jueves, 22 de enero de 2015

Artemisa, el regreso a la Luna

Prólogo.

Hacia la mitad del siglo XXI el planeta azul llamado Tierra era un lugar convulso. Corrían aires de cambio y el viejo orden mundial que había prevalecido desde finales de la Gran Guerra parecía resquebrajarse. Nuevas potencias pujaban por desbancar a las antiguas y la China destacaba sobre todas ellas, disputando la hegemonía a los ya decadentes Estados Unidos de América.

Para demostrar al mundo de lo que era capaz, el Gigante Asiático se había embarcado en un programa de misiones a la Luna cuyo objetivo era colocar en un futuro próximo a sus astronautas sobre la superficie del Satélite, con una ambiciosa visión comercial que pretendía establecer los principios para la explotación de sus recursos minerales. La respuesta no se había hecho esperar y los Americanos se lanzaron a la carrera por arrebatar a la nación del Dragón Rojo el primer puesto hacia la dominación Selenita, evocando los peores tiempos de la Guerra Fría.

Perdidos en el Everest



I

Si alguien me preguntase por mi profesión, la palabra que mejor vendría al caso sería aventurero, suponiendo que semejante actividad pudiera definirse como tal. Ya desde muy joven me gané la vida recorriendo los lugares más inhóspitos del planeta, de la Antártida a la exuberante Amazonia, pasando por las desoladas estepas centroasiáticas o los desérticos paisajes del Sáhara. Viajaba tanto integrado en alguna expedición como en solitario y vendía los relatos o las fotografías de mis aventuras a cualquier semanario que quisiera pagar por ello. Esa era la vida que había elegido, siempre inquieta, a veces solitaria, carente de algo a lo que llamar hogar, pero sin embargo... libre.

En los últimos meses había hecho algún dinero ejerciendo como guía de trekking por los Himalayas y aproveché la ocasión para realizar un reportaje fotográfico sobre las gentes del lugar, cuya publicación tendría ahora que negociar. Aquella última noche no pude conciliar el sueño y tras un breve paseo por las calles de Katmandú pasaba las horas sentado en una taberna, sujetando una jarra de cerveza cuyo contenido menguaba a la par que mi inquietud se desvanecía. Al día siguiente tomaría un avión rumbo a Washington para reunirme con mi contacto en la National Geographic Society, y la vuelta a la civilización me causaba siempre el mismo desasosiego.

Una noche en los Refugios de Almería

I

Lázaro Cisneros era un hombre feliz, o al menos no tan desdichado como para dejar de considerarse como tal. A sus 42 años gozaba de cierta fama como presentador en un programa de temática esotérica en televisión y su audiencia no había hecho sino aumentar en los últimos tiempos, a la par que sus ganancias. En realidad existían algunos asuntos que lo preocupaban, pero consideraba no sin cierto pragmatismo que la vida era demasiado corta como para prestarles mayor atención de la debida.

Sus constantes infidelidades terminaron por hacer zozobrar seis meses atrás un matrimonio que en los últimos tiempos sólo había sostenido la rutina, aunque no tardó en reemplazar la vida conyugal por un tortuoso affaire con una de sus redactoras cuyo marido, hasta ese momento ignorante de su condición de cornudo, comenzaba a sospechar que tantas horas en los estudios de la Cadena podían esconder unos hechos más luctuosos.

La Playa



El sol se despereza rasgando el alba, asoma lentamente sobre las aguas de un mar todavía adormecido. Sabe lo que está a punto de acontecer allá en la playa y ha reservado asiento en primera fila.

Ella llega a la hora acostumbrada, es el primer lucero que adorna la mañana, desbanca en el difuso firmamento a la Diosa del Amor, la Venus cuyo nombre decidieron inmortalizar los Hombres para que sus hijos no olvidasen aquello que rige sus destinos.

El dibujo de sus formas aderezadas con un sutil contoneo deja sin respiración a una brisa que se ahoga, dos pies menudos recortan su silueta en la fina arena. Se para ante las olas juguetonas, la saludan con reverencias que van a morir en la orilla y ella corresponde liberándose el cuerpo de las ropas que lo enjaulan. El cielo se ruboriza de encarnado, la mar suspira en cada envite por regalarle sus húmedas caricias, la brisa se empeña en erizarle la piel con cada roce.

La Leyenda del Nanda Devi


"Gracias por el mundo en que vivimos, gracias por tanta belleza que encontramos en el riesgo".


Willy Unsoeld


I

La gran masa de roca se alzaba sobre el horizonte, dibujando una silueta arisca y caprichosa recortada contra el cielo azul del Himalaya. El viento despeinaba su cumbre, desprendiendo un penacho de nieve blanquecina que se alejaba de la montaña como si fuese una columna de humo. A sus pies se abría un amplio valle cubierto por una espesa niebla que parecía envolverlo todo entre algodones, desplegando ante mis ojos un paisaje de ensueño. Contemplaba extasiado la Montaña, todavía sin llegar a asimilar que me encontraba al fin ante aquella cumbre legendaria. El Nanda Devi se alzaba majestuoso y desafiante como retándome, pobre mortal, a ascender por sus laderas escarpadas para coronar sus casi ocho mil metros.

miércoles, 21 de enero de 2015

Niña de Ojos Tristes

Contemplas el mundo, niña de los ojos tristes, a través de esos cristales enmarcados en una montura dorada. Un mundo que ha cambiado desde la última vez en que pudiste aventurarte por sus confusos senderos... o quizás no haya cambiado tanto, pero a tí te lo parece.

Respiras de nuevo el aire entumecido con el rancio humo de los tubos de escape, mas esa atmósfera viciada te sabe a libertad en los pulmones. Hace calor, el verano resplandece exhibiendo sus mejores galas y sudas bajo tus amplios ropajes.

Pronto verás de nuevo rostros familiares, lo poco que todavía te mantiene apegada a ese mundo del que hace años desertaste. Pero no sueñes demasiado, niña de triste mirada, pues ni ellos ni sus vidas forman ya parte de la tuya.

Lágrimas de Agosto

Recuerdo aquella noche como si el tiempo no hubiese transcurrido, la noche en que empezó todo.

Corría el mes de agosto y las cigarras cantaban adormecidas a la caída de la bochornosa tarde con la que nuestro amigo Lorenzo nos había castigado. "Tengo una sorpresa para ti", te había susurrado al oído mientras tu padre nos daba la espalda en animada plática con mi abuelo, "esta noche, a las doce, junto al viejo hórreo". Tus ojos de niña de ciudad me miraron incrédulos, pero la sonrisa adolescente que te hizo curvar los labios traicionó tus más secretos pensamientos. Me bastó tu asentimiento tímido, mientras por el rabillo del ojo te asegurabas de escapar a la vigilancia de tu severo progenitor, para saber que consentías en nuestra cita.

Hacía un par de semanas que disfrutabas de las vacaciones en el pequeño pueblo, dos semanas que se me habían antojado otros tantos meses. Yo llevaba el mismo tiempo deleitándome con tu compañía, la soledad que azotaba mis días en la aldea se había diluido, como por arte de magia, entre el manantial de tus risas. Las quince primaveras que arrastrabas parecieron multiplicarse cuando te levantaste sin reproches ante el requerimiento de tu padre, a quien el hambre acuciaba ya en el estómago, mas volviste de nuevo a la niñez en el momento en que con disimulo me guiñaste un ojo al despedirte.

martes, 20 de enero de 2015

La sonrisa de Alicia

Primer domingo de agosto. Como todos los años la familia se reúne para la acostumbrada comida de cada verano. La aldea está formada por unas casas desperdigadas de altivos muros y rojos tejados, erguidas entre prados verdes y rumorosos bosquecillos que no paran de saludar a tantos visitantes que ese día regresan a sus orígenes. La gente va llegando, se intercambian saludos y apretones de manos, los besos cambian de dueño, las sonrisas tienen alma, los recuerdos se vuelven tangibles, abandonando por un momento su esencia incorpórea. Ya en el interior, los estómagos se sacian y el vino corre más de la cuenta, animando a las lenguas a volverse parlanchinas, y las carcajadas quiebran la atmósfera.

El Naufragio del Serpent


I
Corría la década de 1970 cuando Michael Bickerton puso sus pies por primera vez en el pueblo de Camariñas, en plena Costa da Morte gallega. Unos días antes había tomado el ferry en su Plymouth natal, al suroeste de Inglaterra, desembarcando en la ciudad de Santander desde la que consiguió arribar a aquel perdido lugar tan cercano al fin del mundo. Mediaba la mañana y el tibio sol de primavera comenzaba a ahuyentar el frío húmedo de la madrugada. Las gaviotas sobrevolaban la villa saludando al visitante con sus graznidos, trazando círculos en un cielo azul que tras la lejana línea del horizonte se confundía con el mar.

El inglés dirigió sus pasos hacia el ayuntamiento, dando un corto paseo por el puerto. Su elevado porte junto con el pelo rubio y su tez blanca no pasaron inadvertidos a los curtidos pescadores que deambulaban por la dársena. En el consistorio lo fueron pasando de funcionario en funcionario hasta que consiguió dar con la persona adecuada. La joven era pelirroja, el cabello largo le caía ensortijado sobre los hombros y su cara estaba decorada con simpáticas pecas. De mediana estatura y físico agraciado, rondaría los veinticinco años. Se presentó como Coral y tras las debidas formalidades lo atendió con una sonrisa, mas cuando el extranjero desveló el propósito de su visita no pudo disimular una mueca de asombro. No era habitual que un forastero llegase preguntando por asuntos como aquel.



Artículo 47


El político brama desde el estrado, azuzando a su concurrido auditorio como si de fieros canes dispuestos a cebarse a dentelladas con sus oponentes se tratase. Ha sido bien entrenado en el arte del engaño, tan sólo tiene que preocuparse en deslizar cuatro o cinco oraciones predefinidas en medio de su vacuo discurso para levantar los ánimos en la caldeada audiencia. Su prédica está plagada de frases vacías, pero sin embargo lo aplauden. La estructura gramatical de la arenga no pasa del nivel de bachillerato elemental, mas es aclamado con efusivos vítores. Habla sin decir nada, pero lo adoran. Si hubieran subido a la palestra a cualquier otro vestido con traje y corbata, entrenado para soltar a la concurrencia los mismos huecos eslóganes, se hubieran escuchado en la sala idénticas ovaciones, pues quien enaltece ciegamente a un líder no precisa de razones ni concede valor a los argumentos, simplemente necesita de fútiles motivos para creer.

Otro fin de semana más

Otro fin de semana más. La noche del viernes cubre su alma con la plácida incertidumbre de lo desconocido, la incertidumbre de lanzarse a la aventura en aquella jungla de jóvenes cuerpos sudorosos y ávidos de hedonismo. Las luces de la discoteca tapizan su cielo estrellado con rosáceas supernovas y azuladas constelaciones, bañando rostros de mirada perdida y sonrisa embriagada, mientras la música machacona martillea oídos y corazones al compás del último éxito del momento.

Allí está ella, cual ángel solitario y bello, en otro infructuoso intento por transformarse en diablo. Ojos negros y profundos, en su mirada todavía asoma la candidez de la niñez perdida; su tez luce pálida, aún no acariciada lo suficiente por el sol de primavera, ignorante de todos los encantos que en su interior atesora. Unas furtivas caladas de maría aún la recorren las venas, el regusto alcohólico de una copa de ron se desliza por su garganta, adormeciendo por momentos su timidez escondida. No sabe bien lo que busca, o tal vez sí pero no puede reconocerlo, a riesgo de tener que salir de allí huyendo a toda prisa ante la imposibilidad de obtenerlo. En cada rostro, miradas henchidas de ternura, en casa beso, latir desbocado de corazones y amargos desengaños. Algunas veces, pocas, la complicidad de unas caricias y los embriagadores efluvios de la noche la animan a traspasar la delgada línea de lo prohibido, esa que todos hemos cruzado en alguna ocasión.

lunes, 19 de enero de 2015

El Angel de la Muerte

I


Fuente: http://www.disfrutapraga.com
Esperaba, con el aliento contenido y la tensión guardada en los bolsillos de mi abrigo. A mis pies unas cuantas colillas esparcidas con descuido eran testimonio de los cigarrillos de los que había dado cuenta durante aquel lapso de tiempo. Desde el cobijo del portal en que me resguardaba podía contemplar el puente enseñoreándose de aquel tramo del río, envuelto en una espesa niebla. Sus medievales arcos se combaban sobre las aguas y si la neblina y la noche no lo impidieran, apostado en mi improvisado puesto de vigilancia podría admirar toda su arcaica belleza. Las farolas encendidas a lo largo de su cuerpo formaban halos aureolados por el fantasmagórico fenómeno con que la noche me castigaba.

Ella tenía que estar ya a punto de llegar. Debería aparecer cruzando el puente de un momento a otro, surgiendo como un espectro entre la niebla. Acaricié con suavidad la Mágnum que escondía en un bolsillo. Ya había matado antes, pero cada vez era diferente. El mismo hormigueo en la boca del estómago, los mismos nervios, pero siempre sensaciones distintas en el momento de apretar el gatillo y contemplar el rostro de la víctima a la cual me habían encargado quitar la vida. Encendí un último cigarrillo y miré el reloj. Era la hora.


El legado de Bernardino Buendía


Llevaba horas sentado en el frío salón de aquella casa ajena, con la sola compañía de un cadáver. Frente a mí el ataúd de madera de pino, flanqueado por dos velas de postín enchufadas a la oscilante corriente eléctrica. Dentro yacía inerte el cuerpo sin vida de Bernardino Buendía Pazos, en cuyo rostro había quedado esculpida por obra del inefable maestro rigor mortis la misma mueca de desprecio que no dejaba de exhibir en vida.

Durante toda la tarde y parte de la noche esperé a que alguien acudiera al velatorio, pero pensándolo bien no era tan extraño que me hubieran dejado en exclusiva la tarea de rezar por su penitente alma. Después de todo yo era su único amigo, suponiendo que pudiera utilizarse tal calificativo. Los de la funeraria habían terminado su trabajo poco después del mediodía, y yo me hice cargo de los gastos y de supervisar los preparativos. El viejo cascarrabias había muerto sin avisar, como tenía por costumbre hacer las cosas.

Muerte en Tres Colores

La mano trémula de la muchacha sostenía, con la dulzura de una princesa, la del moribundo que agonizaba en su lecho de sábanas de seda. Apenas alcanzaba los sesenta, pero su rostro envejecido era el de un anciano carcomido por las tribulaciones que no habían dejado de acosarlo en los últimos años de su vida. En sus sienes casi no crecía ya un mechón de cabello, y la barba que remarcaba la regia barbilla estaba completamente encanecida. Las arrugas zigzagueaban sobre su piel sudorosa y sus labios agrietados balbuceaban, entre las nebulosas del delirio, sílabas candentes como la fiebre que lo consumía.

Vísteme de tu recuerdo

Cuando caen las hojas en otoño tapizando el suelo de encarnado es cuando más te echo de menos. El castaño de tus ojos hacía juego con los mustios pulmones de los árboles y tus caricias eran como la brisa que juguetona, los despeina.

Los cisnes retozan en el lago, tu piel lucía aún más pálida que el blanco que los viste. Necesito calentarme con tus besos, desde que no te tengo siempre hace frío. Aún recuerdo aquellos abrazos que me reconfortaban durante tantas noches eternas.

Llegas pronto, caminas silenciosa como un fantasma. Alguna vez deberás contarme dónde consigues cada día un ramo de Pensamientos. Hoy no volvería a hacerlo, pero la desesperación es a veces incluso más fuerte que el amor. 

Mientras tu mano temblorosa deposita las flores a los pies de mi tumba, yo me maldigo una y mil veces por haberme quitado la vida aquel aciago día de otoño.




Vísteme de tu recuerdo por Jorge Valín Barreiro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://brumasdegallaecia.blogspot.com.es/2015/01/visteme-de-tu-recuerdo.html.