Otro fin de semana más. La noche del viernes cubre su alma con la plácida incertidumbre de lo desconocido, la incertidumbre de lanzarse a la aventura en aquella jungla de jóvenes cuerpos sudorosos y ávidos de hedonismo. Las luces de la discoteca tapizan su cielo estrellado con rosáceas supernovas y azuladas constelaciones, bañando rostros de mirada perdida y sonrisa embriagada, mientras la música machacona martillea oídos y corazones al compás del último éxito del momento.
Allí está ella, cual ángel solitario y bello, en otro infructuoso intento por transformarse en diablo. Ojos negros y profundos, en su mirada todavía asoma la candidez de la niñez perdida; su tez luce pálida, aún no acariciada lo suficiente por el sol de primavera, ignorante de todos los encantos que en su interior atesora. Unas furtivas caladas de maría aún la recorren las venas, el regusto alcohólico de una copa de ron se desliza por su garganta, adormeciendo por momentos su timidez escondida. No sabe bien lo que busca, o tal vez sí pero no puede reconocerlo, a riesgo de tener que salir de allí huyendo a toda prisa ante la imposibilidad de obtenerlo. En cada rostro, miradas henchidas de ternura, en casa beso, latir desbocado de corazones y amargos desengaños. Algunas veces, pocas, la complicidad de unas caricias y los embriagadores efluvios de la noche la animan a traspasar la delgada línea de lo prohibido, esa que todos hemos cruzado en alguna ocasión.