en su cima por una plataforma más ancha sobre la que creyeron adivinar un objeto de gran tamaño. La estructura, a diferencia del resto, parecía metálica y lo más sorprendente... ¡lo más sorprendente era que no se distinguía ningún signo de erosión sobre ella!. Fuera lo que fuese aquella columna, su aparición había sido reciente. Quizás demasiado reciente.

Se obligaron a avanzar, sintiendo la ingravidez sobre sus cuerpos. A través de los intercomunicadores podían escuchar la respiración entrecortada del otro, interrumpida por las indicaciones que les daban desde el control de Tierra. En la base de la Cúpula hallaron una abertura sin puerta alguna que la cerrase. Se dirigieron hacia allí deseando dar media vuelta y penetraron al interior suplicando en su fuero interno que el destino les permitiera salir indemnes. La luz que se colaba por la abertura era tenue y tuvieron que encender los potentes focos que incorporaban sus cascos espaciales. Dentro había una única sala sin tabiques que la dividiesen. Sobre el suelo se podían observar restos de rocas desperdigadas sin orden alguno, todo cubierto por gran cantidad de polvo lunar. Hacia el centro se encontraba la base de la torre metálica, rodeada por un soporte circular que hacía suponer que se había desplegado hacia las alturas desde las profundidades del terreno. Descubrieron con sorpresa que a unos metros frente a ella se erguía un atril sobre el que reposaba cierto objeto cuadrangular, iluminado por una luz difusa cuya procedencia parecía imposible adivinar.

Se acercaron sintiendo sus corazones martilleándoles las sienes. Se trataba de una pantalla del tamaño de un televisor pequeño. En cuanto se aproximaron a un par de metros el artilugio parpadeó y el monitor se iluminó con un destello. Instintivamente se echaron hacia atrás. Tras unos segundos vacilantes comprendieron que el objeto no aparentaba representar una amenaza inminente. Asombrados, pudieron comprobar como poco a poco se formaba una imagen. Al cabo de un instante un rostro humanoide los miraba desde la pantalla. Sus características eran similares a las de un terrícola, aunque presentaba algunos rasgos diferenciados. La cara era más alargada de lo habitual y la parte superior del cráneo evidenciaba un mayor volumen. Carecía por completo de pelo y los ojos se veían rasgados y pequeños en comparación al tamaño de la cabeza, sobre ellos se perfilaban unas cejas ralas y apenas perceptibles. Los labios casi no existían y en su lugar se distinguía una abertura carnosa. No se apreciaba vestigio alguno de pabellones auditivos. De repente el alienígena habló, el movimiento de su boca se tornó grotesco sobre aquel rostro extraño. Sin embargo se dirigió a los astronautas en un perfecto inglés, aunque perlado de un peculiar acento.

“Saludos, habitantes de la Tierra. Mi nombre y rango, así como mi lugar de procedencia no son relevantes, por lo que obviaremos las presentaciones. Os hemos hecho venir para que no alberguéis duda alguna sobre quien y por qué se os envía este mensaje, y seáis testigos de los hechos que os hagan entender hasta donde alcanza nuestra determinación.

Esta grabación os ha sido enviada en los últimos días convenientemente codificada. En este mismo instante, los algoritmos que permiten su decodificación están siendo emitidos a los gobiernos de los Estados Unidos de América y la República Popular China, para que quede constancia de nuestras palabras.

Hemos sido durante siglos los pastores que os han guiado en la sombra, reconduciendo vuestros actos en las incontables ocasiones en que errásteis el camino. Sin embargo, observamos con pesar que la Humanidad ha alcanzado un peligroso punto de no retorno y que el siguiente paso puede ser el definitivo hacia vuestra propia destrucción. No son esos los planes que tenemos y no toleraremos que vuestra ambición y locura desmedidas den al traste con un trabajo de milenios.

Este es, por tanto, el mensaje que queremos transmitiros: dejaréis a un lado vuestras disputas y llegaréis a un acuerdo en un plazo máximo de siete días terrestres. Pasado ese tiempo, si tal acuerdo no existe, seremos nosotros los que tomaremos el control de vuestras naciones y todo el poder que habéis acumulado desaparecerá.

Y para que no alberguéis duda alguna sobre nuestra capacidad para hacer cumplir esta amenaza, hemos dispuesto una prueba que os hará entender hasta donde llega nuestro tesón. Sobre la torre que se eleva hacia el espacio se halla un artefacto nuclear con una potencia equivalente a veinte de vuestros Megatones. El dispositivo estallará cinco minutos terrestres después de que haya finalizado esta grabación.

Estas son mis palabras, vuestras son ahora las decisiones. Saludos, terrícolas.”

Walker y McDowell se miraron desconcertados. En sus rostros asustados se dibujaba el terror. Se habían metido sin saberlo en la boca del lobo, había empezado la cuenta atrás hacia su propia destrucción.

– ¡Coronel Walker, recuperen el material alienígena, no olviden el objetivo de la misión! – comunicó una voz alterada desde el control de Houston.

– ¡No hay tiempo, por el amor de Dios, esto va a estallar de un momento a otro! – vociferó Sarah, presa del pánico.

– ¡Es un órdago, Coronel, nada va a explotar! ¡Teniente, hágala entrar en razón, recuperen el material! ¡Es una orden! – insistió imperativa la voz.

Los astronautas quedaron enfrentados el uno al otro. Debían decidir en pocos segundos si obedecían o luchaban por salvar sus vidas. Ninguno sabía lo que pasaba por la mente del compañero. Intercambiaron un par de miradas y no lo pensaron dos veces. Echaron a correr hacia la salida. Por el intercomunicador sonaba la voz desgañitada que llegaba del control de Tierra impartiendo órdenes que no iban a cumplirse. Al fondo podían ver la nave que les parecía hallarse a una distancia interminable, sus zancadas se tornaban torpes en aquel mundo ingrávido. Sobre el cristal de las viseras comenzó a formarse un vapor que les dificultaba la visión a causa de su respiración acelerada. Cuando alcanzaron la lanzadera, Sarah comprobó el reloj de pulsera del traje espacial. ¡Quedaban menos de dos minutos! Encendieron los motores saltándose todos los protocolos de despegue y la nave comenzó un brusco e irregular ascenso. En ese momento el horizonte se volvió luz y sus preocupaciones se desvanecieron.


Capítulo IV: Un pacto entre enemigos.

La Administración Americana contactó inmediatamente con sus homólogos Chinos, que confirmaron punto por punto el contenido del mensaje. Era evidente que habían recibido y decodificado la transmisión. Enseguida ambos países entablaron negociaciones y en pocos días llegaron a un acuerdo que satisfacía a ambas partes. Los ejércitos volvieron a sus cuarteles y la población mundial pudo al fin respirar tranquila.

La explosión nuclear que había sido captada por los observatorios astronómicos de medio mundo se camufló como el choque de un gran asteroide contra la superficie Lunar, con tan mala suerte que había impactado cerca del lugar en el que se hallaban los inocentes astronautas en misión de paz. Éstos fueron calificados como héroes nacionales y se les rindieron multitud de sentidos homenajes por todo el país de las barras y estrellas durante semanas. En poco tiempo las fotografías de los fallecidos comenzaron a presidir los despachos, junto con el retrato de su Presidente y la bandera.

Los sesudos científicos de la NASA centraron sus esfuerzos futuros en averiguar qué secretos escondía el aparentemente inofensivo Satélite de la Tierra y las autoridades militares dieron por zanjada la crisis, al menos por el momento.

No podían imaginar que el último acto de aquel episodio aún estaba por representarse.


Capítulo V: Las fauces del Dragón.

En un austero despacho del Ministerio de Defensa, el ministro Wang Hao tenía ante sí un acuciante dilema. Sobre la mesa había desplegado su colección de bolsitas con multitud de variedades de té y no se decidía por cual escoger. Al fin optó por un Rooibos negro con un toque de vainilla. Su colega Zhao Chen, sentado frente a él al otro lado del escritorio, era de gustos más clásicos y se decidió por un té verde aderezado con jengibre. Saborear una buena taza de infusión caliente era de los pocos placeres que Wang se permitía y se tomó su tiempo para prepararlo con mimo, disfrutando del aroma que emanaba como anticipo de un agradable paréntesis en sus quehaceres. Al fin depositó dos tazas humeantes sobre la mesa y tomó asiento, estirándose sobre el sillón acolchado en el que pasaba varias horas al día.

– ¡Ah, mi querido Zhao, no se le puede pedir más a la vida! Una buena taza de té y unas perspectivas inmejorables por delante – dijo, mostrando sus dientes amarillentos en una amplia sonrisa.

– No puedo discutirle ni lo uno ni lo otro – confirmó el aludido – .He de reconocer que el té es delicioso y por otro lado no cabe duda que los vientos comienzan a soplar a nuestro favor.

– Que así siga siendo, amigo mío. Hemos de empezar a pensar ya en el futuro.

– Cada día me sorprende usted más, Wang. ¿Es que su maquiavélica mente no conoce el descanso?

– Mi maquiavélica mente, como usted dice, está siempre al servicio de la República.

– De la República Popular, supongo – añadió Zhao Chen mirándolo por encima de su taza de té, como si cualquier otra posibilidad hubiera constituído un sacrilegio.

– ¡Cual si no!, no va a ser la República Taiwanesa – rió el ministro – Cuya anexión nos ha costado bien poco, por cierto.

– Le recuerdo que hemos tenido que renunciar a establecer el Yuan como moneda internacional.

– ¡Oh vamos, sabe usted tan bien como yo que no era tiempo aún de dar ese paso! – exclamó Wang Hao con cierto sarcasmo – .El gigante Americano no está todavía tan débil, ni nosotros todavía preparados. Era una cuestión prescindible desde el principio, un señuelo para poder negociar con buenas cartas sobre la mesa.

Zhao Chen asintió esbozando una sonrisa y bebió de la taza que comenzaba a perder su calor. El ministro Wang hizo lo propio, degustando sin prisas el sutil sabor de la vainilla.

– ¿Cree usted que tardarán mucho en darse cuenta? – preguntó el señor Zhao sin soltar la taza.

– Espero que les tome un tiempo al menos, pero no es una cuestión que me preocupe demasiado.

– Llegado el momento no les hará especial gracia.

– ¿Y que van a hacer? – replicó Wang Hao levantando la voz – ¿Reconocer que han cedido Taiwán a cambio de nada? ¿Anunciar al mundo que ocultaban la existencia de construcciones artificiales en la Luna desde la década de los sesenta del pasado siglo? ¿Justificar que actuaron movidos por un mensaje alienígena que provenía de unas ruínas extraterrestres en las que nadie más podía haber estado?

– Debo reconocer que lo de la Cúpula fue un golpe de efecto magistral – concedió Zhao Chen.

– Los Americanos nunca sospecharon que estuviésemos tan avanzados. A pesar de que vigilaban nuestros movimientos, siempre pensaron que las naves que enviábamos a la Luna no eran más que sondas de exploración. No están al tanto de que hemos desarrollado un vehículo espacial capaz de alunizar en vuelo directo desde la Tierra sin necesidad de una nave nodriza orbitando alrededor del satélite, y al no observar tal nave no concibieron que pudiéramos haberlo conseguido. Me gustaría ver sus caras si supieran que nuestros astronautas llevan casi un año trabajando en la superficie, bien es verdad que sobre la cara oculta – se jactó el ministro.

– Por cierto, va a tener que recomendarme a su equipo de maquillaje, seguro que mi esposa estaría interesada – bromeó Zhao Chen profiriendo una sonora carcajada.

– ¿Quiere un alien de recuerdo? He ordenado que fabriquen una serie – dijo Wang Hao tomando un pequeño muñeco del cajón – He decidido llamarlo Alf, me han dicho que es muy popular en América, aunque ciertamente creo que no se le parece demasiado.

– Es todo un detalle por su parte.

Zhao Chen Se quedó mirando el monigote durante unos segundos, debía admitir que tenía una razonable semejanza con aquel que había visto tantas veces en la grabación. Lo guardó en uno de sus bolsillos sin poder disimular una sonrisa.

– Tendrá que reconocerme que todo resultó bastante creíble – continuó el ministro – Un poco de escenificación y después un pequeño regalo nuclear para meter algo de miedo y de paso borrar huellas. Nos llaman y les confirmamos que hemos recibido el mismo mensaje que ellos, mensaje que no podíamos conocer de otro modo porque evidentemente nosotros nunca habíamos estado allí. Supongo que tarde o temprano llegarán a la conclusión de que la grabación no es real, pero entonces no les quedará más que el recurso a la pataleta. Tendrán que aceptar los hechos consumados. Reconocer ante el mundo que les hemos birlado Taiwán mediante semejante estratagema los dejaría en una posición delicada.

– Y mientras tanto, nosotros ganamos tiempo – replicó Zhao Chen, continuando la argumentación – Cada día que pasa somos más fuertes y ellos se debilitan. El esfuerzo que sin duda han tenido que hacer para preparar deprisa y corriendo una misión a la Luna no habrá hecho más que menguar sus arcas.

– No le falta razón, amigo Zhao. Y seguirán mirando hacia la Luna durante un tiempo, un tiempo en el que nosotros apuntaremos a un objetivo mucho más ambicioso.

– ¿Hay algo que yo no sepa? – preguntó Zhao Chen, extrañado.

– Tal vez, camarada. ¿No adivina cual puede ser?

– Ilústreme pues.

– ¡Marte, mi querido amigo!. Nuestras primeras sondas ya han llegado hasta allí y disponemos de varias imágenes del planeta. ¿Sabe Zhao?, si los americanos encontraron vestigios de tecnología extraterrestre sobre la Luna, ¡imagínese lo que podríamos hallar en Marte!

– No sé si me intriga usted más de lo que me asusta, o es al contrario, ministro Wang.

– Algún día tendré que contárselo con más calma. Por hoy ya es suficiente, se hace tarde y su familia debe estar esperándolo en casa, ¿no es cierto?

El ministro Wang Hao se levantó y tomó su chaqueta del perchero, invitando a su colega a pasar delante. Éste caminaba ensimismado con la mano acariciándose el mentón. Al pasar bajo el umbral se paró en seco y se volvió hacia el mandatario con aire dubitativo.

– No puedo evitar pensar en lo último que me ha dicho, Wang... ¿Que han visto en Marte?

Wang Hao se lo quedó mirando, como si sopesara la respuesta que iba a darle. Tardó unos segundos en contestar.

– Cosas maravillosas, mi querido amigo – respondió pasándole una mano por encima del hombro – ¡Cosas maravillosas!

Y esbozando una sonrisa maliciosa se perdió caminando lentamente por el pasillo.




2037, El regreso a la Luna por Jorge Valín Barreiro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://brumasdegallaecia.blogspot.com.es/2015/01/2037-el-regreso-la-luna.html.

3 comentarios:

  1. Un relato narrado impecablemente con una historia que imagino lleva detrás un trabajo de investigación concienzudo, y que engancha desde el principio.
    Un saludo, Jorge.

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  2. Ya había leído este relato en TR y me acordaba de la astucia de los chinos para engañar a los americanos pero de lo que no me acordaba es del desasosegante final: esas "cosas maravillosas" que tiene en mente Wang Hao. Entre Isidoro y tú vais a conseguir que me aficione a la ciencia ficción.

    Un abrazo y mis felicitaciones

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    1. pues si te aficionas a la ciencia ficción te recomiendo la saga de las Fundaciones de Asimov, de lo mejor que se ha escrito en ciencia ficción, para mi gusto. Por cierto, ¿por que no te animas a escribir un relato de ciencia ficción? aunque los relatos románticos son tu fuerte, no está de más cambiar de registro de vez en cuando, es un reto y se aprende mucho. Gracias por pasarte y comentar. Un abrazo Ana.

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